por DANIEL ESPINOSA
Extraído de "Hildebrandt en sus trece"
Muchos periodistas parecen considerar que una sociedad profundamente desigual y extensamente corrupta puede coexistir con un buen periodismo. Para ellos, la concentración del poder y la riqueza en pocas manos –cada vez menos–, así como otras formas legalizadas de injusticia, tiene poco o nada que ver con que las corporaciones mediáticas para las que trabajan, las que nos informan, sean un ejemplo de este ordenamiento vertical donde una pequeña cúpula de propietarios acumula y se enriquece a manos llenas mientras sus empleados le explican al público por qué ya no hay plata para la investigación.
Lo cierto es que la investigación periodística es y siempre ha sido peligrosa para sus intereses, pues detrás del operador político, donde generalmente se detienen las pesquisas, se encuentra don Dinero.
El debate y la réplica hace mucho zarparon de nuestros medios masivos para no volver. La concentración mediática y sus acomodados, sin embargo, nos venden la mitología del “gran periodismo” que “le dice su verdad al poder”, traduciendo el famoso –pero vacío–, “speak truth to power”, tan repetido por los medios que determinan la agenda periodística mundial. Aquella que determina el contenido de las escasísimas páginas internacionales de la prensa corporativa nacional.
En Estados Unidos y el mundo, quien lee el New York Times se burla de la ingenuidad del televidente de Fox News, sin entender que son los dos extremos de un solo espectro permitido de opiniones e información. En el Perú, por su parte, el espectro se encuentra particularmente empobrecido. Por la derecha y siempre tirando más y más hacia su lado, tenemos a El Comercio y a sus versiones vulgares, parte de la misma concentración de medios. A su izquierda –pero no de izquierda–, tenemos a La República, cuyo dueño es socio de los dueños de aquel en la propiedad de América Televisión. ¿Cómo va esa demanda contra El Comercio por concentración de medios, señor Mohme?
Los mencionados medios corporativos tienen por negocio captar audiencias y vendérselas a otras corporaciones para que ellas pueden publicitar sus productos, como venimos insistiendo en esta columna sin adjudicarnos de ninguna manera la autoría de esas inteligentes observaciones o la interpretación de sus implicaciones. Estas tienen décadas de antigüedad, nadie las conoce ni se enseñan en las universidades, lo que debería explicar algunas cosas.
La ausencia de pluralidad –con su consecuencia: que no existan el debate ni la réplica–, permite que se digan y escriban las estupideces más peregrinas y las mentiras más peligrosas sin que se levante una sola ceja. Esta ausencia es también la que permite que los periodistas corporativos construyan juntos, a través del constante espaldarazo, este mito del “gran periodismo”.
No existe tal cosa, hoy por hoy, como un “gran periodismo”. Si existiera viviríamos en otro mundo. Uno donde humildes trabajadores adolescentes no morirían calcinados en algún container cerrado con candado, como morían las costureras de los Estados Unidos del siglo XIX. Tampoco se estaría asesinando de manera sistemática a cientos de activistas por toda Latinoamérica. Gente pobre a la que el periodismo corporativo jamás ha dado voz. Su subordinación no se lo permite. Ningún “gran periodismo” nos inculcaría la idea de que las protestas civiles, que en su momento liberaron a millones de seres humanos de esas trampas mortales de la explotación, son “rojas”, mucho menos “terrucas”. Esa es la filosofía de sus amos.
Hablaríamos sin parar, en su lugar, con multitud de voces y tonos, sobre la irreversible contaminación ambiental, sobre el desastre que nuestros descendientes tendrán que sobrevivir; sobre la posibilidad siempre abierta de una guerra nuclear y los sociópatas de los que dependemos; sobre la constante agresión militar sobre países miserables con sus millones de muertos, solo en el siglo XXI; sobre los imperios que han pisoteado al ser humano, ayer y hoy, y sobre la ya mencionada desigualdad económica con su deshumanización, etc.
Pero el periodismo corporativo no parece considerar que existe una relación directa entre una sociedad democrática sana, lo que no tenemos, y un buen periodismo. En otras palabras, si su periodismo es bueno –o siquiera decente–, ¿por qué nuestro mundo se encuentra en esta patética situación? ¿O acaso son ciegos?
La prosperidad individual, los viajes, las becas y los premios al por mayor por “fiscalizar al poder” –pero siempre a algún poder secundario, algún fragmento menor–, junto con el bienestar de sus respectivas tribus, parece cegarlos con respecto al dolor ajeno. ¿O será que lo consideran una suerte de fenómeno natural, ajeno a las voluntades del poder? Algo así como la lluvia. Nuestras tragedias son todas accidentales, mala suerte. Eso parece sugerir su ignorancia supina.
Podrían culparnos de esperar demasiado del oficio. ¡Adelante!
