Nuestro desarrollo profesional está muy condicionado por nuestros recursos económicos, entorno familiar y contactos. Según algunos estudios, el 80 % de las personas en España obtiene su puesto de trabajo gracias a relaciones personales. El hecho de que muchos modernos vengan de las clases medias, habiéndose criado en una época de bonanza económica, dentro del contexto ideológico liberal, ha hecho que se sientan con derecho a tener éxito. Existe además un factor de perspectiva histórica: «Mis padres vivieron mejor que mis abuelos, por lo que yo viviré mejor que mis progenitores». Ese punto de vista ha creado la falsa ilusión de un progreso y crecimiento social y económico sin límites (una fetichización del progreso). Una infancia y juventud privilegiadas han alimentado la sensación de que todo es posible. Entre gente especialmente joven existe incluso un desprecio del éxito paterno, como si fuera poca cosa. A un amigo mío de clase trabajadora su madre le ofreció una portería (no de fútbol precisamente) y no quiso aceptarla. En tono de broma me dijo: «Yo entonces me creía una mezcla entre Brad Pitt y Jim Morrison y no quise. Ya me gustaría tener esa oportunidad hoy en día». En 2004, otra amiga, que entonces tenía veinticuatro y estudiaba cine, comentaba que no necesitaba tener éxito como artista, le valía con tener un salario de tres mil euros al mes. Hoy tiene treinta y cuatro años y no encuentra trabajo. En mi caso la cosa no era muy distinta, ¡era bastante peor! Uno solo entiende las dificultades con las que se enfrenta cuando se estrella con el brutal mundo de los hechos.
El mundo laboral ha cambiado mucho en los últimos tiempos. Algunas profesiones tradicionalmente destacadas han perdido mucho fuelle y generalmente las carreras universitarias no sirven con tanta eficacia a los graduados en su desempeño profesional. Si antes la clase obrera era fácilmente distinguible, hoy en día hablamos de obreros cuando nos referimos a trabajadores manuales. No obstante, desde hace unos años han podido ganar más dinero que un médico, un abogado o un catedrático (trabajos cada vez con más sesgo proletario). Un profesional español de esta última categoría en los años cincuenta del siglo XX era algo así como un semidiós. Hoy, sin embargo, cuenta con poco prestigio social y puede llegar a trabajar muchas horas sin cobrar demasiado. Parece que se ha dado una transformación en el terreno laboral que no permite una sencilla y clara clasificación de clases sociales vinculadas a determinadas profesiones. Así, también los estudiantes universitarios van perdiendo más y más prestigio, al igual que los estudiantes de posgrado, doctorados y demás tipos de formación académica, que se degradan por su propia abundancia.
Cabe añadir a todo esto que en la actualidad queremos trabajar en profesiones vocacionales. La genuina vocación, sin embargo, es poco común. Lo que prolifera actualmente son las falsas vocaciones asociadas al consumismo. Los mercados fomentan una falsa autoestima necesaria para la satisfacción narcisista de deseos, entre los cuales se encuentra el desempeñar un determinado oficio. Obviamente, existen estrechos vínculos entre nuestra profesión y la construcción de nuestra identidad. Cierto, «somos lo que tenemos», pero también «somos lo que hacemos». La profesión es importante no solo por su valor económico, sino también simbólico. Hay que tener una profesión interesante para mejorar la imagen y la reputación social.
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Vocaciones y creatividad de las clases medias aparte, voy a retratar las profesiones típicas de modernos. Para empezar, podemos decir algo del estilismo. La idea de ser estilista está vinculada a una visión glamurosa de la vida. El estilo y la moda son elementos importantes en la sociedad de consumo. Lo estético está estrechamente relacionado con la identidad y desvinculado de las necesidades primarias. No es de extrañar que personas criadas en un entorno económico estable crean en su valor como individuos con estilo.
