Si los primeros modernos españoles eran idealistas vinculados a movimientos políticos de protesta, transgresores intelectuales o golfos que trataban de modificar su cosmovisión a través del consumo de drogas, los actuales son cínicos representantes de un fin de ciclo. Sin embargo, entonces como hoy, siempre se han sentido diferentes. Pau Malvido, moderno pionero, habla: «Cuando nosotros éramos los únicos modernos en medio de un mundo uniforme, gris, estrecho, moralizante, nuestra exaltación, nuestra conciencia de la brutal diferencia que había entre nosotros y el mundo, esa sensación de gran aventura nos protegía un poco de las propias contradicciones». Es el clásico «ellos versus nosotros», en el que «nosotros» somos distintos y mejores. Gracias a este contraste, como dice Malvido, nos cegamos ante nuestros propios defectos.
Para lograr su objetivo, los modernos deben realizar una serie de esfuerzos nada insignificantes. Ser moderno exige una labor constante y, aunque sea un rol tradicionalmente representado en un espacio de ocio, puede llegar a ser trabajoso. La finalidad de esa labor es obtener privilegios sociales a través de una acumulación de capital simbólico. Dicho capital es un concepto del sociólogo Pierre Bourdieu, según el cual vinculamos cualidades positivas a algunas personas, como la autoridad, el prestigio, la reputación, el crédito, la fama, la notoriedad o el buen gusto. Aunque no se trate de un capital necesariamente económico no deja de ser socialmente efectivo. Que este trabajo por la distinción se apropie de la vida entera, invadiendo nuestro tiempo libre, deriva de una ética de consumo que monopoliza todos los espacios de la vida social, incluyendo el tiempo de ocio. No solo debemos trabajar para ganarnos la vida sino que estamos obligados a consumir e incluso a hacer de nosotros mismos productos de consumo. El moderno, siempre en la palestra, quiere atesorar una imagen cotizada en el ojo ajeno. Ser moderno es un trabajo no remunerado económicamente a desempeñar cuando escasean obligaciones más imperiosas y que, en el proceso, reporta recompensas sociales.
Por la dedicación que exige, a cierta edad muchos modernos se ven obligados a abandonar su estilo de vida hedonista en favor de necesidades más acuciantes, ya sean biológicas o culturales: la reproducción, el desempeño profesional, etc. Ser moderno es exigente y no puede cumplirse en todos y cada uno de nuestros episodios vitales. Se trata de un esfuerzo casi enteramente social, por lo que todo periodo en el que uno deba refrenarse de los encuentros en la esfera pública perjudicará su estatus como moderno.
Para estar en el candelero uno debe mostrarse, y siempre pueden existir obligaciones que interfieran con dicha visibilidad. Por ejemplo, raperos y modernos como el «Costa» se han visto casi obligados a ir ciertos locales nocturnos muchos fines de semana para seguir estando en el candelero. Y esto ocurre a todos los niveles de la fama. Como dijo Iggy Pop: «No quiero verme obligado a vivir en Nueva York solo para que no se olviden de mí».
Con todo, el moderneo se preserva mejor que antes, independientemente de la localización. Actualmente puede incrementarse la exposición del individuo a través de las redes sociales con lo que no es necesaria la presencia física en el lugar de moda, o puede integrarse a los propios hijos en un contexto vanguardista. Con todo, muchos modernos no superan estas fases de transición.
Antes de seguir quiero decir algo sobre el contenido de la palabra «moderno». El concepto de modernidad representa todo aquello que es reciente, novedoso, no sobrepasado. Por eso la modernidad como fase histórica no ha sido superada. Entendida así, la modernidad representaría «lo último», una realidad en constante cambio, siempre mutable, casi imposible de asir: lo último siempre es lo último. Esto dificulta mi trabajo a la hora de fijar mi análisis, aunque no lo imposibilita. Lo moderno puede dejar de serlo con toda celeridad, aunque algunas de las modas asociadas a él tengan en ocasiones una relativa duración (pensemos en el hipsterismo). Por esta razón quiero centrarme en el común denominador que caracteriza a los modernos de todos los tiempos.
En España la idea de un sujeto como encarnación de lo moderno solo cobra importancia social a partir de los últimos años del franquismo cuando, gracias al boom económico, algunos jóvenes pueden permitirse recrear la cultura juvenil de países anglosajones. Se entiende que esa cultura se basa en el consumo y exige tiempo de ocio para ser vivida.
Existe aquí un interés por gozar de la existencia y encontrar un sentido a la vida que vaya más allá del trabajo y la familia. La realidad económica de la España anterior a ese periodo no dejaba espacio para ese tipo de entretenimientos. Solo un buen excedente de tiempo y dinero puede fundamentar frivolidades identitarias de este género. Sin ese excedente, lo que acuciaba a los jóvenes era llevarse algo a la boca, sobrevivir, obtener suficiente estabilidad económica. Como reza el nombre de un grupo de Facebook: «Antes los paletos llevaban boina, ahora llevan pendientes de brillantes». Con el desarrollo económico, esas personas que ya tenían cubiertas sus necesidades básicas aspiraban a satisfacer otros anhelos: a sentirse especiales, a vivir nuevas experiencias. Al decir esto reflejo un simple hecho tanto sociológico como psicológico: el hombre occidental tiene un hambre que nunca es capaz de saciar. Jamás se redime la persona de sus anhelos; estos no desaparecen, se transforman.