La magia de los caviares
El abogado laborista norteamericano Frank Walsh se refirió al rol de la fundación filantrópica Rockefeller, en las primeras décadas del siglo pasado, en estos términos:
“El Sr. Rockefeller no encontró un mejor seguro para sus cientos de millones que invertirlos en el subsidio de todas las agencias abocadas al cambio social y al progreso”.
La mencionada fundación, en conjunto con la Ford, Carnegie y Mellon, sería algunas de las primeras y más importantes “filantropías” creadas por los legendarios “barones ladrones”. Estos famosos empresarios fueron vistos como un peligro para la democracia, particularmente durante la gran depresión de la década del treinta del siglo veinte, debido al “parasitismo, pretensiones aristocráticas y tiranía que siempre han seguido a la concentración de riqueza”, como apuntaría un historiador de la época.
Otro magnate contemporáneo, George Soros, “el hombre que quebró el banco de Inglaterra”, famoso por hacer cientos de millones de libras esterlinas durante el “Miércoles Negro” de 1992 al apostar una gran fortuna contra la devaluación de dicha moneda, es otro gran “filántropo” que decidió poner parte de su fortuna al “servicio de la humanidad”, a través de su “Open Society Foundation”. De acuerdo con un artículo de The Telegraph (13/09/02), Soros “admitió que sus acciones no beneficiaron a nadie más que a él”.
Era un vivazo, en la jerga nacional. Su beneficio le costó caro al británico de a pie y le valió la admiración de muchísima gente que no vale la pena. No sabemos qué habrá producido el giro de 180 grados en su naturaleza; qué lo habrá convertido en el benefactor no invitado y no democrático de tantos países del Tercer Mundo y varias organizaciones, supuestamente “de base”, del primero.
Una de las controversias con respecto a estas (mal llamadas) filantropías es su tradicional relación con el “Estado profundo” norteamericano. Por ejemplo, como detalla un artículo de opinión del New York Times (Peter Kornbluh, 16/12/14): “U.S.A.I.D. fue creada en 1961 para ayudar a los Estados Unidos a ganar los ‘corazones y las mentes’ de los ciudadanos de países pobres a través de la acción cívica, ayuda económica y asistencia humanitaria. Como herramienta de la Guerra Fría, la agencia fue usada a veces como fachada para operaciones y operadores de la C.I.A.” –y aquí viene lo bueno–, “Entre los ejemplos más infames estuvo la Oficina de Seguridad Pública, un programa de entrenamiento policial de U.S.A.I.D. en el Cono Sur que también entrenó torturadores”.
El uso de agencias humanitarias o filantrópicas como fachadas, por parte del “Estado profundo”, no se limitó a las estatales, como U.S.A.I.D. o el National Endowment for Democracy (entre otras invenciones de corte orwelliano), sino que también incluyó tradicionalmente a la Ford Foundation, entre otras que se declaran privadas.
En este punto debemos hacer la siguiente acotación: la enorme mayoría de los profesionales empleados en los proyectos de dichas fundaciones alrededor del mundo son personas íntegras y bienintencionadas, quienes llevan a cabo un trabajo honesto. Eso no elimina la posibilidad de que dichas fundaciones sean una herramienta para “canalizar energías radicales”, como apunta Joan Roelofs, profesora emérita de Ciencias Políticas del Keene State College. Tampoco que puedan, eventualmente, ser usadas para fines menos “filantrópicos”.
Roelofs sugiere que: “(…) el apoyo de las corporaciones o las fundaciones privadas es esencial para casi todas las organizaciones de derechos civiles, justicia social o el medio ambiente que deseen ser viables y visibles; los financiadores ejercen control de distintas maneras. La libertad de expresión y asociación, con seguridad requisitos para la democracia, son de esa forma disminuidos, dado que los beneficiaros se ven conducidos a la autocensura”. (marzo, 2009)
En suma, al canalizar las energías que buscan cambios sociales sustantivos, al financiar a disidentes y radicales de distinta ralea, domesticándolos, estas fundaciones llevan el cambio social por caminos que no alteren la distribución tradicional de riqueza y poder. La derecha “achorada” y la izquierda “caviar”, beneficiaria de las fundaciones del capitalismo, entonces, son las dos patas de la misma bestia.
Pierde el tiempo Aldo Mariátegui atacando a Gustavo Gorriti y al Instituto de Defensa Legal (“La verdadera encuesta del poder”, 05/11/18), cuando lo propio sería reconocerlo como un representante del otro extremo del mismo espectro “aceptable” de opinión y actividad política. Ambos sostienen el mismo sistema. Lo que podríamos considerar el “interés nacional” parece coincidir, a veces, con la agenda de estas fundaciones, pero lo sensato sería tomarlo de esa manera, como una coincidencia. El poder se encuentra en el dinero y este viene con agenda.
