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jueves, 14 de diciembre de 2017

El antirracista de Instagram



Por Juan Manuel Robles 
Extraído de "Hildebrandt en sus trece"

Enfrentar el racismo en el Perú tiene sus costos. Marcar una posición clara contra la discriminación trae consecuencias. Quien no lo sabe es porque nunca ha emprendido de verdad la lucha: solo ha repetido poseramente alguna que otra consigna, copiado en su muro algún meme bonito, recirculado cierta caricatura noble de Edery, como quien sigue una tendencia, una corriente, un hashtag. Es un antirracismo cómodo que se vuelve decorativo, fugaz, bello y hueco como un atardecer de Instagram. Es una cosa rara, esa postura que no alza la voz, esa indignación sin rabia.

Porque ser antirracista, en una sociedad como la peruana, es buscarse problemas, es alterar las reglas del juego, complicarte las cosas y moverle el piso a la enclenque escalera de tu ascenso social. Al principio, todo el mundo te da una palmada en la espalda. Yo también apoyo tu causa, causa. Pero llega un momento en que tu activismo altera la vida cotidiana. Hablas más de la cuenta. Te pones pesado. Tu rollo jode.

Recuerdo mi primera juventud, los años que siguieron a la universidad. En algún momento, decidí que no iría ningún local nocturno que hubiera sido acusado de prácticas discriminatorias, o sea, que tuviera denuncias por no dejar entrar “marrones”. Me parecía indignante que esas cosas siguieran pasando en mi país. La postura fue vista, por mis amigos, como exagerada y aguafiestas. “Vamos, Juanma, eso no es discriminación, ¿tampoco van a dejar a entrar a cualquiera, no?”. “Yo no estoy de acuerdo con el racismo pero es SU local, ¿no?” “¿Vas a dejar de venir a mi cumpleaños por eso?” “El manager me ha asegurado que esas son mentiras, que ellos solo le niegan la entrada a borrachos”. De todas las respuestas, la que más queda en mi memoria es esta: “Ay, oye, pero a ti nadie te va a discriminar. Mírate”.

Varios años después entendí lo que pasaba; mis amigos me estaban pidiendo que usara a mi favor algo que muchos peruanos tenemos, sin que reparemos en ello: el privilegio blanco. No importa que no lo seamos (yo desciendo de indígenas de Abancay y de la selva, con algún lejano ancestro vasco), hay elementos que a algunos nos blindan de esa discriminación que sí reciben otros. Entendí rápidamente que esos amigos no sentían la menor solidaridad por quienes eran excluidos. Al contrario: se sentían muy bien gozando de ese privilegio y, a pesar de que algunos eran tan marrones como yo —o más—, habían pasado al siguiente escalón: habían ganado el derecho de cholear a otros (y aunque no lo hicieran, podían entrar donde otros no).

Recuerdo el racismo de los locales nocturnos porque en esos años era muy comentado, hubo reportajes de televisión y operativos policiales (como el racismo es muy sutil, tenían que montar emboscadas de inteligencia para detectarlo, usando “cholos” encubiertos y “blancos” de incógnito). El libre mercado es extraño: en todos los ámbitos, la torta se la reparten uno o dos grupos empresariales. El rubro de diversión nocturna no era distinto. Todos los conglomerados tenían denuncias de racismo (de hecho, este era un signo de “estatus”). Uno de esos locales oprobiosos era el Café del Mar, que reincidió tantas veces en sus prácticas que acabó recibiendo una multa millonaria. Poco después, cerró. A veces, pareciera que esos pequeños triunfos contra los racistas se produjeron espontáneamente, pero no: fueron un montón de ciudadanos molestos los que pusieron denuncias, los que se atrevieron a dar el paso, los que en vez de mimetizarse y callarse, o reírse de la vida, dijeron ante la autoridad: “no me dejaron entrar por mi color, mi cara y mis rasgos”.

Por eso, no puedo evitar sentir cierto orgullo de mi lejana decisión. Si más gente lo hubiera hecho, estos locales habrían languidecido. Hay boicots que valen la pena. Pero claro, fui ingenuo. La gente siguió llenando esos locales denunciados. Con ellos no era la cosa.

“A ese paso, solo te van a quedar los antros del cono norte”, me dijo algún amigo. Fui perdiendo amigos. La cosa fue peor cuando decidí romper todo vínculo con cualquier persona que usara expresiones como “cholo de mierda”. Entendí que no se trataban simplemente de gente con una visión distinta del mundo; entendí que eran parte del problema. La depuración, a la larga, fue provechosa, pero también dolió. Me dejó un poco más solo.

