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viernes, 20 de septiembre de 2019

Hablando del odio



por CÉSAR HILDEBRANDT
Extraído de "Hildebrandt en sus trece"

Dicen que el odio es tóxico.

Eso no es cierto.

El odio es muchas veces necesario.

No es que lo recibamos con alegría, que lo acojamos con placer, que lo sintamos con agradecimiento, no.

Pero odiar el crimen, por ejemplo, es imprescindible.

El odio nos distancia de la peste y gracias al odio bien mantenido conservamos muchas veces la integridad.

Odiar lo que representó Nicolás de Piérola, uno de los más grandes enemigos involuntarios del Perú, nos sitúa en la lucidez. Y, sin embargo, odiar al civilismo, contra el que se levantó Piérola, es también, por si­metría, un acto de justicia. Piérola deshizo el Perú. El civilismo no pudo hacer un país. Y el civilismo de hoy se retrata en la agenda hegemónica de la derecha.

¿Cómo no odiar lo que nos hicieron los ejércitos de la noche de Sendero Luminoso?

El odio es un antídoto que nos preserva de la locura.

La locura es aceptar que hubo peruanos que se unieron a los chilenos para derrotar a la confederación peruano-boliviana que instauró Santa Cruz en 1836. La locura es creer que el militarismo posindependencia, corrupto en esencia, fue inexorable. Si las masas hubiesen odiado la sumisión, todos aquellos que lucían entorchados no habrían podido saquear el erario nacional como lo hicieron. Locura es, contemporánea­mente, creer que “la república aristocrática” existió de verdad, que Leguía fue un gran presidente y que Alan García merece ser perdonado porque se disparó en la sien. La locura nos ronda y llama para sumergimos en esa confusión, en ese medio pelo que todo lo vuelve niebla, indefinición, cobardía intelectual, media voz, sonrisita limeña, andar de gallina clueca.

“Hay que comprender”, exigen los historiadores. Pues bien, porque comprendo es que odio gran parte de nuestra historia y pongo en mi infierno personal a quienes, creo, se lo merecen. ¿Hay que comprender a Mariano Ignacio Prado, el hombre que siendo presidente y comandante supremo de nuestros ejércitos huyó del país después de que Grau fuese muerto y el sur fuese invadido a partir de Pisagua? Comprendo su cobardía, comprendo sus intereses crematísticos, sus inversiones en Chile, su amistad con la élite de Santiago, pero eso no me produce empatía alguna. Odiar a ese Prado fun­dador es un mecanismo de defensa si uno quiere seguir siendo peruano. Porque si uno aceptara que Prado nos representa como nación, ¿por qué entonces admira­mos a la gente de coraje que en esa misma guerra nos demostró que la derrota sería pasajera?

Allisan de Chazet dice en un libro que cuando guillotinaron a Robespierre una señora, que había visto morir a dos de sus hijos durante el Terror, demandó, en el momento en que la cabeza rodaba al cesto, que lo hicieran otra vez. Ese es, se diría, un odio enfermizo y un peso en el alma, ¿pero quién se atrevería a juzgar con severidad tamaña hipérbole de pasión revanchista?

Odiar a Hitler no cuesta nada, pero odiar a quienes hoy lo admiran, eso sí que es un dilema. ¿Debemos odiar a alguien por sus ideas? ¿Dije ideas? ¿Qué ideas se aprecian en “Mi lucha”? Ninguna, excepto la de la “grandeza de Alemania”, el papel supuestamente nefasto de los judíos y la injusticia del Tratado de Versalles. Y ese puñado de hipos nacionalistas y estrabismo ario nos llevó a la segunda guerra mundial y a la muerte de sesenta millones de personas. Los neonazis actuales citan a Hitler para sentirse marciales y ocultar sus racismos surtidos y su primitivismo mental. ¿No es un deber odiarlos?

Odiar a Pol Pot, aunque esté mil veces muerto, nos dignifica. Y odiar a Stalin, que mató simbólicamente a Marx y su sueño altruista, es un deber cívico. Del mismo modo que odiar los abusos del capitalismo, la dictadura del dinero, la podredumbre de las corporaciones, preserva el lado más soleado de nuestra conciencia.

¿Debemos comprender a Trump? ¿Qué hay que comprender en un hombre que podría, si el regreso al pasado fuera posible, caminar en taparrabos, de cueva en cueva, robando mujeres y trozos de mamut, sin siquiera mirar los animales que algunos profetas del arte pintaban sobre la roca? No hay nada que comprender. Trump es lo que la codicia da a luz cuando es preñada por la deshonestidad. Es la brutalización de una política imperial que no admite la rivalidad ni re­conoce las señas de su decadencia. Le profeso un odio acrisolado y sin remordimiento.

