POR HÉCTOR BÉJAR
Carlos V se llenó de guerras y problemas en vez de construir un imperio cristiano universal. Sus sucesores heredaron un aparato inviable que solo sirvió para enriquecer más a los banqueros que habían sido socios de Carlos y a nuevos banqueros que llegaron después. El sistema no funcionó. El imperio cristiano universal se convirtió en imperio español. La separación de razas se convirtió en mezcla de razas. La discriminación por sangre hizo que los postergados se alojasen en lugares secundarios pero claves del aparato, el ejército y el comercio menor, desde los cuales conspiraron para hacerse lugar haciendo saltar la cúpula metropolitana debilitada por la invasión napoleónica. Una combinación de impasse económico del sistema e intervención extranjera: la inglesa comercial y la francesa intelectual y militar, terminaron trayendo abajo el mundo imperial.
Un grupo muy pequeño pero consistente de líderes de los sectores postergados de este sistema, a los que llamaríamos después libertadores, quiso hacer realidad otra utopía: la unidad continental de los pueblos de América con un gobierno de los sabios y justicia para los indios, aboliendo la esclavitud. Una vasta región libre con un monarca inca que sustituya al imperio desechado de los borbones. O una confederación de repúblicas gobernadas por aristocracias de la moral y la sabiduría.
Para realizar su proyecto hicieron la guerra con las técnicas que aprendieron en la metrópoli, el dinero prestado por los banqueros ingleses y los soldados que pudieron reclutar en Irlanda, Escocia, los llanos venezolanos, las serranías andinas y las haciendas de esclavos.
Fue una verdadera epopeya aquella que realizaron desde Buenos Aires y Caracas. Aprovechando la crisis del imperio consiguieron la separación americana de España separación que, en el caso de los criollos, fue también un desmembramiento cultural y emocional de una realidad social de la cual ellos eran una prolongación. Pero esa prolongación no podía echar raíces en un mar social que era indio y africano. Se agotaron en lo cultural. No pudieron construir en lo político. Se agotaron militarmente en una guerra de quince años, desde 1810 a 1824.
Mariano Moreno (probablemente) y Bernardo Monteagudo fueron asesinados. Los hermanos Carrera y Manuel Rodríguez fueron fusilados. Bolívar murió enfermo, amenazado de muerte, echado del Perú y Colombia, abandonado por Venezuela y Ecuador. San Martín tuvo que partir a un largo y amargo exilio, también apartado por quienes le sucedieron. O´Higgins tuvo que correr al Perú buscando refugio. Sucre fue ultimado por sus ex compañeros de armas. Simón Rodríguez murió aislado y olvidado en Amotape, en el polvoriento norte del Perú. Manuelita Sáenz acabó en la miseria en Paita y sus restos fueron arrojados a la fosa común.
Triste final, pero revelador. Los localismos, los nacionalismos, las intrigas de ocasión, las rivalidades, triunfaron sobre la idea de América. Federales en Argentina, separatistas en Bolivia, Colombia y Ecuador, el fraccionamiento pasó a ser desde entonces la ley histórica del continente y siempre pesó más que los esfuerzos o ideales de integración.
Los obstáculos geográficos, las dificultades de comunicación, las distancias culturales, los abismos entre riqueza y pobreza hicieron lo suyo: también explican la no realización de la utopía. El largo paréntesis de mestizaje, interculturalidad y anomia que separa aquella utopía sepultada de su probable renacimiento en un futuro impredecible.
Los españoles nacidos en América fueron hijos de la casualidad, nacidos en países con los que nunca terminaron de identificarse, víctimas de discriminaciones que veían injustas por parte de la que hubiesen querido que fuese su patria, España. A pesar suyo, eran blancos de segunda clase. Eran españoles americanos, es decir tenían un nombre y un apellido que los señalaba como especiales; una identificación que no correspondía al territorio que pisaban: la «España» de ultramar; aspiraban a ser parte de una identidad, la hispana peninsular, que no los aceptaba ni era la suya. Con excepción de los próceres jacobinos que tomaron las armas para luchar por la independencia convocando a mestizos, negros e indios (estos líderes fueron excepciones de un sentimiento general), tenían a menos a las castas por impuras y a los indios, por ignorantes y sucios. Nunca, hasta bien entradas las repúblicas independientes, dejaron su hispanismo. Habitantes urbanos en una época de ciudades minúsculas, desconocían tanto el país que pisaban, como la patria lejana de sus padres y abuelos. Sabían que su lugar en el sistema sería siempre el de segundones. No conocían la técnica de gobernar porque nunca habían gobernado. Con el tiempo, fueron sin embargo los gobernantes herederos de los libertadores, aquellos que decidieron la suerte de nuestros países durante las décadas republicanas. Encontraron al fin su lugar prominente en la república y la construyeron a la imagen de sus limitaciones mentales y culturales, de sus prejuicios e intereses. Las repúblicas fueron una proyección de sus conflictos, limitaciones y prejuicios. En México y la región andina prolongaron la dominación sobre los indios aboliendo las garantías que, para ellos, estableció la Corona. En Argentina, Brasil, Uruguay, Chile, continuaron la conquista que los españoles empezaron, hicieron su propia guerra con similar fanatismo (esta vez la religión positivista) y crueldad; y fundaron el sistema republicano sobre el genocidio. Las repúblicas del XIX fueron la prolongación de la conquista del XVI.
Se puede separar los quince años de guerras de independencia, del resto de la historia que continuó en América hasta hoy. ¡Qué período tan breve! ¡Solo quince años! Fueron resultado de la acción de un grupo muy compacto de líderes que combinaban la preparación intelectual ilustrada, excepcional para su tiempo, su conocimiento del mundo también excepcional (el de Francisco de Miranda es el caso más notable pero no el único) su experiencia en el ejército de la Corona y las acciones de armas que fueron realizando en las campañas libertadoras. Tenían ideas. Compartían un proyecto. Pero estaban lejos de las bases sociales consolidadas por la dominación española; y de sus propios seguidores inmediatos que procedían directamente de la realidad social colonizada. La realización de la utopía tropezó con inmensas barreras geográficas; con enormes dificultades de comunicación; y con grandes brechas culturales. Pero lo importante es dejar bien claro que la utopía y el proyecto existieron a pesar que han sido ignorados por las generaciones posteriores.
La perspectiva continental y global de los líderes de la emancipación sobrepasó la visión localista de quienes los secundaron. Consiguieron liderar a sectores importantes de la sociedad americana en la guerra contra España, pero no pudieron mantener ese liderazgo y sucumbieron ante las visiones localistas, federalistas y nacionalistas de sus jefes de segundo nivel que se convirtieron después en los caudillos que sumieron a nuestros países en un ciclo de guerras civiles llevadas a cabo por intereses pero no por ideas ni principios. Quedaron el poder, la riqueza y la guerra, puros y simples.
Esta visión continúa y no ha sido superada.
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