Porque hay algo que algunas personas no entienden: los antirracistas somos minoría. Me da risa cuando alguien habla de “corrección política”, como si actuar contra el racismo fuera una especie de acto cómodo para ganarse el respaldo fácil. No lo es. Como en el caso de las discotecas, toda lucha contra el racismo se enfrenta a una realidad contundente: el poder económico usa la discriminación como una de sus energías. La usa porque calza perfectamente en el impulso aspiracional del consumo. Hace que mucha gente odie cómo luce —y quiera gastar para ser distinta—. Hace que sea mucho más conveniente blanquearse —y carcajearse—, que luchar.

Que no los confundan. La tolerancia al racismo es siempre una complicidad cómoda con el poder. Es una capitulación, una forma de aceptar ese poder, de decir que la lucha puede ser “cool”, pero vamos, tampoco es tan importante. ¿Por que? La razón de fondo es simple: porque gozas del privilegio blanco, y no te ha dio mal con eso. Porque prefieres pensar, contra toda evidencia, que ese privilegio es normal para tus conciudadanos. Porque el antirracismo es un chambón y genera anticuerpos, y en cambio el racismo lleva cientos de años en nuestras raíces torcidas, está el orden natural de las cosas, en el impulso que mueve la economía, el humor y la felicidad.

Que una película racista como La paisana Jacinta se llene de público no le da legitimidad. Era lo previsible: una triste comprobación del confort, del placer de discriminar con un sistema que te respalda. También aquellos locales nocturnos reventaban el mismo día de las denuncias en televisión.

Por eso yo desconfío. Desconfío de los que se dicen antirracistas pero no se comen pleitos, y jamás han dicho media palabra, por ejemplo, contra la publicidad racista, la de Saga Falabella y Ripley, la de agua Cielo, que invisibiliza a los peruanos que son mayoría. Desconfío de esa pretensión ridícula y ridículamente cómoda: ser antirracista y no herir a nadie.

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barbarismos

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El Comité empezó a ser acosado por la policía. Hipólito Salazar, que había fundado la Federación Indígena Obrera Regional Peruana, fue deportado. Urviola enfermó de tuberculosis y falleció el 27 de enero de 1925. Cuando enterraron a Urviola varios dirigentes de la Pro-Derecho Indígena Tahuantinsuyo no pudieron asistir a su velatorio en el local de la Federación de Choferes, en la calle Sandia. El sepelio fue multitudinario. Los ejércitos particulares de los hacendados se dedicaron a quemar las escuelas que el Comité había abierto en diversos puntos del interior del Perú y persiguieron también a sus alumnos y profesores. Antes de la sublevación de Huancané de 1923, fusilaron a tres campesinos de Wilakunka solo porque asistían a una de estas escuelas. El año siguiente, durante una inspección que realizó a las comunidades de Huancané, el Obispo de Puno, Monseñor Cossío, constató la acción vandálica de los terratenientes que habían incendiado más de sesenta locales escolares. No contentos con quemar las escuelas que organizaba el Comité y asesinar a sus profesores o alumnos, los gamonales presionaron a las autoridades locales para que apresen a los delegados indígenas y repriman a los campesinos que los apoyaban. Entre 1921 y 1922, diversos prefectos y subprefectos perpetraron crímenes y atropellos. Hubo casos donde fueron los mismos gamonales los que se encargaron de asesinar a los delegados de la Pro-Derecho Indígena Tahuantinsuyo. Domingo Huarca, delegado de los comuneros de Tocroyoc, departamento del Cusco, quien había estado en Lima tramitando memoriales, fue brutalmente asesinado. Los gamonales primero lo maltrataron, después le sacaron los ojos y finalmente lo colgaron de la torre de una iglesia. Vicente Tinta Ccoa, del subcomité de Macusani, en Puno, que fue asesinado por los gamonales del lugar. En agosto de 1927, la Pro-Derecho Indígena Tahuantinsuyo dejó de funcionar luego que, mediante una resolución suprema, el gobierno de Leguía prohibió su funcionamiento en todo el país. Gran parte de la promoción de líderes indígenas que se forjó con la Pro-Derecho Indígena Tahuantinsuyo engrosó los nuevos movimientos sociales que iban a desembocar en la formación del Partido Comunista y el Partido Aprista. Fueron los casos de Ezequiel Urviola, Hipólito Salazar y Eduardo Quispe y Quispe, que fueron atraídos por la prédica socialista de José Carlos Mariátegui; o de Juan Hipólito Pévez y Demetrio Sandoval, que se acercaron a Víctor Raúl Haya de la Torre y el Partido Aprista. En 1931, después del derrocamiento de Leguía y la muerte de Mariátegui, el Partido Socialista, convertido en Partido Comunista, lanzó la candidatura del indígena Eduardo Quispe y Quispe a la Presidencia de la República. HÉCTOR BÉJAR.

