por DANIEL ESPINOSA
Extraído de "Hildebrandt en sus trece"
Muchos análisis e interpretaciones se comparten en internet y los medios masivos, en estos días, sobre la reciente victoria electoral de la extrema derecha, en Brasil. Está claro, sin embargo, que cualquier interpretación que no contemple el factor propaganda debe provenir de la propaganda misma.
O de la completa ignorancia con respecto a su influencia y ubicuidad en el mundo contemporáneo.
Un análisis periodístico que no contemplase, asimismo, la enorme conveniencia de ese vergonzoso anacronismo llamado Jair Messias Bolsonaro, para las élites de su país, entre otras, así como la indudable capacidad de esas mismas élites trasnacionales para promover su elección, tanto detrás como delante de bambalinas, es obsoleto; miente. Sobre todo si proviene de aquellos que deberían ser expertos en propaganda y no sus repetidores.
Porque todo periodista debería ser un experto en identificar y desbaratar propaganda, para lo cual tendrían que estudiarla. Queda claro que una facultad de periodismo o comunicaciones que no formara profesionales para ser incorporados en las filas de la corporación mediática se vería rápidamente en problemas. Es de esperar, entonces, que no se enseñe nada al respecto. Análisis como el de Chomsky y Herman, “Los guardianes de la libertad”, que hemos mencionado en esta columna con anterioridad –y que tiene 30 años de publicado–, desnuda de tal manera la práctica periodística corporativa que, de ser enseñada masivamente, lo que la gente identifica como “periodismo” sería reconocido como relaciones públicas en un abrir y cerrar de ojos.
La propaganda es la “reacción de las élites”, citando a Edward Bernays, ante el avance de las masas producido, a su vez, por el avance de la democracia en el mundo. Su vehículo –¿cómo podría ser de otra manera? –, son los medios de comunicación masiva.
Entonces, volviendo a Brasil, nuestros diarios pasan por alto, entre muchas otras cosas, que varias corporaciones ligadas a las telecomunicaciones llevaron a cabo un ataque propagandístico contra la ciudadanía brasileña a través de Whatsapp, en favor de su fascista de libre mercado. Un ataque multimillonario, masivo y completamente ilegal. Llevado a cabo desde la enorme ventaja que constituye ser el candidato de la élite y sin la cual el mediocre Bolsonaro probablemente no existiría.
El Partido de los Trabajadores sería “el único responsable”, insisten muchos analistas. Sin embargo, disminuyen la relevancia de –o sencillamente omiten–, cierta información con la que sus lectores seguramente llegarán a una conclusión bastante más matizada. Queda para la historia, en todo caso, que nuestros principales diarios no dedicaron una sola editorial a la carrera electoral brasileña sino hasta el día mismo de las elecciones o un día antes. Y cuando lo hicieron fue solo de manera superficial, en el mejor de los casos. Esto es parte de una tendencia mayor, por supuesto. Ella apunta todas las luces al panorama nacional sin que su descuido de lo internacional se encuentre justificado. Ahondaremos más adelante.
Nos hemos acostumbrado a pasar por alto la poderosa influencia de los medios de comunicación masiva en todos los ámbitos de la vida humana. De manera que ese carácter corporativo, elitista, así como su sesgo y su conveniencia, no saltan a la vista de las mayorías. Peor aún, muchos parecen considerar imposible, en virtud de su tamaño y la cantidad de gente que involucran, que estos medios “engañen” a la sociedad. La realidad es bastante más sencilla: el espectro de opinión exhibido en sus páginas, que se revisten de una falsa pluralidad con la ayuda de dos o tres sociólogos satisfechos, carentes de ese olfato que nos avisa y protege naturalmente de la putrefacción, es muy angosto. Mientras mayor la ignorancia y la falta de cultura, más angosto el espectro. En el Perú, debido a dicha ignorancia (ver cualquier ranking PISA), los medios masivos pueden darse el lujo de reducir ese espectro al ancho de una acequia. Agréguele a lo anterior las colosales omisiones que venimos mencionando en esta columna.
El periodismo corporativo detesta hacer paralelos entre nuestros problemas sociales y los de nuestros vecinos, ni hablar del resto del Tercer Mundo: África, Asia y los crecientes bolsones de precariedad del Primer Mundo.
Los fascistas de aquí y de Brasil, por ejemplo, los de Chile, Argentina y Colombia, todos fueron entrenados en la misma “Escuela de las Américas”, en Estados Unidos. Escuela de torturadores y represores de cualquier tipo de cambio social: el histórico terror de una élite acumulando compulsivamente enormes porcentajes de la riqueza del planeta. Todos los fascismos latinoamericanos del siglo pasado siguieron órdenes precisas de la CIA y de Henry Kissinger, por mucho que cobardemente se llamaran a sí mismos “nacionalistas”.