Odiar la incultura no nos hace cultos ni exquisitos ni privilegiados, pero qué agradable y risueño resulta. Escuchar al locutor de radio que patina en la barbarie, ver a la periodista que en la tele terquea en su estupidez, leer la protoprosa de algunos columnistas del diarismo nacional, resulta siempre estimulante. Y uno termina odiando a quienes concibieron un sistema que le permitió a Telesup, por ejemplo, reinar como universidad lucrativa durante mucho tiempo.

No necesitamos ser güelfos o gibelinos para odiar al Congreso actual, pero algún instinto de justicia nos dice que el problema no es aquel recinto donde alguna vez estuvo gente de mucho valor. El problema es que quienes han capturado el Congreso son el fujimorismo y la agonía (nada unamuniana) del Apra.

¿Odiar al fujimorismo supone un riesgo psiquiátrico? Eso es lo que quieren decimos algunos interesados. ¿Cómo odiar a quienes son mayoría en la sede de las leyes? -preguntan. El fascismo de Mussolini también era mayoría, así como la partidocracia que representaba al militarismo agresor en el Japón que invadió Manchuria. El problema es que con menos del 30% de los votos populares el fujimorismo, gracias al deforme sistema electoral peruano, se hizo con más del 60% de los asientos congresales.

Y el problema mayor es que el fujimorismo sigue siendo la mafia que evisceró las instituciones del país corrompiéndolo todo. Nunca, en toda nuestra historia, la vocación por el delito conoció de una metástasis como la que concibió el fujimorismo. Los chicos y chicas del milenio tienen que saber que en el esplendor del fujimorismo el Perú carecía de un poder judicial independiente, de una fiscalía que persiguiera a los malos, de una Contraloría que denunciase lo que era digno de escándalo, de un sistema electoral neutral y limpio, de un Tribunal Constitucional garantista, de unas fuerzas armadas ajenas al latrocinio. Fujimori fue el resumen de nuestras taras más intensas, el intérprete de lo peor que tenemos dentro. Con Fujimori fuimos una peste en América Latina. Y la prensa que lo adulaba era la que él mandaba hacer en el SIN, o la que aceitaba por lo bajo, o la que intimidaba desde el Ministerio Público. Eso es lo que las Bartra y las Beteta, pasando por los Mamani y los Tubino, quisieran restaurar.

¿Cómo no odiar una perspectiva de esta ralea? ¿Qué debemos comprender de quienes se sienten herederos del delirio autocrático y delictivo del señor Fujimori? que quieren enlodarnos, que quieren someternos, que quieren hundirnos en la miseria moral. Odiar ese ofrecimiento inmundo es para mí una urgencia, una vacuna, un aprendizaje -estoy robándole un título a Hinostroza- de la limpieza.

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barbarismos

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El Comité empezó a ser acosado por la policía. Hipólito Salazar, que había fundado la Federación Indígena Obrera Regional Peruana, fue deportado. Urviola enfermó de tuberculosis y falleció el 27 de enero de 1925. Cuando enterraron a Urviola varios dirigentes de la Pro-Derecho Indígena Tahuantinsuyo no pudieron asistir a su velatorio en el local de la Federación de Choferes, en la calle Sandia. El sepelio fue multitudinario. Los ejércitos particulares de los hacendados se dedicaron a quemar las escuelas que el Comité había abierto en diversos puntos del interior del Perú y persiguieron también a sus alumnos y profesores. Antes de la sublevación de Huancané de 1923, fusilaron a tres campesinos de Wilakunka solo porque asistían a una de estas escuelas. El año siguiente, durante una inspección que realizó a las comunidades de Huancané, el Obispo de Puno, Monseñor Cossío, constató la acción vandálica de los terratenientes que habían incendiado más de sesenta locales escolares. No contentos con quemar las escuelas que organizaba el Comité y asesinar a sus profesores o alumnos, los gamonales presionaron a las autoridades locales para que apresen a los delegados indígenas y repriman a los campesinos que los apoyaban. Entre 1921 y 1922, diversos prefectos y subprefectos perpetraron crímenes y atropellos. Hubo casos donde fueron los mismos gamonales los que se encargaron de asesinar a los delegados de la Pro-Derecho Indígena Tahuantinsuyo. Domingo Huarca, delegado de los comuneros de Tocroyoc, departamento del Cusco, quien había estado en Lima tramitando memoriales, fue brutalmente asesinado. Los gamonales primero lo maltrataron, después le sacaron los ojos y finalmente lo colgaron de la torre de una iglesia. Vicente Tinta Ccoa, del subcomité de Macusani, en Puno, que fue asesinado por los gamonales del lugar. En agosto de 1927, la Pro-Derecho Indígena Tahuantinsuyo dejó de funcionar luego que, mediante una resolución suprema, el gobierno de Leguía prohibió su funcionamiento en todo el país. Gran parte de la promoción de líderes indígenas que se forjó con la Pro-Derecho Indígena Tahuantinsuyo engrosó los nuevos movimientos sociales que iban a desembocar en la formación del Partido Comunista y el Partido Aprista. Fueron los casos de Ezequiel Urviola, Hipólito Salazar y Eduardo Quispe y Quispe, que fueron atraídos por la prédica socialista de José Carlos Mariátegui; o de Juan Hipólito Pévez y Demetrio Sandoval, que se acercaron a Víctor Raúl Haya de la Torre y el Partido Aprista. En 1931, después del derrocamiento de Leguía y la muerte de Mariátegui, el Partido Socialista, convertido en Partido Comunista, lanzó la candidatura del indígena Eduardo Quispe y Quispe a la Presidencia de la República. HÉCTOR BÉJAR.