Extraído de "Hildebrandt en sus trece"
Muchos periodistas parecen considerar que una sociedad profundamente desigual y extensamente corrupta puede coexistir con un buen periodismo. Para ellos, la concentración del poder y la riqueza en pocas manos –cada vez menos–, así como otras formas legalizadas de injusticia, tiene poco o nada que ver con que las corporaciones mediáticas para las que trabajan, las que nos informan, sean un ejemplo de este ordenamiento vertical donde una pequeña cúpula de propietarios acumula y se enriquece a manos llenas mientras sus empleados le explican al público por qué ya no hay plata para la investigación.
Lo cierto es que la investigación periodística es y siempre ha sido peligrosa para sus intereses, pues detrás del operador político, donde generalmente se detienen las pesquisas, se encuentra don Dinero.
El debate y la réplica hace mucho zarparon de nuestros medios masivos para no volver. La concentración mediática y sus acomodados, sin embargo, nos venden la mitología del “gran periodismo” que “le dice su verdad al poder”, traduciendo el famoso –pero vacío–, “speak truth to power”, tan repetido por los medios que determinan la agenda periodística mundial. Aquella que determina el contenido de las escasísimas páginas internacionales de la prensa corporativa nacional.
En Estados Unidos y el mundo, quien lee el New York Times se burla de la ingenuidad del televidente de Fox News, sin entender que son los dos extremos de un solo espectro permitido de opiniones e información. En el Perú, por su parte, el espectro se encuentra particularmente empobrecido. Por la derecha y siempre tirando más y más hacia su lado, tenemos a El Comercio y a sus versiones vulgares, parte de la misma concentración de medios. A su izquierda –pero no de izquierda–, tenemos a La República, cuyo dueño es socio de los dueños de aquel en la propiedad de América Televisión. ¿Cómo va esa demanda contra El Comercio por concentración de medios, señor Mohme?
Los mencionados medios corporativos tienen por negocio captar audiencias y vendérselas a otras corporaciones para que ellas pueden publicitar sus productos, como venimos insistiendo en esta columna sin adjudicarnos de ninguna manera la autoría de esas inteligentes observaciones o la interpretación de sus implicaciones. Estas tienen décadas de antigüedad, nadie las conoce ni se enseñan en las universidades, lo que debería explicar algunas cosas.
La ausencia de pluralidad –con su consecuencia: que no existan el debate ni la réplica–, permite que se digan y escriban las estupideces más peregrinas y las mentiras más peligrosas sin que se levante una sola ceja. Esta ausencia es también la que permite que los periodistas corporativos construyan juntos, a través del constante espaldarazo, este mito del “gran periodismo”.
No existe tal cosa, hoy por hoy, como un “gran periodismo”. Si existiera viviríamos en otro mundo. Uno donde humildes trabajadores adolescentes no morirían calcinados en algún container cerrado con candado, como morían las costureras de los Estados Unidos del siglo XIX. Tampoco se estaría asesinando de manera sistemática a cientos de activistas por toda Latinoamérica. Gente pobre a la que el periodismo corporativo jamás ha dado voz. Su subordinación no se lo permite. Ningún “gran periodismo” nos inculcaría la idea de que las protestas civiles, que en su momento liberaron a millones de seres humanos de esas trampas mortales de la explotación, son “rojas”, mucho menos “terrucas”. Esa es la filosofía de sus amos.
Hablaríamos sin parar, en su lugar, con multitud de voces y tonos, sobre la irreversible contaminación ambiental, sobre el desastre que nuestros descendientes tendrán que sobrevivir; sobre la posibilidad siempre abierta de una guerra nuclear y los sociópatas de los que dependemos; sobre la constante agresión militar sobre países miserables con sus millones de muertos, solo en el siglo XXI; sobre los imperios que han pisoteado al ser humano, ayer y hoy, y sobre la ya mencionada desigualdad económica con su deshumanización, etc.
Pero el periodismo corporativo no parece considerar que existe una relación directa entre una sociedad democrática sana, lo que no tenemos, y un buen periodismo. En otras palabras, si su periodismo es bueno –o siquiera decente–, ¿por qué nuestro mundo se encuentra en esta patética situación? ¿O acaso son ciegos?
La prosperidad individual, los viajes, las becas y los premios al por mayor por “fiscalizar al poder” –pero siempre a algún poder secundario, algún fragmento menor–, junto con el bienestar de sus respectivas tribus, parece cegarlos con respecto al dolor ajeno. ¿O será que lo consideran una suerte de fenómeno natural, ajeno a las voluntades del poder? Algo así como la lluvia. Nuestras tragedias son todas accidentales, mala suerte. Eso parece sugerir su ignorancia supina.
Podrían culparnos de esperar demasiado del oficio. ¡Adelante!