Los grandes medios de comunicación, asimismo, se convirtieron rápidamente en herramientas de esa misma agencia, como en el caso del patético Mercurio chileno, cada vez que fue necesario. Pero esas no son lecciones dignas de ser aprendidas, parece decirnos nuestro periodismo con sus colosales omisiones y su historia saneada. Pero de esos agujeros proviene el entendimiento de su sesgo, cada vez más patente para el mundo, incluso bajo la terrible plaga de la ignorancia.
Ni hablar de la brasileña Red Globo, cuya sucursal de Río fue fundada, como vimos en una columna pasada, con dinero de la corporación norteamericana Time, el mismo año que se instaló la dictadura brasileña, en 1964, para sostenerla mediáticamente.
Es mi opinión que, al desestimar, al invisibilizar los paralelos entre nuestros problemas tercermundistas y los del resto de países que viven bajo la bota, solo queda interpretar todo como “peruano”. Nuestros problemas, sin embargo, siempre fueron y serán humanos. No importa cuánto nos lisonjeen los comerciales de Inca-Kola sobre lo “creativo” que es el peruano, o cuánto nos llame la atención el sociólogo preclaro sobre lo “informales” que somos y sobre lo “difícil” que es entender cómo vota el peruano (nunca ofrecen nada más que su asombro al respecto, vale señalar). Todo eso no es más que una forma de secuestrar, una vez más, nuestra atención, para que no observemos la estructura común que afecta al mundo –mal llamado–, en “vías de desarrollo”. Y viene funcionando de maravilla.
Los propietarios de los medios, que son los mismos dueños de todo lo demás y del tiempo de las grandes mayorías, esos que detestan que exista un sueldo mínimo y cuentan con un ejército de ideólogos de distinta ralea para acosarnos a diario con sus necesidades y “urgentes reformas”, no necesitan “progresar”, sino únicamente “conservar”. Su negocio es el statu quo. ¿Habrá algún futuro siguiendo el modelo que nuestros extorsionadores internacionales nos han impuesto a cambio de su dinero y que no es el que le trajo desarrollo, en primer lugar, a las grandes potencias? Sus bancos privados son nuestros acreedores y sus chacales esperan tras la puerta acomodándose las manoplas, flexionando los nudillos, como sucede con cualquier otra mafia. Recuerden que, para Estados Unidos, Latinoamérica es solo un “perro simpático que no genera problemas” (PPK), y recuerden que, a su vez, el Estado norteamericano es el perro guardián del Citibank.
Nuestro periodismo corporativo es tan acomodaticio, tan satisfecho de sí mismo, que incluso con un dominio de las fuentes de información –o por lo menos teniéndolas a mano–, no se entera de nada trascendente. Ya se nos hace tarde para decirle a los niños de hoy que sería mejor que no tengan hijos, cuando crezcan, dado que difícilmente tendrán cómo sobrevivir al futuro que se avecina, a los tres o cuatro grados centígrados que cambiarán drásticamente el panorama global. Si no lo dice la gran prensa internacional primero, ellos no tienen permitido levantar la voz. De manera que solo pueden hablar del Perú, de la provincia, como si nuestra suerte se decidiera aquí. ¿Cuándo nos convertimos en un país soberano?
Tampoco se activará jamás ninguna alarma desde ese letargo de los premios y las becas internacionales, que reciben por escribir interesantes crónicas. Trabajos bien redactados y ricamente ilustrados, pero desconectados de cualquier base estructural y de cualquier crítica sistémica, sustantiva y de corte político.
No se enteran, siquiera, de que quienes financian sus investigaciones de “periodismo de datos” aquí, son los mismos que financian los premios que reciben en Colombia y que financian sus becas en Estados Unidos. Un circuito cerrado de periodistas incapaces de decir “imperio”.
Bastaría con que hagan la prueba.
Pero bueno, todo lo anterior era un preámbulo. En su columna titulada “A mi antojo”, escrita en la revista Tribune, entre 1943 y 1945, George Orwell escribió:
“Una de las cosas más extraordinarias de Inglaterra es que no existe la censura oficial, a pesar de lo cual nada de lo que pueda ser ofensivo para la clase dirigente llega a imprimirse jamás, al menos en aquellos lugares donde pueda leerlo una gran cantidad de personas.
“La postura se resume en estos versos (creo que) de Hilaire Belloc:
No se puede sobornar ni coaccionar,
¡gracias a Dios!, al periodista inglés,
aunque a la vista de lo que hará
sin sobornos tampoco parece indispensable.
“Ni sobornos, ni amenazas, ni castigos: basta un gesto, un guiño, para resolver la cuestión como si nada”.
Continuaremos este artículo en el siguiente número.
