Por DANIEL ESPINOSA
Extraído de "Hildebrandt en sus trece"
La propaganda es un oficio misterioso, críptico. No tiene padre porque nadie la ha querido reconocer, aunque sí tiene múltiples putativos. A Edward Bernays le tocó la paternidad de una de sus versiones respetables, las Relaciones Públicas. El intelectual austriaco era sobrino de Sigmund Freud y gracias a él entendió –adelantándose a su tiempo–, que pulsiones inconscientes e irracionales dominan buena parte de la conducta y las actitudes humanas. El raciocinio vendría a ser una posibilidad.
De esa irracionalidad se desprende una regla elemental de la propaganda: esta no busca modificar opiniones –las personas actuamos pasando por alto nuestra propia razón, por mucho que nos disguste la idea–, sino suscitar acciones concretas.
En un momento importante de la lucha feminista por la igualdad de derechos, por citar una campaña propagandística prototípica, Bernays logró asociar la libertad femenina con fumar cigarrillos –costumbre reservada hasta entonces al género masculino–, y rompió con un estigma social que limitaba el mercado potencial de su cliente tabacalero a solo una mitad del público adulto. La operación consistió en reunir a mujeres en plazas y eventos sociales y fotografiarlas fumando, para luego publicar esas fotos en los medios locales. Actrices famosas harían lo mismo en filmes, transformando el disgusto en admiración y una costumbre reprochable en signo de sofisticación.
Bernays aplicó los principios del psicoanálisis a las necesidades políticas de los hombres poderosos de entonces. “…los tiempos han cambiado”, escribió hacia 1928, “El motor a vapor, la prensa múltiple y la escuela pública, ese trío de la revolución industrial, ha tomado el poder de los reyes y se lo ha dado a la gente (…) el sufragio y la escolaridad universales reforzaron la tendencia, y finalmente, incluso la burguesía contempló con temor a la gente común. La masa había prometido convertirse en rey. Hoy, sin embargo, una reacción ha tomado forma…”.
Esa reacción era la propaganda. Con ella, las élites podrían “moldear la mente de las masas”, dirigiendo su “recién ganada fuerza” –aquella proveniente del reconocimiento de su lugar central en la sociedad democrática y su derecho a dirigir su propio destino–, “en la dirección deseada”. La opinión pública debía ser administrada. Sin esa “reacción” elitista, como notó el psicólogo australiano Alex Carey, el poder de los dueños tradicionales de la humanidad se encontraría en riesgo ante el empoderamiento del hombre común. Carey señalaba que el siglo XX se caracterizó por “el crecimiento de la democracia, el crecimiento del poder corporativo y el crecimiento de la propaganda como medio para proteger al poder corporativo de la democracia”.
Edward Bernays participó de la campaña propagandística para convencer al pueblo estadounidense –que según varias versiones históricas era eminentemente pacifista–, de entrar en la Primera Guerra Mundial, encargada por el gobierno de Woodrow Wilson. Bernays, que siempre defendería el empleo “democrático” de la manipulación por parte de una élite, describió así la hazaña: “Todo instrumento de persuasión y sugestión conocidos fueron empleados para vender nuestros objetivos de guerra al pueblo americano”, explicó hacia mediados del siglo XX, “reportes sobre alemanes representados como bestias y hunos fueron generalmente aceptados y las más fantásticas historias de atrocidades fueron creídas”.
Las huestes del dictador libio Muamar Gadafi eran “proveídas de Viagra” para llevar a cabo “violaciones masivas” de mujeres. Esa “fantástica historia de atrocidades” fue relatada por la embajadora estadounidense Susan Rice en 2011 y repetida por varios medios masivos (como parte de una larga retahíla de “fake news” difundida sin la ayuda de Rusia ni de las “peligrosas” redes sociales), en la víspera de la invasión de Libia, ese año. La índole sexual de la historia tiene la finalidad bastante patente de impresionar y suscitar una reacción visceral. Entre las técnicas se incluye también la ya tradicional explotación de la imagen infantil, que tan fácilmente produce un efecto emocional, inoculando selectivamente indignación y antagonismo en la opinión pública para que una eventual agresión resulte tolerable. Peor aún: para que sea rabiosamente exigida. La foto de la víctima propia o del aliado no tiene cabida en ninguna parte.
Los métodos de manipulación, lejos de ser develados y denunciados a través del tiempo, se pasan por alto, tanto así que los medios masivos caen una y otra vez en ellos. Las investigaciones del Parlamento Británico, con respecto a Libia en 2011, concluyeron en que los gobiernos de Francia e Inglaterra actuaron en base a “inteligencia poco precisa”, “convirtiendo una intervención de rescate de víctimas en una operación de cambio de régimen”, luego de “identificar erróneamente una amenaza que había sido exagerada y que incluía elementos islamistas”. Todo muy familiar al siglo XXI, que desgraciadamente ha visto varias agresiones llevarse a cabo bajo el mismo modus operandi sin que la prensa ate cabos.
Hacia el fomento deliberado de la estupidez
Un crítico de Bernays y sus artes oscuras era Everett D. Martin, escritor y psicólogo contemporáneo de aquel, quien consideraba que, en ausencia de un sistema educativo adecuado, una revolución en la tecnología de la información hacía posible influenciar a hombres y mujeres ignorantes con medias verdades. Lo señaló en la década del 20 del siglo pasado y hoy nos encontramos ante una nueva revolución en la forma de internet, las redes sociales, los teléfonos móviles y los cientos de aplicativos que segundo a segundo recopilan información sobre nosotros para crear bases de datos más completas y técnicas de mercadeo más efectivas. Un “ojo de Mordor” digital, obsesionado con delimitar hábitos y audiencias.
Everett Martin estaba preocupado por los métodos y “efectos últimos de la propaganda”. Uno de los efectos de los métodos propagandistas, explicaba, consistía en “incrementar enormemente la susceptibilidad del público a eslóganes, palabras de moda y medias verdades planteadas de manera vulgar”. ¿Y de qué depende esta “susceptibilidad”? Naturalmente, de un intelecto poco desarrollado, bajo un ataque constante dirigido a sus impulsos instintivos.
Para Bernays, la propaganda era el recurso que usaba la “minoría inteligente” para dirigir a la masa, produciendo reacciones haciendo uso de “clichés” y “hábitos emocionales”. Bernays reconocía que fue el “enorme éxito de la propaganda durante la guerra”, lo que abrió los ojos de la “minoría inteligente, en todos los departamentos de la vida, a la posibilidad de regimentar la mente del público”. Al respecto, Martin observó: “¡Precisamente! El propagandista ha aprendido a aplicar una psicología de guerra a la consecución de cualquier tipo de fin (…) la inteligencia de la comunidad es exhortada así a abandonar su rol histórico de mantener vivos los valores de la civilización, y convirtiéndose en demagogo y sicofante, invitar a la ignorancia a cambio de vulgares favores –lo que significa que el prejuicio y las bien conocidas debilidades de la naturaleza humana han de ser explotadas y alentadas”. El éxito de la propaganda depende de qué tan idiota sea su público objetivo, de qué tan susceptible sea al prejuicio racista, a la misoginia, al eslogan vacío, a los lugares comunes, etc. Lo que significa, al mismo tiempo, que no hay propaganda “buena” ni mucho menos “democrática”. La psique humana ha de reducirse a un proceso pavloviano...
No hay comentarios.:
Publicar un comentario