Un común denominador del moderneo actual es la descontextualización de aspectos bien conocidos para ser reinterpretados en clave alternativa. De esto tenemos innumerables ejemplos: las antiguas fábricas reinventadas como centros culturales, las tiendas vintage en las que cada producto tiene una procedencia singular, las sesiones heterogéneas de amalgamas musicales en discotecas, el diseño de tatuajes carcelarios, los abrigos de puta callejera de los setenta, los tarros de mermelada usados para beber a la hora del brunch, las barberías, el relanzamiento del móvil Nokia 3310, la asistencia de modernos a bares de viejos o las piezas de mobiliario heterogéneo en locales modernos, cada una con un estilo y procedencia propias. En la reproducción de este patrón participan muchos agentes: dueños de comercios, coolhunters, estilistas, community managers, «squatters», grandes empresarios, consumidores y un largo etcétera.
Los tatuajes, por ejemplo, originalmente propios de marginados sociales, han sido integrados en la vida cotidiana, inicialmente por la vía de hooligans ingleses y moteros estadounidenses. Una vez que estos adornos se han vuelto convencionales, el moderneo hipster ha querido volver a las raíces, y parte de los diseños imperantes hacen referencia directa al mundo naval y penitenciario. Entre muchas bandas carcelarias norteamericanas como la Mexican Mafia el hecho de tener el cuello tatuado o una lágrima negra bajo el ojo significa haber matado a alguien. No obstante, no es raro ver gente por la calle con el cuello tatuado, también el dorso de las manos o incluso las palmas. Por su visibilidad, estas zonas del cuerpo habían sido tradicionalmente preservadas de marcas y solo algunos presidiarios se atrevían a tatuárselas como muestra de desprecio hacia la sociedad y sus valores. En los últimos tiempos, sin embargo, los presidiarios se han visto obligados a cambiar de enfoque. La comercialización de sus signos identitarios ha hecho que los convictos más duros (los «shotcallers» americanos, los «kíes» españoles o los «meros, meros» mexicanos) deban recurrir a medidas más radicales para su identificación: tatuarse la cara (simulando maquillaje de payaso), los labios, las cejas o incluso ennegrecerse el blanco de los ojos. Parece que tanto presidiarios como modernos comparten esta lucha por el exceso estético, y los rostros de muchos hipsters y raperos de discoteca no carecen hoy de diseños en tinta.
Básicamente, el moderneo consiste en reubicar elementos del discurso tradicional en un nuevo orden. Aunque en cierta medida esta es la propia naturaleza del progreso (reordenar elementos diversos en nuevas constelaciones, superando previas asociaciones de ideas fijas), lo que distingue a la época actual como moderna es la nostalgia con respecto al pasado, la no creación de nada realmente novedoso estéticamente hablando y ese explícito rearticular y rescatar antiguas ideas, objetos, estilos, para darles un nuevo sentido. Si dicho reciclaje simbólico producía en otras épocas transmutaciones sociales, hoy satisface necesidades de consumo. Este hecho se fundamenta en la realidad económica y en la necesidad del mercado de aportar novedades al consumidor para que compre ad infinitum. Ya que la introducción interminable de verdaderas novedades en el mercado es imposible, es necesario reciclar fenómenos bien conocidos para darles un aire de innovación que sea cebo para su consumo. Igual que el sensacionalismo de telediario descubre «nuevas drogas» (como, por ejemplo, la metanfetamina, cuyo origen se remonta a 1919), el mercado quiere crear necesidades y otorgar a cosas viejas nuevos nombres.
Esta forma de reubicación está presente también en el eclecticismo estético moderno. Este es un reflejo simbólico tanto del relativismo del todo vale, como de la caótica promiscuidad del consumo. Nos induce a celebrar la naturaleza siempre cambiante de la realidad en un mundo polifacético en el que impera un falso multiculturalismo, o multiculturalidad de Coca-Cola. Reina un elogio de la diferencia bajo la bandera del capitalismo; bajo la égida de marcas que trascienden fronteras. Se tolera la diferencia cultural a nivel de imagen, pero no una diversidad real de posicionamientos. La tolerancia dogmática, en realidad, respeta únicamente aquello que se ajusta a un modelo preestablecido, y la libertad de expresión engloba solo aquello que se adapta a los prejuicios ideológicos del liberalismo económico. En este contexto el moderneo refleja una forma de diversidad estandarizada cuyo objetivo último es la expansión ilimitada del consumo.
