Marco Antonio Young Rabines aka Frido Martín comenzó su fragor en la contracultura limeña hacia inicios de los 80. Formó parte de la escena subte y de dos importantes colectivos: Kloaka y el Grupo Chaclacayo. Culminó sus estudios de Lingüística en San Marcos hacia el 96. El 2003 publica "Naufragios" su primer poemario. Ha sido docente en diversas universidades y hoy su campo de acción se centra en la poesía, el accionismo y las perfos. Paren las antenas por favor.
Participaste en Kloaka y en el Grupo Chaclacayo, ¿qué recuerdos de la escena ochentera? ¿Además de Cocó Silvania que otros compañerxs atesoras en la memoria?
Si bien mi acercamiento tanto a Kloaka como al Grupo Chaclacayo fue más como colaborador o “aliado” que como integrante, asumí mi cooperación con ellos con intensidad y entrega. De mi participación con ellos datan mis primeras lecturas de poemas y performances o escarceos accionistas. De la escena ochentera, recuerdo los inicios de la movida subterránea. Cercanos a Kloaka y a la movida estaban los muchachos del grupo Kola Rock. Guardo en un lugar especial de mi memoria la tocada El Rock subterráneo ataca Lima, uno de los primeros conciertos de esa escena en un local de la avenida Del Ejército donde se presentó Leusemia, entre otros. La efervescencia era singularísima y la energía muy contundente. Imagínate tú una lluvia de escupitajos que le daba la bienvenida al grupo de Daniel F. Este, al igual que Leo Ezcoria, no se arredraban y devolvían el recibimiento con igual resolución, lo que, ciertamente, provocaba una multitudinaria réplica. Bajo ese fuego granado de flema, Leusemia se mandó con sus rolas y más o menos en ese mismo ambiente se las jugaban las demás bandas. Lo interesante fue que no todo era igual: un grupo muy especial y diferente de los demás rompió un poco con el metrónomo del punk frenético: me refiero a Benito Lacosta, una agrupación de sabor neorromántico casi olvidada y liderada por Chini Polar y Octavio Susti. En ellos destacaban, además de la velocidad frenética que era común a todos, otras fuentes poco comunes entre los subterráneos de la primera hornada: un poco de funk, un poco de ska, un poco de jazz, un poco de psicodelia. Ese toque singular es algo que pocos anotan cuando hablan o escriben de la escena subterránea de principios de los años ochenta. No todo sonaba igual: había matices y raras avis. Y lo mismo se podía decir de otros ámbitos. También surgía por esos años la escena metal, y con fuerza incluso fuera de Lima. En las universidades estatales, y muy especial en San Marcos, vibraban con gran fuerza los sonidos de los sikuris. En poesía, no todo era Kloaka (del cual también sería un error decir que mostraba una misma poética) ni una pretendida pátina conversacional y confesional “con las tripas para afuera”. Había otras propuestas, como el neoexperimentalismo de Eduardo Chirinos, el aire neobarroco de José Bravo de Rueda, las poéticas reflexivas de Rosella di Paolo e Inés Cook, por citar solo algunos que pueden sonar heterodoxos con cierta idea estereotipada que se tiene de los ochenta. En el mundo de las artes visuales también se vivía una efervescencia importante que, si bien acusaba parcialmente la impronta de lo que había sido años antes el influjo del arte no objetual, apuntaba en algunas propuestas hacia nuevos derroteros. Me refiero en particular a la labor de colectivos como Huayco, el taller NN y el colectivo Los Bestias y, por supuesto, el Grupo Chaclacayo. Había en todos ellos una cierta tensión hacia un entorno de opresión cultural y guerra sucia cada vez más asfixiantes, pero sin duda expresados de muy diversa forma. Aparentemente, las conexiones con el entorno social eran más evidentes en los dos primeros colectivos, pero el Grupo Chaclacayo trabajaba quizá de manera más intensa y obsesiva ciertas figuras culturales-religiosas que reflejaban el ambiente de la época. Los Bestias, a la sazón un grupo de estudiantes de arquitectura, por su parte, tendían lazos comunicantes con la joven movida subterránea y hacían de la instalación y el grabado una herramienta de ocupación, identificación y denuncia. Entre los subterráneos, el arte del fanzine tuvo un inmenso desarrollo. En las áreas de la reflexión sobre el arte, investigadores como Juan Acha, Mirko Lauer y Willy Ludeña nos ayudaban a ver