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realismo capitalista peruano, ¡ja, ja!

rojo 2

es más fácil imaginarse el fin del mundo que el fin del capitalismo

En tercer lugar, un dato: una generación entera nació después de la caída del Muro de Berlín. En las décadas de 1960 y 1970, el capitalismo enfrentaba el problema de cómo contener y absorber las energías externas. El problema que posee ahora es exactamente el opuesto: habiendo incorporado cualquier cosa externa de manera en extremo exitosa, ¿puede todavía funcionar sin algo ajeno que colonizar y de lo que apropiarse? Para la mayor parte de quienes tienen menos de veinte años en Europa o los Estados Unidos, la inexistencia de alternativas al capitalismo ya ni siquiera es un problema. El capitalismo ocupa sin fisuras el horizonte de lo pensable. Jameson acostumbraba a detallar con horror la forma en que el capitalismo penetraba en cada poro del inconsciente; en la actualidad, el hecho de que el capitalismo haya colonizado la vida onírica de la población se da por sentado con tanta fuerza que ni merece comentario. Sería peligroso y poco conducente, sin embargo, imaginar el pasado inmediato como un estado edénico rico en potencial político, y por lo mismo resulta necesario recordar el rol que desempeñó la mercantilización en la producción de cultura a lo largo del siglo XX. El viejo duelo entre el détournement y la recuperación, entre la subversión y la captura, parece haberse agotado. Ahora estamos frente a otro proceso que ya no tiene que ver con la incorporación de materiales que previamente parecían tener potencial subversivo, sino con su precorporación, a través del modelado preventivo de los deseos, las aspiraciones y las esperanzas por parte de la cultura capitalista. Solo hay que observar el establecimiento de zonas culturales «alternativas» o «independientes» que repiten interminablemente los más viejos gestos de rebelión y confrontación con el entusiasmo de una primera vez. «Alternativo», «independiente» yotros conceptos similares no designan nada externo a la cultura mainstream; más bien, se trata de estilos, y de hecho de estilos dominantes, al interior del mainstream.
Nadie encarnó y lidió con este punto muerto como Kurt Cobain y Nirvana. En su lasitud espantosa y su furia sin objeto, Cobain parecía dar voz a la depresión colectiva de la generación que había llegado después del fin de la historia, cuyos movimientos ya estaban todos anticipados, rastreados, vendidos y comprados de antemano. Cobain sabía que él no era nada más que una pieza adicional en el espectáculo, que nada le va mejor a MTV que una protesta contra MTV, que su impulso era un cliché previamente guionado y que darse cuenta de todo esto incluso era un cliché. El impasse que lo dejó paralizado es precisamente el que había descripto Jameson: como ocurre con la cultura posmoderna en general, Cobain se encontró con que «los productores de la cultura solo pueden dirigirse ya al pasado: la imitación de estilos muertos, el discurso a través de las máscaras y las voces almacenadas en el museo imaginario de una cultura que es hoy global». En estas condiciones incluso el éxito es una forma del fracaso desde el momento en que tener éxito solo significa convertirse en la nueva presa que el sistema quiere devorar. Pero la angustia fuertemente existencial de Nirvana y Cobain, sin embargo, corresponde a un momento anterior al nuestro y lo que vino después de ellos no fue otra cosa que un rock pastiche que, ya libre de esa angustia, reproduce las formas del pasado sin ansia alguna.
La muerte de Cobain confirmó la derrota y la incorporación final de las ambiciones utópicas y prometeicas del rock en la cultura capitalista. Cuando murió, el rock ya estaba comenzando a ser eclipsado por el hiphop, cuyo éxito global presupone la lógica de la precorporación a la que me he referido antes. En buena parte del hip hop, cualquier esperanza «ingenua» en que la cultura joven pueda cambiar algo fue sustituida hace tiempo por una aceptación dura de la versión más brutalmente reduccionista de la «realidad». «En el hip hop», escribió SimonReynolds en su ensayo de 1996 para The Wire :
«Lo real» tiene dos significados. En primer lugar, hace referencia a la música auténtica que no se deja limitar por los intereses creados y se niega a cambiar o suavizar su mensaje para venderse a la industria musical. Pero «real» también es aquella música que refleja una «realidad» constituida por la inestabilidad económica del capitalismo tardío, el racismo institucionalizado, la creciente vigilancia y el acoso sobre la juventud de parte de la policía. «Lo real» es la muerte de lo social: es lo que ocurre con las corporaciones que, al aumentar sus márgenes de ganancia, en lugar de aumentar los sueldos o los beneficios sociales de sus empleados responden […] reduciendo su personal, sacándose de encima una parte importante de la fuerza de trabajo para crear un inestable ejército de empleados freelance y demedio tiempo, sin los beneficios de la seguridad social.