Por otro lado, el pastiche se ha convertido en la única forma de innovar. Este hace uso de la arbitrariedad misma para despojar al discurso estético de toda coherencia lógica. Existe la sensación de que todo ha sido inventado y que la originalidad consiste en la producción de paradojas; algo que encuentra un precedente en el mundo del arte moderno, en el que la falta de sentido o la noción de un sentido oculto dotan a la producción artística de valor. Junto al eclecticismo visual, culinario y decorativo, la música del moderneo refleja esta realidad en las letras de canciones que no tienen sentido aparente: véanse grupos internacionales como War Paint, Chairlift, Beach House o Grimes, o raperos modernos como Pimp Flaco y Kinder Malo, entre otros muchos. Refleja esto, además, la naturaleza dogmática del valor y la falta de capacidad crítica del consumidor. Puesto que los productos culturales integrados en constelaciones identitarias cumplen la función esencial de moneda de cambio para la interacción social, la comprensión de sus contenidos carece de importancia.
Otra alternativa a esta escasez de novedades es el retorno al pasado o el cultivo de estéticas retro. El moderneo representa una mirada hacia atrás. Los modernos de los sesenta y setenta no compartían la fijación actual con el pasado. Se entendía que lo bueno estaba por venir. Es contradictorio que «lo último» esté siempre imbuido de pasado. En la música se quieren recrear los sonidos retro, ya sea empleando un amplificador de válvulas, una mesa de mezclas antigua, un micro de los años cincuenta o un sintetizador de los ochenta. En relación a textos escritos se ha puesto de moda publicar fanzines e incluso redactar en máquina de escribir. En los últimos tiempos se han llevado chándales retro de colores, sombreritos en la coronilla, pendientes de cruces a lo George Michael, camisas de estampados florales y botas militares pre-grunge. En este retorno al pasado lo que impera es una búsqueda de lo auténtico, esa piedra filosofal o santo grial del moderneo. Con la total invasión de la cultura del consumo y el espectáculo en nuestra realidad, ese anhelo se ha vuelto cada vez más quimérico. Nuestras vidas son cada vez más reales, más objetivas, más cínicas, más frívolas, más desnudas, más arbitrarias. Sin embargo, esa realidad no es considerada auténtica pues pertenece a un periodo de estancamiento histórico. Como reacción a este desencanto se busca otra realidad mejor, alejada del presente, distorsionada, idealizada, filtrada. Digamos que auténtico es precisamente todo lo contrario, lo espontáneo, aquello que se presenta desnudo al ojo y que, sin embargo, no pierde valor. Somos testigos de una búsqueda sin fin de lo auténtico en lo ajeno, en lo retro. Esto alimenta un ciclo infinito de apetito nunca saciado que, a su vez, estimula un consumo interminable.
Al igual que Heidegger explica el nihilismo cultural moderno no como un credo filosófico (nihilismo antiautoritario), sino como un fenómeno social en el que se ven inmersas las masas, ocurre lo mismo en el caso de esta descontextualización moderna. Muchos modernos actuales no entienden de reinterpretaciones, ni se consideran relativistas, ni saben generalmente nada de la descontextualización aquí referida. Las personas que actúan en el mundo generalmente no lo hacen con plena conciencia. La ambiciosa tarea del sociólogo consiste precisamente en revelar las causas que determinan las conductas. Nos encontramos ante la dicotomía hegeliana entre espíritu subjetivo y objetivo: las razones subjetivas por las que las personas actúan (conciencia), y las motivaciones y resultados objetivos (reales) de sus acciones. La conciencia moderna busca la autenticidad en el pasado y valora el arte ecléctico. Las fuerzas objetivas de mercado, sin embargo, solo quieren reproducir una sociedad de consumo que necesita del pasado para revenderlo en fórmulas recicladas. El moderneo es una subcultura del déjà vu. Como reza un anuncio de Adidas en el que aparece una Kate Moss adolescente con zapatillas «vieja escuela»: «Remember the future».
IÑAKI DOMÍNGUEZ
Sociología del moderneo
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