con una mirada más crítica nuestras propias anteojeras al hablar de “arte” y “arte peruano” en particular. En suma, el ambiente “cultural” era muy activo y diverso en los años 80, algo que llegaba a los medios masivos de comunicación como los periódicos, revistas, televisión y radio, algo muy lejano de lo que ocurre ahora, sin duda. A pesar de vivirse una situación cada día más generalizada de represión estatal y violencia terrorista, ocurrían eventos importantes y con una potencia crítica contundente. Eso lo vimos, por ejemplo, en la exposición de artistas visuales asociados (AVA), en la Alianza Francesa de Lima, en 1983, justamente el año del asesinato de los periodistas en Uchuraccay. El año 1984, se realizó, aunque no sin tropiezos o censuras, la primera muestra del Grupo Chaclacayo en el Museo de Arte de Lima. En el ámbito musical, mientras irrumpía la escena subterránea entre los más jóvenes, en esferas quizá más académicas pero de corte marginal, una serie de músicos algunos de los cuales empezaron hacia fines de los 70, se encontraba en plena efervescencia creativa. Me refiero, entre otros, a Miguel Flores, Luis David Aguilar, Douglas Tarnawiecky, Manongo Mujica y Arturo Ruiz del Pozo. El ambiente, en general, era muy interesante y excitante. Recuerdo, hacia la segunda mitad de los 80, cuando ya empezaban a llegarnos los primeros ecos de la música industrial con gente como Swans, Laibach, Einstürzende Neubauten, entre otros, en el Instituto Goethe se presentaba un grupo de sonidos afines, Pöl Musik, una banda de la Cuenca del Ruhr, que me dejó boquiabierto. Y si querías escuchar una orquesta sinfónica, podías hacerlo todos los fines de semana, ya sea asistiendo a la Concha Acústica o al Teatro Municipal. Todo eso ocurría en esa década en Lima, en medio de una terrible crisis económica, una guerra interna atroz, apagones, y mucho sectarismo entre las agrupaciones políticas de todo color. El ambiente de represión militarizada que ya se respiraba no llegó a apagar el fervor del arte y la crítica: eso lo hicieron después, con la llegada de Fujimori, la ilusión del libre mercado y los medios de comunicación basura que hasta ahora tenemos y hoy en día más cretinizantes que nunca. Y aunque esa década intensa nos mostraba un gran abanico de movidas muy diversas entre sí, algo que se impregnaba del ambiente de guerra era la feroz intolerancia entre las distintas movidas. Uno podría pensar ingenuamente que esa gran diversidad en los 80 iba apareada de un espíritu pluralista. Nada más falso. La actitud más gris de esos años fue la intolerancia, el apartheid más brutal: si te gustaba el hardcore punk, odiabas todo lo demás; si te gustaba el metal, odiabas todo lo demás; si te gustaban los sikuris, odiabas todo lo demás; si te gustaba la salsa, odiabas todo lo demás; si ibas a conciertos de música experimental o de jazz, ignorabas olímpicamente todo lo demás; y así era en todo. Tenías que pertenecer a una tribu y odiar a todas las demás tribus. Ese era el “establishment” ochentero. Pocos éramos los “cojudos” que nos intentábamos mover de un ecosistema cultural a otro: lo hacíamos bien solapa y al principio con cierto estúpido pero comprensible remordimiento. Y justamente a quienes recuerdo con más cariño de esa época son a quienes no temían “infectarse” de ondas diversas. Al menos en la escena subte, hacia fines de esa década, aparecían propuestas que se iban sacando los uniformes: allí tenemos a Salón Dadá y Col Corazón, con Támira Basallo, Jaime de Lama, Susana Torres y Marisela Young demostrándonos que se pueden aventurar otros caminos. Cocó Revilla y Mario Silvania empiezan por esos años con una búsqueda que desarrollan en toda su plenitud en España. Ya años antes, y aventurando otras mezclas, el grupo Del Pueblo había empezado con lo suyo. En fin, así como ellos hay otros que decidieron salir de sus guetos. Felizmente los hubo, pero los hubo pocos. De ahí que si bien reconozco fascinado la inmensa variedad y ebullición cultural de esos años, asisto a veces asqueado a la estúpida nostalgia de autobombo de una época que estuvo conformada por guetos estúpidamente autocomplacientes. Felizmente eso empezó a cambiar un poco en la década siguiente, y aunque han transcurrido como 40 años desde esos “fascinantes” años 80, hay todavía muchísimo que hacer.