Periodismo de élite (II)
Continuamos en nuestro intento de descifrar la gran incógnita: ¿por qué la realidad es incomprensible para quien se informa a través de los medios de comunicación masiva?
En 1993, Richard Harwood, el primer defensor del lector del Washington Post, publicó un artículo que debería formar parte –como la literatura mencionada en la primera entrega de este ensayo–, de la educación básica y rudimentaria de todo periodista: “Ruling class journalist” (Periodistas de la clase dirigente).
En él, Harwood criticó la pertenencia de varios de sus colegas al famoso Council on Foreign Relations (CFR) y su influyente publicación, la revista Foreign Affairs. Como sus nombres indican, esta publicación y su matriz –una suerte de nave nodriza de decenas de “think-tanks” y organizaciones no-gubernamentales–, se especializan en influir y dirigir la política norteamericana, sobre todo la exterior, a través del dinero.
Entre la larga lista de miembros de esta élite nos encontramos con la crema y nata de Wall Street. Entre sus fundadores se encuentran el Bank of America, Chevron, Citigroup, ExxonMobil, Goldman Sachs, JPMorgan, Pepsico, entre otros. Entre sus afiliados encontramos a varios fabricantes de armas y entre sus directores a profesores y rectores de las más importantes universidades estadounidenses, a editores de publicaciones importantes como TIME y de medios de comunicación como la NBC, a un montón de periodistas y hasta Mikhail Gorbachev, exlíder de la Unión Soviética. Con la enorme concentración de riqueza en manos de estas corporaciones privadas y sus dueños, compran a quien desean y lo catapultan al éxito profesional mediante la publicidad y varias formas de reconocimiento, más o menos como se hace con las estrellas del pop y los Premios MTV.
Vale la pena resaltar que Harwood se despachó, primeramente y como era justo, contra la larga lista de integrantes del CFR que compartían la redacción de su propio diario, el Washington Post. Todos sus editores y columnistas más renombrados formaban parte de la lista de miembros, así como su dueña mayoritaria en ese entonces, Katharine Graham.
La misma señora Graham expresó alguna vez lo que equivaldría a una definición operativa de periodismo “de élite”, al dirigirse a una reunión de oficiales y agentes del gobierno estadounidense, en 1988:
“Vivimos en un mundo sucio y peligroso. Hay cosas que el público en general no necesita ni debería saber. Creo que la democracia florece cuando el gobierno puede tomar pasos legítimos para conservar sus secretos y la prensa puede decidir si publica lo que sabe”. (Fair.org 01/01/90)
Democracia “a la Bernays”: una élite decide mientras la chusma es mantenida a raya mediante un –no tan– sofisticado sistema doctrinal y entretenimiento basura.
“La membresía de estos periodistas (al CFR) –continúa Harwood–, independientemente de lo que ellos piensen de sí mismos, es un reconocimiento de su activo e importante rol en los asuntos públicos y su ascensión a la clase gobernante americana. Ellos no analizan e interpretan, meramente, la política exterior de los Estados Unidos; ayudan a hacerla”.
Y aquí viene el problema: “Esta no es una comitiva que se ‘vea como América’, tal como el presidente (Clinton) alguna vez expresó, sino que se ven, definitivamente, como las personas que por más de medio siglo han manejado nuestros asuntos internacionales y nuestro complejo industrial-militar”.
No se ven como América: no comparten sus sufrimientos, carencias, preocupaciones y esperanzas. No trabajan en Wal-Mart. El periodismo corporativo local, cuya clientela está conformada por sus anunciantes, otras corporaciones, es una copia al calco del sistema norteamericano, con la misma tendencia hacia la concentración de medios y los directorios recargados de grandes magnates de múltiples rubros. La observación aplica también a estas periferias, cómo no.
Lo que los cautivos de los medios corporativos no sospechan es que, lejos de tener a su alcance las variadas y desafiantes ideas de cientos de intelectuales –quienes, por lo general, no encuentran dónde publicar o lo hacen en publicaciones de menor envergadura, cuando no subterráneas–, debe conformarse con leer una y otra vez a Moisés Naím o a Andrés Oppenheimer, por señalar dos ejemplos notorios, tanto si se encuentra en Miami como en Buenos Aires, Bogotá, Lima o Madrid.
Ambos pertenecen al Council on Foreign Relations.
Si abre El Comercio cualquier día de la semana en la sección “Opinión”, verá que el mundo viene explicado por estos maestros de la realidad. Ejemplares de esa casta exclusiva de “mensajeros imperiales”, autorizados para dirigirse al mundo de habla hispana. Sus posiciones son casi siempre indistinguibles de las posturas tradicionales del Departamento de Estado norteamericano.
Analicemos un reciente artículo de Oppenheimer sobre el oficio periodístico (El Comercio, 29/10/18): “El peor momento para los periodistas”.