MARK FISHER.

perú post indie

Haz el ejercicio de pasear una tarde por la plaza del Cuzco, siéntate a la vera de su fuente y distinguirás entre cuzqueños, entre las decenas de argentinos hippies (muchos realmente insoportables), unos cuantos chilenos y de esa pléyade de "gringos" -que vienen dispuestos a ser estafados, bricheados, etc-, a unos curiosos especímenes: los limeños.
Contrariamente a lo que creemos los hijos de esta tierra, lo primero que nos delatará será nuestro "acento". Sí, querido limeño, tenemos acento, un acentazo como doliente, como que rogamos por algo y las mujeres, muchas, además un extraño alargamiento de la sílaba final. Pero lo que realmente suele llamarme la atención es la manera como nos vestimos para ir al Cuzco, porque, el Cuzco es una ciudad, no el campo. Tiene universidades, empresas, negocios, etc. Siin embargo, casi como esos gringos que para venir a Sudamérica vienen disfrazados de Indiana Jones o su variante millenial, nosotros nos vestimos como si fuésemos a escalar el Himalaya. Ya, es verdad que el frío cuzqueño puede ser más intenso que el de la Costa -aunque este invierno me esté haciendo dudarlo- pero echa un vistazo a todo tu outfit: la casaca Northfake, abajo otra chaquetilla de polar o algo así de una marca similar, las botas de montañista, tus medias ochenteras cual escarpines, todo...
Y es que esa es la forma como imaginamos la Sierra: rural, el campo, las montañas, aunque en el fondo no nos movamos de un par de discotecas cusqueñas. Es decir, bien podrías haber venido vestido como en Lima con algo más de abrigo y ya; pero no, ir al Cuzco, a la sierra en general es asistir a un pedazo de nuestra imaginación geográfica que poco tiene que ver con nuestros hábitos usuales del vestido, del comportamiento, etc. Jamás vi en Lima a nadie tomarse una foto con una "niña andina" como lo vi en Cuzco y no ha sido porque no haya niños dispuestos a recibir one dollar por una foto en Lima, pero es que en Cuzquito (cada vez que escucho eso de "Cuzquito" me suda la espalda) es más cute. Ahora, sólo para que calcules la violencia de este acto, ¿te imaginas que alguien del Cuzco -Ayacucho, Huancavelica, Cajamarca o hasta de Chimbote- viniese y te pidiera tomarse una foto con tu hijita, tu sobrino, o lo que sea en Larcomar para subirlo a Instagram o al Facebook? ¿Hardcore, no?


FRED ROHNER
Historia Secreta del Perú 2

as it is when it was

sonido es sonido

sonido es sonido

pura miel

nogzales der wil

RETROMANÍA

"...Pero los 2000 fueron también la década del reciclado rampante: géneros del pasado revividos y renovados, material sonoro vintage reprocesado y recombinado. Con demasiada frecuencia podía detectarse en las nuevas bandas de jóvenes, bajo la piel tirante y las mejillas rosadas, la carne gris y floja de las viejas ideas... Pero donde lo retro verdaderamente reina como sensibilidad dominante y paradigma creativo es en la tierra de lo hipster, el equivalente pop de la alta cultura. Las mismas personas que uno esperaría que produzcan (en tanto artistas) o defiendan (en tanto consumidores) lo no convencional y lo innovador: ese es justamente el grupo más adicto al pasado. En términos demográficos, es exactamente la misma clase social de avanzada, pero en vez de ser pioneros e innovadores han cambiado de rol y ahora son curadores y archivistas. La vanguardia devino en retaguardia." SIMON REYNOLDS Retromanía

kpunk

las cosas como son

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las cosas como son II

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