Los modernos consideran que tienen estilo y les gusta que se les pregunte por su criterio estético. En «Lo hipster a juicio» (Tentaciones), usuarios del Mercado de Motores responden a la pregunta: «¿Cómo definirías el estilo que decora tu casa?». Varios encuestados ofrecen diversas respuestas: «Es una mezcla de cosas antiguas y modernas...»; «vintage»; «es ecléctico»; «moderno, sin llegar a ser hiperactual»; «aleatorio»; «no es nada moderna porque... bueno, la tele es moderna, pero... bueno... ¡y yo!».
El eclecticismo, es uno de los fundamentos de la estética del moderneo actual. Este principio queda perfectamente ilustrado en la ropa que viste cualquier estilista que se precie. Lo que choca al espectador no iniciado al ver la indumentaria de un estilista es el efecto pastiche de distintos complementos articulados en constelaciones imposibles. La impresión es que el estilista en cuestión ha tomado cada elemento de un sitio distinto, sin que su look exprese un discurso unitario, una coherencia o integración orgánica de complementos. No obstante, esa reacción en el profano resulta lógica, pues, ¿quién querría vestir como un diseñador de moda? Bajo ningún concepto aceptaría yo consejos a la hora de vestir de un tipo ataviado como Karl Lagerfeld o John Galliano.
Aunque proliferen cursos y masters sobre moda y estilismo, obtener un puesto de trabajo en este sector es realmente complicado. Para ser personal shopper (aquel que va de compras con una persona adinerada para ofrecerle consejo y potenciales prendas que se ajusten tanto a la moda como a las idiosincrasias del contratante) o coolhunter en un país como España es fundamental contar con recursos y contactos personales, ya que no existe mucha demanda de profesionales. La mayoría de personas que trabajan en este campo, de hecho, pertenecen al moderneo más pijo y bien relacionado.
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Otro de los sectores profesionales más propios de modernos ha sido siempre la publicidad. Si uno pisa los aposentos de una de sus agencias se encontrará de inmediato con un nutrido grupo de gafapastas de toda la vida. Esto es lógico ya que la publicidad debe estar siempre en sintonía con lo último de lo último. En este sentido, los creativos publicitarios son los modernos más conscientes, puesto que su tarea consiste precisamente en manipular las conciencias ajenas. Desde la emisión de Padres forzosos (1987-1995) (Jesse y Joey eran creativos publicitarios) y la película Big (1988), el mundo publicitario ha sido considerado un asunto divertido y creativo. Especialmente en Big, película en la que un niño se hace biológicamente adulto de golpe, nos encontramos con que los pequeños están especialmente dotados para trabajar en el mundo de la publicidad creativa. Como si este campo fuese un juego, una especie de ocio remunerado o prolongación del despreocupado mundo infantil. La actitud juvenil general del moderneo encuentra especial acogida en el terreno de la creatividad publicitaria.
Mi impresión es que las agencias de publicidad cultivan también esta imagen. Al visitar una para hacer un anuncio como actor, me encontré nada más entrar con un tipo tumbado en unos cojines, entre globos de colores, con una libreta en la mano. Digo yo que esa era la zona creativa o de las ideas. Al ver este tipo de cosas uno tiene la impresión de estar ante un privilegiado que habita un mundo paralelo, al que se le paga por tumbarse a imaginar y que, como los dioses del Olimpo, se alimenta de néctar y ambrosía. Según mis fuentes, sin embargo, la cruda realidad es que el mundo publicitario puede ser duro y estresante, y más que un juego de niños puede ser un juego de tronos.
En los últimos años han aparecido otros oficios en el mundo digital análogos al de creativo publicitario. Entre ellos el que se lleva la palma es el archiconocido y renombrado «community manager». Se trata de un «profesional responsable de construir, gestionar y administrar la comunidad online alrededor de una marca en internet, creando y manteniendo relaciones estables y duraderas con sus clientes, sus fans y, en general, cualquier usuario interesado en la marca». Una de las funciones esenciales de este tipo de profesionales consiste en crear contenidos de internet. Tales contenidos deben entretener e interesar a las personas que navegan por la red. Por eso un community manager tiene que estar en la onda y, al igual que un coolhunter, tratar de predecir en qué dirección se mueven los intereses y gustos de la sociedad. Los contenidos de internet, por otra parte, realizan la función que antaño ejercía la televisión. Sirven ante todo para dejar la mente en blanco, para que el pensamiento crítico cese y las angustias existenciales queden soterradas en el inconsciente. En este sentido, Instagram, al igual que Facebook, es como un «pozo sin fondo». Uno puede pasarse horas viendo cosas sin importancia, sin percatarse del paso del tiempo. Sirve, principalmente, para descansar la mente en una pura contemplación relajada y pasiva, que puede llegar a ser muy adictiva.