“Este es el peor momento para la libertad de prensa en la historia reciente, no solo en Cuba, Venezuela y otras dictaduras represivas, sino también en Estados Unidos y en otras democracias del continente (…)”.
Sin embargo, cuando hace el recuento obligatorio de los periodistas asesinados (29) en lo que va de 2018 en América, deja traslucir su agenda: no figuran ni Venezuela ni Cuba: “(…) 11 en Méjico, seis en Estados Unidos, cuatro en Brasil, tres en Ecuador, dos en Colombia, dos en Guatemala y uno en Nicaragua”.
Pero Oppenheimer no está interesado en abordar la realidad que viven los periodistas asesinados en los países mencionados arriba, o mencionar la historia de horror mejicana, donde por lo general los muertos son completos desconocidos trabajando en pequeños medios independientes, bajo constantes amenazas contra sus vidas y las de sus familias. ¿Quién los mata? En la mayoría de los casos se ven envueltos paramilitares, policías y autoridades provinciales: el Estado.
Si nos atenemos a los datos del observatorio de UNESCO sobre periodistas asesinados desde 1993, para referencia, Venezuela figura con 3 muertos, Cuba con ninguno, Méjico con 99 y Colombia con 39. Pero para Oppenheimer no hay nada que explicar ahí. Méjico y Colombia son “democráticos”. En su lugar, el reconocido periodista se enfoca en la retórica de Donald Trump:
“De hecho, es posible que los ataques verbales de Trump contra la prensa hayan envalentonado a muchos presidentes extranjeros a reprimir a los periodistas (…) ¿Habrían asesinado los saudíes a (Jamal) Khashoggi si el presidente de Estados Unidos fuera un firme defensor de la libertad de prensa, como lo fueron sus antecesores republicanos y demócratas?”.
La respuesta a su pregunta es un simple y rotundo sí. Lo habrían asesinado y una de las razones es que el mayor peligro para los periodistas, como explica UNESCO, es la impunidad de la que gozan sus asesinos. Las cifras son abrumadoras: en los últimos 12 años, solo el 11% de asesinatos, alrededor del mundo, han sido resueltos y el 89% restante han quedado en la impunidad, es decir, casi 9 de cada 10 casos.
El mismo Khashoggi, en su última columna para el Washington Post (17/10/18), describió cómo su amigo, el escritor saudí Saleh al-Shehi, quien escribía “una de las columnas más famosas jamás escritas en la prensa saudí”, se encontraba en prisión sin ninguna sentencia, por hacer comentarios contrarios al establishment de su país.
Luego, agrega: “La requisa, por parte del gobierno egipcio, de todo el tiraje del diario al-Masry al Youm, no provocó la ira o la reacción de los colegas. Este tipo de acciones ya no acarrean la reacción de la comunidad internacional. En su lugar, ellas generan una condena rápidamente seguida de silencio. Como resultado, los gobiernos árabes gozan de rienda suelta para continuar silenciando a los medios a ritmo creciente”.
Como es tradición en el periodismo corporativo, Oppenheimer pone toda su atención en el discurso –que en el caso de Donald Trump es, con mucha frecuencia, condenable–, y pasa por alto los hechos relevantes de manera selectiva para sostener su propio sesgo. Pasa por alto también que Arabia Saudí viene asesinando a decenas de miles de civiles yemeníes, mientras hambrea a varios millones más, de manera completamente impune.
¿Por qué temer, entonces? La respuesta se encontraría en la notoriedad de Khashoggi. No se pasa por alto el descuartizamiento de un periodista del Washington Post, miembro de la élite árabe, así como así.
Volviendo al reporte de UNESCO: “(La) impunidad por crímenes contra periodistas envalentona a sus atacantes y fomenta la autocensura en la profesión y entre el público (…) También hay que notar que el asesinato de periodistas, la forma más extrema de censura, es solo la punta del iceberg en los ataques contra periodistas, que van de ataques físicos no letales, secuestros, detenciones ilegales, amenazas, acoso tanto (en persona) como en línea, a retaliaciones contra familiares”.
En Méjico, que en los últimos años se disputa el primer puesto en asesinatos de periodistas con Afganistán y otros países en conflicto armado, de los más de 80 casos registrados en los últimos años por el organismo de la ONU, los resueltos ¡no llegan ni a cinco!
Esa impunidad, que es muy anterior a Trump y tiene poco que ver con discursos, es el verdadero problema. Eso sumado al silencio del periodismo corporativo, que solo levanta la voz en casos notorios y cuando el perpetrador es un Estado no alineado con la Casa Blanca.
Lejos de velar por la integridad del oficio periodístico y resaltar el asesinato impune de sus colegas invisibilizados por la propaganda, este periodista de élite utiliza el asunto para sustentar un discurso que es, cuando menos, engañoso y mezquino.
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