Pareciese que estamos ad portas de revivir un fujimorismo re-encauchado. ¿Qué te motiva que gran parte de la ciudadanía opte hoy por ese sendero?
Sí, aunque el fujimorismo nunca se fue. Siempre estuvo allí y lo sigue estando. Trató de “reencaucharse” solo cuando compitió con PPK el año 2016. En esa época vimos a Keiko dando una conferencia en Harvard y haciendo la finta de distanciarse un poco del legado de su padre; pero solo le duró a duras penas para la campaña electoral. Una vez que perdieron las elecciones, volvieron abiertamente a hacer de las suyas, primero desconociendo el resultado electoral, como ahora hacen con Pedro Castillo y luego boicoteando la labor de PPK con sus 73 congresistas y sus mafias en el Poder Judicial. Siguieron con la alta corrupción y con el boicot, lograron la salida de PPK de la presidencia y solo comenzaron a perder piso institucional con Vizcarra en la presidencia, quien comenzó a limpiar el Poder Judicial de su presencia y cerró también ese Congreso obstruccionista y corrupto. Sin embargo, el pueblo, si bien ya no votó abrumadoramente por el fujimorismo en las elecciones para este Congreso que ya está de salida, de todas maneras les dio el favoritismo suficiente para que, mediante alianzas, se recupere. Y allí los tenemos: jodiendo como siempre, tratando de imponer una cuarta legislatura y nuevos miembros para el Tribunal Constitucional, entre otras perlas. Y del lado del ala de la contienda presidencial, las cosas van en la típica línea fujimorista. Nuevamente, como en el año 2016, desconocen los resultados, con el agravante de tener ahora más que nunca antes casi todos los medios masivos de comunicación alineados con el cuento chino del “fraude en mesa” y con la venenosa promoción de un golpe de estado, que intentan, en primera instancia, de manera “blanda” y “preventiva”, poniendo trabas para que el JNE proclame como presidente a Pedro Castillo y lleguemos al 28 de julio sin presidente proclamado, para que el siguiente Congreso elija un presidente y este convoque a nuevas elecciones; y, en segunda instancia, “a la mala”, tentando a las fuerzas armadas de materializar un golpe a la democracia. Todo esto no tiene muchas probabilidades de convertirse en realidad y ellos lo saben: la meta parece ser más bien insertar en un amplio sector de la población el chip de que hubo un “fraude” y restar en el imaginario de la gente legitimidad al gobierno de Castillo. Se trata, sin duda, de un gran operativo psicosocial para generar zozobra. De ese modo, yo no veo precisamente un “reencauche” del fujimorismo, pues siguen haciendo lo mismo que iniciaron hace mucho, pero esta vez a escala mayor y con una virulencia y agresividad nunca antes vistas. El que aún persista en cierto sector de la población un apoyo al fujimorismo es, sin duda, preocupante; pero no debemos perder la perspectiva: ese apoyo, en primer lugar, cada día más se va reduciendo a los sectores medios y altos de las grandes urbes y más en particular en Lima y en las otras urbes populosas de la Costa, así como en cierto sector de la Amazonía, que depende de la economía del narcotráfico. En segundo lugar, ese apoyo depende cada vez más de una bien aceitada maquinaria de psicosociales, que tiene a las grandes cadenas oligopólicas de medios de comunicación como instrumentos de primer orden. Y ese orden de cosas está justamente actuando con un despliegue brutal de agresividad porque los intereses que representan se sienten amenazados frente al resto mayoritario del país que ya no cae fácilmente en su red de cretinización masiva. La verdad de la milanesa es que el fujimorismo está perdiendo apoyo, y mucho más ahora que patea el tablero de la democracia que dice defender. Ciertamente, aún habrá fujimorismo para buen rato: hay que tener en cuenta que, aunque debilitados, están insertos en la misma maquinaria del Estado a diversos niveles y en el mismo establishment del gran poder empresarial así como en el mundo ilegal del narcopoder. Este nuevo Congreso que asume funciones este 28 de julio próximo tendrá como protagonistas mayoritarios a una alianza de fuerzas en torno al fujimorismo y serán el gran dolor de cabeza del presidente Castillo. Frente a eso, el poder cívico de la calle será el contrapeso.