¿Qué viene a nuestras mentes cuando hablamos de blogueros? Una persona que pasa el tiempo escribiendo sus ideas o sube sus fotos a una plataforma online que pocos consultan. Todo el mundo sabe de la existencia de blogueros, muchos de ellos son amigos nuestros. Otra cosa son los blogueros famosos. Entre los profesionales con más éxito nos encontramos con mujeres jóvenes que revelan sus secretos de belleza y presentan catálogos de ropa. El estilo de estas blogueras o «it girls» es imitado por sus admiradoras, que compran los productos que estas promocionan. Si el blog en cuestión es muy conocido, la bloguera deberá contar con el apoyo de un community manager para que gestione los contenidos de la web. Puede ocurrir que la bloguera en realidad solo preste su imagen a cambio de suculentas ganancias. Naturalmente, las marcas interesadas pueden pagar importantes cantidades de dinero para publicitar sus productos en esos blogs.
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Lamentablemente, en contraste con la realidad virtual del mundo online de la imagen y los contenidos, nos encontramos el mundo material, al que muchos modernos han de dirigirse para ganarse la vida como ángeles caídos o seres expulsados del paraíso terrenal.
Cuando las cosas no salen a pedir de boca hay que lidiar con hechos no tan halagüeños y el destino le remite a uno al sector servicios. Los modernos están cada vez más presentes en la restauración: en restaurantes ecológicos, gastrobares y locales de brunch. La restauración en clave vanguardista es cada vez más reconocida. Ningún señor de la edad de mi padre se sorprende ya ante un camarero con barbaza, tatuajes y piercings, complementos plenamente normalizados. Si antes tenías que cubrirte los tatuajes para trabajar de cara al público, hoy en día tu jefe te animará a mostrarlos. Si antiguamente un restaurante caro debía mantener una estética conservadora, actualmente ocurre casi lo contrario.
Los camareros modernos generalmente son más simpáticos, corteses y glamurosos, aunque no muy eficientes ya que, en el fondo, ninguno es camarero de profesión o vocación. Son todos actores, músicos o aspirantes a escritor. En realidad, la gran mayoría está luchando por hacerse un hueco en el mundo de la interpretación y ve su trabajo en la restauración como algo pasajero. Esta fuerza de trabajo con aspiraciones creativas aporta un toque de distinción y glamour en el terreno de la atención al público: «Quizás no seas Brad Pitt pero, ¡como camarero estás de puta madre!». Percibo aquí una tensión clara entre la identidad interior del individuo y su imagen social objetiva (materializada en la profesión a la que se dedica). La autoimagen es una cosa y otra son los hechos: la imagen que la sociedad nos devuelve de nosotros mismos. Los humanos somos animales sociales y necesitamos del otro para construir nuestra identidad. Sólo a través del trabajo y el desarrollo en el mundo material podemos transformarnos. Aunque estas personas se sientan alienadas y trabajen en un mundo al que no creen pertenecer, no todo son desventajas para ellas. El aspirante a actor o actriz puede ejercitar sus habilidades de comunicación y sus aptitudes para las relaciones sociales, puede conocer personas que quizás le ayuden en su carrera y comenzar relaciones personales muy satisfactorias con compañeros de gremio y personas con las que se vaya encontrando. No obstante, pocos modernos quieren realmente desempeñar estas funciones por el simple hecho de que no son vocacionales y, por tanto, no reportan placer.
IÑAKI DOMÍNGUEZ
Sociología del Moderneo
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