La magia de los caviares
El abogado laborista norteamericano Frank Walsh se refirió al rol de la fundación filantrópica Rockefeller, en las primeras décadas del siglo pasado, en estos términos:
“El Sr. Rockefeller no encontró un mejor seguro para sus cientos de millones que invertirlos en el subsidio de todas las agencias abocadas al cambio social y al progreso”.
La mencionada fundación, en conjunto con la Ford, Carnegie y Mellon, sería algunas de las primeras y más importantes “filantropías” creadas por los legendarios “barones ladrones”. Estos famosos empresarios fueron vistos como un peligro para la democracia, particularmente durante la gran depresión de la década del treinta del siglo veinte, debido al “parasitismo, pretensiones aristocráticas y tiranía que siempre han seguido a la concentración de riqueza”, como apuntaría un historiador de la época.
Otro magnate contemporáneo, George Soros, “el hombre que quebró el banco de Inglaterra”, famoso por hacer cientos de millones de libras esterlinas durante el “Miércoles Negro” de 1992 al apostar una gran fortuna contra la devaluación de dicha moneda, es otro gran “filántropo” que decidió poner parte de su fortuna al “servicio de la humanidad”, a través de su “Open Society Foundation”. De acuerdo con un artículo de The Telegraph (13/09/02), Soros “admitió que sus acciones no beneficiaron a nadie más que a él”.
Era un vivazo, en la jerga nacional. Su beneficio le costó caro al británico de a pie y le valió la admiración de muchísima gente que no vale la pena. No sabemos qué habrá producido el giro de 180 grados en su naturaleza; qué lo habrá convertido en el benefactor no invitado y no democrático de tantos países del Tercer Mundo y varias organizaciones, supuestamente “de base”, del primero.
Una de las controversias con respecto a estas (mal llamadas) filantropías es su tradicional relación con el “Estado profundo” norteamericano. Por ejemplo, como detalla un artículo de opinión del New York Times (Peter Kornbluh, 16/12/14): “U.S.A.I.D. fue creada en 1961 para ayudar a los Estados Unidos a ganar los ‘corazones y las mentes’ de los ciudadanos de países pobres a través de la acción cívica, ayuda económica y asistencia humanitaria. Como herramienta de la Guerra Fría, la agencia fue usada a veces como fachada para operaciones y operadores de la C.I.A.” –y aquí viene lo bueno–, “Entre los ejemplos más infames estuvo la Oficina de Seguridad Pública, un programa de entrenamiento policial de U.S.A.I.D. en el Cono Sur que también entrenó torturadores”.
El uso de agencias humanitarias o filantrópicas como fachadas, por parte del “Estado profundo”, no se limitó a las estatales, como U.S.A.I.D. o el National Endowment for Democracy (entre otras invenciones de corte orwelliano), sino que también incluyó tradicionalmente a la Ford Foundation, entre otras que se declaran privadas.
En este punto debemos hacer la siguiente acotación: la enorme mayoría de los profesionales empleados en los proyectos de dichas fundaciones alrededor del mundo son personas íntegras y bienintencionadas, quienes llevan a cabo un trabajo honesto. Eso no elimina la posibilidad de que dichas fundaciones sean una herramienta para “canalizar energías radicales”, como apunta Joan Roelofs, profesora emérita de Ciencias Políticas del Keene State College. Tampoco que puedan, eventualmente, ser usadas para fines menos “filantrópicos”.
Roelofs sugiere que: “(…) el apoyo de las corporaciones o las fundaciones privadas es esencial para casi todas las organizaciones de derechos civiles, justicia social o el medio ambiente que deseen ser viables y visibles; los financiadores ejercen control de distintas maneras. La libertad de expresión y asociación, con seguridad requisitos para la democracia, son de esa forma disminuidos, dado que los beneficiaros se ven conducidos a la autocensura”. (marzo, 2009)
En suma, al canalizar las energías que buscan cambios sociales sustantivos, al financiar a disidentes y radicales de distinta ralea, domesticándolos, estas fundaciones llevan el cambio social por caminos que no alteren la distribución tradicional de riqueza y poder. La derecha “achorada” y la izquierda “caviar”, beneficiaria de las fundaciones del capitalismo, entonces, son las dos patas de la misma bestia.
Pierde el tiempo Aldo Mariátegui atacando a Gustavo Gorriti y al Instituto de Defensa Legal (“La verdadera encuesta del poder”, 05/11/18), cuando lo propio sería reconocerlo como un representante del otro extremo del mismo espectro “aceptable” de opinión y actividad política. Ambos sostienen el mismo sistema. Lo que podríamos considerar el “interés nacional” parece coincidir, a veces, con la agenda de estas fundaciones, pero lo sensato sería tomarlo de esa manera, como una coincidencia. El poder se encuentra en el dinero y este viene con agenda.
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