Apelando a tu experiencia didáctica, ¿qué son para ti el arte sonoro y la música experimental?
El arte sonoro es cualquier uso “no práctico” que se haga del sonido. Esto no significa que alguien experimentando con los sonidos con fines puramente “estéticos” no pueda por casualidad encontrar algún uso práctico a los sonidos. El hecho es que llamamos “arte” a cualquier actividad que no persiga en primer lugar fines prácticos. Esto es interesante porque lo que llamamos “arte” solo tiene que ver parcialmente con la etimología de la palabra “arte” (técnica). La técnica casi siempre (o siempre) persigue fines prácticos. Uno desarrolla una técnica para resolver algún problema práctico. Uno no se plantea eso deliberadamente como fin principal o primordial cuando hace arte. Eso no implica que uno no pueda encontrar usos prácticos en el arte. De hecho, el arte puede servir para algo: puede aliviarnos de un dolor de cabeza, puede hacernos sentir bien en general, puede alimentar nuestro sentimiento de pertenencia a una comunidad, puede ampliar nuestro conocimiento del mundo al que pertenecemos o de mundos a los que no pertenecemos, puede situarnos cognitivamente y afectivamente en mundos alternativos cuyo examen nos puede ayudar a resolver problemas en el mundo práctico o puede aliviar nuestra mente “atormentada”, y es legítimo y muy bueno que nos sintamos así con el arte. Pero el arte surge de un desvío de la búsqueda de un fin práctico. El arte no sirve para algo en especial. Y si uno lo piensa bien, hay una postura ética en ello: algo puede ser bueno independientemente de su utilidad. Yo creo que lo más lindo que nos puede enseñar el arte es eso. Y, claro, el arte sonoro no es ajeno a eso. Y no hay que ser graduado en música ni en una de esas novedosas instituciones académicas de arte sonoro que comienzan a aparecer en diversas partes del mundo para hacer arte sonoro. No es necesario tampoco suponer que cualquier cosa que hagamos con los sonidos solo adquiere el status de “arte” si expresa la sucesión de Fibonacci o cualquier canon matemático. De hecho, hasta podemos encontrar las proporciones áureas en un escupitajo o en un montón de basura maloliente si indagamos bien. En cuanto a lo que llamamos “música experimental”, las cosas sí son un poco más complejas. Y son más complejas porque hay otra cuestión en juego: ¿a qué llamamos “música”? Podríamos estar discutiendo una eternidad sobre el tema. El asunto polémico es si acaso la música depende de lo que podríamos llamar un “lenguaje”. Y, de nuevo, las cosas podrían ponerse complicadas si no nos ponemos de acuerdo en lo que consideramos un “lenguaje”. Sin temor a equivocarnos, estamos seguros de que estas líneas aquí escritas no tendrían sentido si no fuese por un lenguaje: algún tipo de capacidad que nos permite generar cadenas de signos lingüísticos. Puede haber varios aspectos en juego; pero, en el fondo, hay uno en particular más importante: una sintaxis. Si suponemos que, si bien no hay precisamente signos lingüísticos en la música, hay, sin embargo, una sintaxis que nos permite concatenar sonidos, entonces podríamos hablar de un lenguaje en la música (lenguaje en el sentido de “sintaxis”). Música sería, por lo tanto, cualquier disposición sonora que efectuemos mediante algún tipo de sintaxis. El tipo específico de sintaxis que empleemos para concatenar sonidos es lo de menos: no interesa si es tonal, microtonal, atonal o lo que fuere (y sé que algunos encontrarían polémico hablar acerca de una “sintaxis atonal”, lo que considerarían una “contradicción entre términos”). Ahora bien, si le prestamos más atención a lo que hemos dicho, las cosas no dejan de ser polémicas por esta específica razón: ¿acaso es música la sola generación de cadenas de sonidos que responden a un ordenamiento sintáctico? ¿No encontramos acaso eso en el canto de los pájaros, en las emisiones sonoras de las diversas criaturas del mundo natural (incluido el lenguaje de los humanos) o incluso en los aparentes ruidos de algunas máquinas? De ser afirmativa la respuesta, parece necesario decir algo más para tener una idea más clara de a qué llamamos “música”. Habíamos dicho que la música