Nuestra estructura social está diseñada no solo para no saciar nuestro deseo, sino para fomentarlo. Una vez quedan satisfechas las necesidades básicas y se cuenta con el sustento como hecho autoevidente, tratamos de dar sentido a la vida de varias maneras. Esta búsqueda de sentido no siempre ha sido una tarea tan compleja como cabría esperar. En tiempos anteriores imperaban en Occidente sistemas simbólicos cerrados y monolíticos que servían para orientarnos debidamente. La religión daba sentido a la vida, neutralizando relativamente la angustia existencial de las personas. Sin embargo, con los nuevos tiempos estos sistemas se fueron resquebrajando, dando paso a una ideología racionalista y tecnológica que tiene poca mano con los aspectos anímicos más acuciantes del ser humano: ¿Quién soy? ¿Cuál es mi lugar en el mundo? ¿De dónde venimos? ¿Adónde vamos? La falta de una solución a estos problemas, que produce intensa angustia existencial, es fuente de la incesante actividad que caracteriza a las naciones occidentales. La actividad frenética de nuestras amplias comunidades refleja un estado de inquietud colectivo, contrario al reposo y a la paz interior. Buscamos en el «crecimiento» y la distracción modos de encontrarnos a nosotros mismos o, más bien, de escapar de nosotros mismos. Domina la búsqueda de una quimérica felicidad, una supuesta quietud definitiva, que nunca llega. Como fruto de dicho ajetreo, de esa huida, encontramos el moderneo. Este busca crear sentido a través de la construcción de una identidad social. Se sobrentiende que esta identidad está unida inextricablemente al consumo y al gasto económico.
Esta identidad anhelada (la de moderno) se caracteriza o define por representar lo más innovador en el mundo del ocio, del consumo y la estética. Los modernos encarnan las últimas tendencias en el terreno de la expresión personal, la actitud, formas de vestir, jerga, porte. A través de dicha expresión aspiran ante todo a reforzar su imagen social. Para lograrlo se presentan como poseedores de un bien exclusivo e intransferible que solo unos cuantos atesoran. Quieren ser contemplados como seres socialmente diferenciados.
El moderno debe ser cualitativamente diferente a los demás, poseer un aura de distinción. La contradicción en todo ello es que trata de lograrlo por medios contingentes: apariencia, ropa, tatuajes, vocabulario, gustos, que, en realidad, están al alcance de todos. No es gracias a una sustancia propia (talento, inteligencia, carisma) que el moderno destaca, sino por tres medios: 1) el uso de símbolos, 2) un saber ritual aprendido, y 3) la adquisición de bienes de producción industrial. Aunque destacar a través de símbolos haya sido algo común en todo tiempo y lugar, hoy impera desaforadamente, de acuerdo con los intereses y necesidades de producción de la sociedad de consumo.
El moderneo es en su esencia un producto de la globalización. Por ejemplo, si vemos un hipster, ya sea en España, Italia, Londres o Nueva York, nos encontraremos con una misma referencia o arquetipo. Existe una identidad comercial que trasciende fronteras y que puede ser consumida por aquel que cuente con los recursos necesarios. El sujeto que así lo decida portará elementos que sirvan para su identificación. Lo mismo ocurre en el caso del llamado «perroflauta», la síntesis entre hippy y punky (en otros tiempos archi-enemigos), producto de las clases medias, que puede ser reconocido en cualquier país. La uniformidad transnacional es esencial para la configuración de este tipo de identidades.
En Occidente no solo podemos aspirar a consumir, sino que nos vemos obligados a ello tanto moral como estructuralmente. A nivel moral, porque lo hace todo el mundo, y ya se sabe que la moral concreta de todo pueblo es la expresión de necesidades colectivas (las acciones moralmente buenas son aquellas que benefician al organismo social y su correcto funcionamiento); y a nivel estructural porque resulta necesario para sostener nuestra existencia (sin consumo la economía se desploma). La promiscuidad del consumo es esencial al moderneo. El consumo en este terreno no se caracteriza por ser de carácter lujoso. Uno solo debe dirigirse a la tienda más cercana y comprar aquello que necesita para apropiarse el aura deseada. Con una serie de complementos alguien puede convertirse en moderno en el transcurso de unos minutos, aunque el proceso de integración social en la subcultura sea algo más diferido.
El moderneo como elitismo no es real puesto que es un fenómeno de masas internacional, potencialmente accesible a todos. No postulo que sea propio de miembros de la clase trabajadora, ni de las clases más privilegiadas, ya que a pesar de existir modernos chonis y pijos (fácilmente identificables), el moderneo mayoritario es aquel que cultivan los hijos de las antaño omnipresentes clases medias. Si el moderneo a mediados y finales de los años noventa era algo más exclusivo, por ser asunto de pocos, ahora está muy difundido.
IÑAKI DOMINGUEZ
Sociología del Moderneo
2017
No hay comentarios.:
Publicar un comentario