Por César Hildebrandt
- extraído de "Hildebrandt en sus trece"
En una revista semanal checa acaba de publicarse una investigación que estremecerá a los devotos de Milan Kundera, el autor de “La insoportable levedad del ser”.
El trabajo, firmado por el periodista Adam Hradilek, se inscribe en una amplia indagación sobre la cultura y las conductas en los regímenes totalitarios.
Y en una de esas excursiones por los archivos de la policía secreta checa es que se ha hallado un documento que prueba que Milan Kundera fue alguna vez un soplón del Ministerio del Interior checoslovaco, ese que describió tan bien Arthur London en “La Confesión”, ese que retrató de modo tan excepcional Constantin Costa Gravas en la película que se basó en el libro de London y se llamó de la misma manera.
El informe del Mininter checo lleva el número 624, es del año 1950 –cuando Kundera tenía 21 años- y dice textualmente lo siguiente:
“Hoy, hacia las 16 horas, un estudiante, Milan Kundera, nacido el 1 de abril de 1929 en Brno, residente en Praga VII, Ciudad Universitaria, calle del Rey George VI, se ha presentado en este departamento para informar de que una estudiante, Iva Militka, residente en la misma Ciudad Universitaria, había indicado al estudiante Dlask, de la misma Ciudad Universitaria, que esa noche debía encontrarse con un tal Miroslav Dvorácek. Este último ha desertado aparentemente del servicio militar y ha viajado durante la primavera del año pasado a Alemania...”
De pocas palabras están hechas las lápidas. Ésta de Kundera tiene la precisión lacónica del parte policial, la frialdad de una bayoneta hincando la nieve.
En efecto, Miroslav Dvorácek fue arrestado en el lugar de la cita, condenado a 22 años de cárcel y enviado a pudrirse a una mina de uranio. Había desertado de la escuela de aviación y se dedicaba, cuando fue delatado por Kundera, al activismo contraestalinista tras la llegada al poder del títere soviético Klement Gottwald.
Luego de 14 años de gulag, Dvorácek fue liberado y partió al exilio. Durante todos estos años de residencia en Suecia creyó que quien lo había delatado era su amiga de la infancia Iva Militka, que estudiaba en la Escuela de Cine de Praga y a quien le había dado, de puro confiado, algunos detalles de sus actividades clandestinas.
Precisamente ha sido la ya anciana Iva Militka la promotora de esta revelación que ha empezado a carcomer a Kundera. Fue ella la que le pidió al periodista Hradilek que investigara en los archivos cómo es que ocurrió todo. Y vaya que Hradilek hizo su tarea.
Kundera ha pretendido negarlo todo, aunque no ha puesto en ello demasiada energía. Quizá intuye que la batalla está perdida y que lo mejor sería pedirle perdón a sus lectores, a Dvorácek y a sí mismo.
Al fin de cuentas, la delación fue un arte sombrío y frecuentísimo en la Unión Soviética y en sus patios traseros. Y muchos cayeron en tan santo oficio para congraciarse, sencillamente, con el terror imperante, para escalar, para obtener una beca, para vengarse, para ejecutar una envidia y hasta por el gusto maligno de sentirse un dios de caqui y faltriquera y decidir el destino de otro.
Dos años antes del trágico soplo, Kundera había sido expulsado, en extrañas circunstancias, de la Juventud Comunista. Ahora muchos se preguntarán si aquella sanción no fue una maniobra para sembrar al joven aspirante a escritor en las filas de la resistencia.
“La insoportable levedad del ser” es un libro símbolo que mi generación leyó con respeto y admiración. A mí nunca me terminó de gustar porque pienso que está salpicado de consejería ensayística y “frases-para-la-posteridad”, pero jamás pensé que en el pasado de ese escritor talentoso y libertario podía agazaparse un chivato sin escrúpulos.
Lo cierto es que el estalinismo reclutaba los miedos más aviesos y las debilidades más espantosas. Como lo recuerda Vitali Shentalinski en un libro ya citado en esta columna (“Órdenes son órdenes”, 18/9/2008), en 1937, en pleno terror estalinista, el poeta ruso Konstantín Sédij le escribió al delegado de la Unión de Escritores Soviéticos en la región de Irtkus, camarada Iván Molchánov, las siguientes y deliciosas líneas:
“El 30 de noviembre por la tarde, I. Trujin, a quien usted conoce de sobra, vino a verme acompañado de un desconocido...Me extrañó mucho que Trujin viniera a verme...Por ello lo recibí con mucha frialdad...En la conversación que mantuvimos a continuación, Trujin, sin venir a cuento, lanzó un repugnante ataque contrarrevolucionario contra el camarada Stalin. Éstas fueron sus palabras:
-Me importa un bledo todo. Y si por mí fuera, Stalin podría irse al infierno.
Le interrumpí inmediatamente y le dije que informaría al representante de la Unión de Escritores Soviéticos sobre su comportamiento. Seguidamente los eché, a él y a su amigo, de mi casa...”
Nadie lee hoy a Konstantin Sédij. Excepto en los partes mohosos de la KGB.