supone algún tipo de lenguaje o sintaxis, pero esto no es suficiente. Ojo que no estamos suponiendo que quien hace música deba conocer explícitamente la sintaxis mediante la cual concatena sonidos. De hecho, la mayoría de personas que hacen música en el mundo no ha pasado por una academia que les enseñe “teoría musical”. No lo han hecho los indígenas boras de la Amazonía peruana que usan un complejo sistema de percusión que mimetiza su propio lenguaje verbal, no lo hacen los mongoles expertos en canto armónico, no lo hacemos nosotros cuando canturreamos en la ducha. Hablamos de un conocimiento más intuitivo. Quizá la respuesta esté en lo que un lingüista y poeta peruano, Mario Montalbetti, propone acerca de la poesía (o de ciertos poemas, al menos, para no caer en cierto “esencialismo”): poema es una construcción lingüística que le hace algo al lenguaje. Entendamos acá por “hacer algo” a “ponerse en la frontera misma de lenguaje y no lenguaje”. Podríamos extrapolar esto mismo para la música: la música supone un lenguaje (cualquiera que sea este), pero se sitúa en las fronteras de lenguaje y no lenguaje. Y, esta vez sí, lo hace adrede. Hacerlo adrede no implica que quien hace música conoce explícitamente su lenguaje y ha hecho un cálculo matemático de aquellas concatenaciones sonoras que, partiendo de su lenguaje, llegan hasta cierto punto a situarse en el borde o frontera misma de lo que es su lenguaje y lo que no es su lenguaje. Basta con que busque situarse sonoramente en esa frontera. De hecho, al menos en el mundo del lenguaje verbal, uno, por diversas razones, al hablar en ciertas situaciones comunicativas, “contraviene” hasta cierto punto su lenguaje; pero sería ingenuo pensar que uno lo hace adrede. Dicho todo esto, habría que ocuparnos ahora de lo que queremos decir con “experimental” cuando usamos la expresión “música experimental”. Si acaso tal expresión es algo más que un “cliché” y tiene algún sentido, convendría hacer algunas precisiones a propósito del adjetivo “experimental”. Antes de abordar ello, debo reconocer que hay toda una pesada carga cultural en el término “experimental”. Me explico: por un lado, algunos suelen pensar que para ser “experimental” en algún arte, cualquiera que esta sea, uno debe ser muy especial, algo así como un miembro de una élite de chamanes superdotados. No supondré tal cosa aquí. Por otro lado, hay otros que que se sitúan al otro extremo y piensan que arte “experimental” es justamente aquel que ejecutan “los menos dotados” para el arte: los que no aprendieron bien los lenguajes con los que se hace “arte” y no saben qué hacer. Tampoco asumiré tal idea aquí. Ambas formas de ver las cosas las considero erróneas. Para empezar, todos los que hacen arte experimentan de un modo u otro, no quizá como lo hace un científico en un laboratorio, pero experimentan al fin y al cabo. Esto nos permite sugerir que no hay una línea demarcatoria clara entre lo “experimental” y lo “no experimental”. Todo arte implica algún conocimiento intuitivo de algún lenguaje y al mismo tiempo un conocimiento intuitivo aunque tentativo de las fronteras de los lenguajes con los que opera. En ese sentido, yo considero que “música experimental” se sitúa en un espectro que va desde el menor juego de búsqueda adrede de las fronteras de un lenguaje hasta las búsquedas más sistemáticas de esas fronteras. Solemos llamar “música experimental” a uno de los extremos de ese espectro. ¿Significa que los que se sitúan en ese extremo del espectro son “mejores” que los que están al otro lado del espectro”? De ninguna manera. ¿Significa que por desconfiar de las rutinas más usadas de un lenguaje son menos conocedores de su lenguaje y por lo tanto “peores”? Tampoco. Ahora bien, alguien podría estarse preguntando a estas alturas: ¿cuál es la diferencia entre arte sonoro y música experimental? Habíamos dicho muy brevemente que el arte sonoro es cualquier uso “no práctico” que se haga del sonido. No está mal para empezar, pero no es suficiente. Esto no nos ayudaría mucho, por ejemplo, para entender si el arte sonoro y la música (experimental) son dos cosas distintas. Entiendo que la relación es compleja