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realismo capitalista peruano, ¡ja, ja!

rojo 2

es más fácil imaginarse el fin del mundo que el fin del capitalismo

En tercer lugar, un dato: una generación entera nació después de la caída del Muro de Berlín. En las décadas de 1960 y 1970, el capitalismo enfrentaba el problema de cómo contener y absorber las energías externas. El problema que posee ahora es exactamente el opuesto: habiendo incorporado cualquier cosa externa de manera en extremo exitosa, ¿puede todavía funcionar sin algo ajeno que colonizar y de lo que apropiarse? Para la mayor parte de quienes tienen menos de veinte años en Europa o los Estados Unidos, la inexistencia de alternativas al capitalismo ya ni siquiera es un problema. El capitalismo ocupa sin fisuras el horizonte de lo pensable. Jameson acostumbraba a detallar con horror la forma en que el capitalismo penetraba en cada poro del inconsciente; en la actualidad, el hecho de que el capitalismo haya colonizado la vida onírica de la población se da por sentado con tanta fuerza que ni merece comentario. Sería peligroso y poco conducente, sin embargo, imaginar el pasado inmediato como un estado edénico rico en potencial político, y por lo mismo resulta necesario recordar el rol que desempeñó la mercantilización en la producción de cultura a lo largo del siglo XX. El viejo duelo entre el détournement y la recuperación, entre la subversión y la captura, parece haberse agotado. Ahora estamos frente a otro proceso que ya no tiene que ver con la incorporación de materiales que previamente parecían tener potencial subversivo, sino con su precorporación, a través del modelado preventivo de los deseos, las aspiraciones y las esperanzas por parte de la cultura capitalista. Solo hay que observar el establecimiento de zonas culturales «alternativas» o «independientes» que repiten interminablemente los más viejos gestos de rebelión y confrontación con el entusiasmo de una primera vez. «Alternativo», «independiente» yotros conceptos similares no designan nada externo a la cultura mainstream; más bien, se trata de estilos, y de hecho de estilos dominantes, al interior del mainstream.
Nadie encarnó y lidió con este punto muerto como Kurt Cobain y Nirvana. En su lasitud espantosa y su furia sin objeto, Cobain parecía dar voz a la depresión colectiva de la generación que había llegado después del fin de la historia, cuyos movimientos ya estaban todos anticipados, rastreados, vendidos y comprados de antemano. Cobain sabía que él no era nada más que una pieza adicional en el espectáculo, que nada le va mejor a MTV que una protesta contra MTV, que su impulso era un cliché previamente guionado y que darse cuenta de todo esto incluso era un cliché. El impasse que lo dejó paralizado es precisamente el que había descripto Jameson: como ocurre con la cultura posmoderna en general, Cobain se encontró con que «los productores de la cultura solo pueden dirigirse ya al pasado: la imitación de estilos muertos, el discurso a través de las máscaras y las voces almacenadas en el museo imaginario de una cultura que es hoy global». En estas condiciones incluso el éxito es una forma del fracaso desde el momento en que tener éxito solo significa convertirse en la nueva presa que el sistema quiere devorar. Pero la angustia fuertemente existencial de Nirvana y Cobain, sin embargo, corresponde a un momento anterior al nuestro y lo que vino después de ellos no fue otra cosa que un rock pastiche que, ya libre de esa angustia, reproduce las formas del pasado sin ansia alguna.
La muerte de Cobain confirmó la derrota y la incorporación final de las ambiciones utópicas y prometeicas del rock en la cultura capitalista. Cuando murió, el rock ya estaba comenzando a ser eclipsado por el hiphop, cuyo éxito global presupone la lógica de la precorporación a la que me he referido antes. En buena parte del hip hop, cualquier esperanza «ingenua» en que la cultura joven pueda cambiar algo fue sustituida hace tiempo por una aceptación dura de la versión más brutalmente reduccionista de la «realidad». «En el hip hop», escribió SimonReynolds en su ensayo de 1996 para The Wire :
«Lo real» tiene dos significados. En primer lugar, hace referencia a la música auténtica que no se deja limitar por los intereses creados y se niega a cambiar o suavizar su mensaje para venderse a la industria musical. Pero «real» también es aquella música que refleja una «realidad» constituida por la inestabilidad económica del capitalismo tardío, el racismo institucionalizado, la creciente vigilancia y el acoso sobre la juventud de parte de la policía. «Lo real» es la muerte de lo social: es lo que ocurre con las corporaciones que, al aumentar sus márgenes de ganancia, en lugar de aumentar los sueldos o los beneficios sociales de sus empleados responden […] reduciendo su personal, sacándose de encima una parte importante de la fuerza de trabajo para crear un inestable ejército de empleados freelance y demedio tiempo, sin los beneficios de la seguridad social.