- extraído de "Hildebrandt en sus trece"
En una revista semanal checa acaba de publicarse una investigación que estremecerá a los devotos de Milan Kundera, el autor de “La insoportable levedad del ser”.
El trabajo, firmado por el periodista Adam Hradilek, se inscribe en una amplia indagación sobre la cultura y las conductas en los regímenes totalitarios.
Y en una de esas excursiones por los archivos de la policía secreta checa es que se ha hallado un documento que prueba que Milan Kundera fue alguna vez un soplón del Ministerio del Interior checoslovaco, ese que describió tan bien Arthur London en “La Confesión”, ese que retrató de modo tan excepcional Constantin Costa Gravas en la película que se basó en el libro de London y se llamó de la misma manera.
El informe del Mininter checo lleva el número 624, es del año 1950 –cuando Kundera tenía 21 años- y dice textualmente lo siguiente:
“Hoy, hacia las 16 horas, un estudiante, Milan Kundera, nacido el 1 de abril de 1929 en Brno, residente en Praga VII, Ciudad Universitaria, calle del Rey George VI, se ha presentado en este departamento para informar de que una estudiante, Iva Militka, residente en la misma Ciudad Universitaria, había indicado al estudiante Dlask, de la misma Ciudad Universitaria, que esa noche debía encontrarse con un tal Miroslav Dvorácek. Este último ha desertado aparentemente del servicio militar y ha viajado durante la primavera del año pasado a Alemania...”
De pocas palabras están hechas las lápidas. Ésta de Kundera tiene la precisión lacónica del parte policial, la frialdad de una bayoneta hincando la nieve.
En efecto, Miroslav Dvorácek fue arrestado en el lugar de la cita, condenado a 22 años de cárcel y enviado a pudrirse a una mina de uranio. Había desertado de la escuela de aviación y se dedicaba, cuando fue delatado por Kundera, al activismo contraestalinista tras la llegada al poder del títere soviético Klement Gottwald.
Luego de 14 años de gulag, Dvorácek fue liberado y partió al exilio. Durante todos estos años de residencia en Suecia creyó que quien lo había delatado era su amiga de la infancia Iva Militka, que estudiaba en la Escuela de Cine de Praga y a quien le había dado, de puro confiado, algunos detalles de sus actividades clandestinas.
Precisamente ha sido la ya anciana Iva Militka la promotora de esta revelación que ha empezado a carcomer a Kundera. Fue ella la que le pidió al periodista Hradilek que investigara en los archivos cómo es que ocurrió todo. Y vaya que Hradilek hizo su tarea.
Kundera ha pretendido negarlo todo, aunque no ha puesto en ello demasiada energía. Quizá intuye que la batalla está perdida y que lo mejor sería pedirle perdón a sus lectores, a Dvorácek y a sí mismo.
Al fin de cuentas, la delación fue un arte sombrío y frecuentísimo en la Unión Soviética y en sus patios traseros. Y muchos cayeron en tan santo oficio para congraciarse, sencillamente, con el terror imperante, para escalar, para obtener una beca, para vengarse, para ejecutar una envidia y hasta por el gusto maligno de sentirse un dios de caqui y faltriquera y decidir el destino de otro.
Dos años antes del trágico soplo, Kundera había sido expulsado, en extrañas circunstancias, de la Juventud Comunista. Ahora muchos se preguntarán si aquella sanción no fue una maniobra para sembrar al joven aspirante a escritor en las filas de la resistencia.
“La insoportable levedad del ser” es un libro símbolo que mi generación leyó con respeto y admiración. A mí nunca me terminó de gustar porque pienso que está salpicado de consejería ensayística y “frases-para-la-posteridad”, pero jamás pensé que en el pasado de ese escritor talentoso y libertario podía agazaparse un chivato sin escrúpulos.
Lo cierto es que el estalinismo reclutaba los miedos más aviesos y las debilidades más espantosas. Como lo recuerda Vitali Shentalinski en un libro ya citado en esta columna (“Órdenes son órdenes”, 18/9/2008), en 1937, en pleno terror estalinista, el poeta ruso Konstantín Sédij le escribió al delegado de la Unión de Escritores Soviéticos en la región de Irtkus, camarada Iván Molchánov, las siguientes y deliciosas líneas:
“El 30 de noviembre por la tarde, I. Trujin, a quien usted conoce de sobra, vino a verme acompañado de un desconocido...Me extrañó mucho que Trujin viniera a verme...Por ello lo recibí con mucha frialdad...En la conversación que mantuvimos a continuación, Trujin, sin venir a cuento, lanzó un repugnante ataque contrarrevolucionario contra el camarada Stalin. Éstas fueron sus palabras:
-Me importa un bledo todo. Y si por mí fuera, Stalin podría irse al infierno.
Le interrumpí inmediatamente y le dije que informaría al representante de la Unión de Escritores Soviéticos sobre su comportamiento. Seguidamente los eché, a él y a su amigo, de mi casa...”
Nadie lee hoy a Konstantin Sédij. Excepto en los partes mohosos de la KGB.
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