y sería erróneo suponer entre ambos dominios una oposición binaria. Empecemos por identificar parecidos y diferencias “de familia”. Empecemos por el eje de la “modalidad”. El arte sonoro suele ser más multimodal que la música (experimental). Alguien podría sentirse desorientado y pensar que todo, absolutamente todo, lo que tiene que ver con sonido es solo sonido. Si el arte sonoro y la música son conjuntos de prácticas que operan sobre el sonido, ¿por qué plantear multimodalidad? La respuesta quizá sea difícil de resumir en unas pocas líneas. Acá recomiendo revisar la propia historia del arte en la humanidad. Para empezar, lo que llamamos “música” no siempre existió como un dominio separado de otras prácticas sociales. La música “separada de todo lo demás” es una invención de Occidente. Lo musical (para no hablar aún de “la música”) era parte de lo ritual, lo ritual era parte de lo religioso y esto también tenía alguna relación con el mundo práctico. Así empezó todo. La complejidad de las relaciones sociales y económicas fueron trayendo una mayor división del trabajo y en algún momento fueron apareciendo prácticas desligadas de las finalidades productivas. Lo que llamamos “arte” responde a eso. Y a mayor especialización y tecnologías, mayores y nuevos tipos de arte. Y cada arte con sus órdenes materiales y simbólicos propios y pretendidamente indistinguibles de todo lo demás. En el caso de las artes relacionadas con el sonido, el advenimiento de las vanguardias de principios del siglo XX comenzó a resquebrajar el edificio. Hasta que llegó el músico John Cage casi a mediados del siglo pasado y puso las cosas más interesantemente complicadas: el sonido ya no interesa solo como producción sino como recepción, como escucha. Ya no se trata entonces de que los músicos, juntitos todos ellos frente al público lo hacen todo. No, la otra parte del juego está en la escucha. Y la escucha se abre a todo el universo sonoro, desde nuestras cabezas hasta lo que está fuera de ellas. Revoluciones paralelas en la música ya habían complejizado el universo de lenguajes y nos llevaron más allá de la tonalidad. En una línea más psicológica, el derrotero abierto por John Cage fue llevado hasta otros extremos por Pauline Oliveros, teórica y experimentadora de la escucha y la acústica del espacio. El tema del aprendizaje de un lenguaje musical comenzó a dejar de tener la importancia que tenía antes incluso al interior de la misma academia. Ciertas experiencias de gente que experimentaba originalmente con lo sonoro se abrían a modalidades no propiamente sonoras: lo visual, lo kinestésico, lo olfativo y lo performático comenzaban a interactuar con lo sonoro y se iba abriendo el eje de la modalidad. La experiencia del colectivo Fluxus fue fundamental en esto. Y fue así que comenzó a llamarse “arte sonoro” a toda práctica que si bien estaba orientada a la experimentación con sonidos se abría a la multimodalidad. El eje de los lenguajes, ya abiertos desde la propia música, esta vez por la propia diversidad de lo multimodal, se abría aún más a otros códigos. Hay, pues, en el arte sonoro, no solo una orientación multimodal más marcada que en la música (experimental), sino también una suerte de proliferación o dispersión “lingüística”. Y en el eje de la relación productor-receptor, también en el arte sonoro hay una indagación más profunda que en la propia música experimental por incorporar un mayor interés por la dimensión de la escucha, tanto desde sus aspectos neurofisiológicos, como sus aspectos psicológicos, acústicos, radiofónicos y socioculturales. Nuevamente, las diferencias entre arte sonoro y música experimental no son las de una oposición binaria, sino las que podemos encontrar en un espectro donde lo que se llama “arte sonoro” prefiere situarse en el eje de la modalidad hacia el extremo de la multimodalidad, donde en el eje de la codificación prefiere situarse hacia el extremo de lo que llamo “la dispersión de códigos” y donde en el eje de la relación productor-receptor se prefiere situar oscilante entre productor y receptor, en una opción más clara por lo relacional.
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