MARK FISHER.

perú post indie

Haz el ejercicio de pasear una tarde por la plaza del Cuzco, siéntate a la vera de su fuente y distinguirás entre cuzqueños, entre las decenas de argentinos hippies (muchos realmente insoportables), unos cuantos chilenos y de esa pléyade de "gringos" -que vienen dispuestos a ser estafados, bricheados, etc-, a unos curiosos especímenes: los limeños.
Contrariamente a lo que creemos los hijos de esta tierra, lo primero que nos delatará será nuestro "acento". Sí, querido limeño, tenemos acento, un acentazo como doliente, como que rogamos por algo y las mujeres, muchas, además un extraño alargamiento de la sílaba final. Pero lo que realmente suele llamarme la atención es la manera como nos vestimos para ir al Cuzco, porque, el Cuzco es una ciudad, no el campo. Tiene universidades, empresas, negocios, etc. Siin embargo, casi como esos gringos que para venir a Sudamérica vienen disfrazados de Indiana Jones o su variante millenial, nosotros nos vestimos como si fuésemos a escalar el Himalaya. Ya, es verdad que el frío cuzqueño puede ser más intenso que el de la Costa -aunque este invierno me esté haciendo dudarlo- pero echa un vistazo a todo tu outfit: la casaca Northfake, abajo otra chaquetilla de polar o algo así de una marca similar, las botas de montañista, tus medias ochenteras cual escarpines, todo...
Y es que esa es la forma como imaginamos la Sierra: rural, el campo, las montañas, aunque en el fondo no nos movamos de un par de discotecas cusqueñas. Es decir, bien podrías haber venido vestido como en Lima con algo más de abrigo y ya; pero no, ir al Cuzco, a la sierra en general es asistir a un pedazo de nuestra imaginación geográfica que poco tiene que ver con nuestros hábitos usuales del vestido, del comportamiento, etc. Jamás vi en Lima a nadie tomarse una foto con una "niña andina" como lo vi en Cuzco y no ha sido porque no haya niños dispuestos a recibir one dollar por una foto en Lima, pero es que en Cuzquito (cada vez que escucho eso de "Cuzquito" me suda la espalda) es más cute. Ahora, sólo para que calcules la violencia de este acto, ¿te imaginas que alguien del Cuzco -Ayacucho, Huancavelica, Cajamarca o hasta de Chimbote- viniese y te pidiera tomarse una foto con tu hijita, tu sobrino, o lo que sea en Larcomar para subirlo a Instagram o al Facebook? ¿Hardcore, no?


FRED ROHNER
Historia Secreta del Perú 2

as it is when it was

sonido es sonido

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pura miel

nogzales der wil

RETROMANÍA

"...Pero los 2000 fueron también la década del reciclado rampante: géneros del pasado revividos y renovados, material sonoro vintage reprocesado y recombinado. Con demasiada frecuencia podía detectarse en las nuevas bandas de jóvenes, bajo la piel tirante y las mejillas rosadas, la carne gris y floja de las viejas ideas... Pero donde lo retro verdaderamente reina como sensibilidad dominante y paradigma creativo es en la tierra de lo hipster, el equivalente pop de la alta cultura. Las mismas personas que uno esperaría que produzcan (en tanto artistas) o defiendan (en tanto consumidores) lo no convencional y lo innovador: ese es justamente el grupo más adicto al pasado. En términos demográficos, es exactamente la misma clase social de avanzada, pero en vez de ser pioneros e innovadores han cambiado de rol y ahora son curadores y archivistas. La vanguardia devino en retaguardia." SIMON REYNOLDS Retromanía

kpunk

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