Historias de falsificadores. Jesús existió, sin duda, como Ulises y Zaratustra, de quienes importa poco saber si vivieron físicamente, en carne y hueso, en un tiempo dado y en un lugar específico. La existencia de Jesús no ha sido verificada históricamente. Ningún documento de la época, ninguna prueba arqueológica ni ninguna certeza permiten llegar a la conclusión, hoy en día, de que hubo una presencia real que intermediara entre dos mundos y que invalidara uno nombrando al otro.
No hay tumba, ni sudario, ni archivos; apenas un sepulcro que, en el año 325, inventó Santa Helena, la madre de Constantino, muy inspirada, pues le debemos igualmente el descubrimiento del Gólgota y el del titulus, el pedazo de madera que llevaba inscrito el motivo de la condena de Jesús.
También hay una pieza de tela cuya fecha, por medio del carbono 14, demuestra que data del siglo XIII de nuestra era, de modo que sólo un milagro hubiese podido lograr que envolviera el cuerpo de Cristo, el supuesto cadáver, más de mil años antes. Por último, encontramos tres o cuatro vagas referencias muy imprecisas en los textos antiguos —Flavio Josefo, Suetonio y Tácito—, es cierto, pero en copias hechas algunos siglos después de la pretendida crucifixión de Jesús y sobre todo bastante después de la existencia y deseo de complacer de aquellos adulones...
Pero, en cambio, ¿cómo negar la existencia conceptual de Jesús? Con la misma validez que el Fuego de Heráclito, la Amistad de Empédocles, las Ideas platónicas o el Placer de Epicuro, Jesús funciona de maravilla como Idea, la que articula una visión del mundo, una concepción de lo real, y una teoría del pasado pecaminoso y del futuro en la salvación. Dejemos que los amantes de los debates imposibles diluciden la cuestión de la existencia de Jesús y dediquémonos a los temas que importan: ¿qué contiene la construcción llamada Jesús?, ¿para hacer qué?, ¿con qué intenciones?, ¿con el fin de servir a qué intereses?, ¿quién creó esa ficción?, ¿cómo adquirió consistencia el mito?, ¿cómo evolucionó la fábula a través de los siglos?
Las respuestas a esas preguntas exigen que demos un rodeo por un decimotercer apóstol histérico, Pablo de Tarso; por un "obispo de relaciones exteriores", como se hacía llamar Constantino, también autor de un golpe de Estado exitoso; y por sus seguidores, Justiniano, Teodosio, Valentiniano, que alentaron a los cristianos a saquear, torturar, asesinar y quemar bibliotecas. La historia coincide con la genealogía de nuestra civilización, desde el ectoplasma invisible hasta los plenos poderes del fantasma que se extendió sobre un Imperio y luego sobre el mundo. La historia comienza envuelta en brumas, en Palestina, prosigue en Roma, y después en Bizancio, entre las riquezas, el boato y la púrpura del poder cristiano; reina aún hoy en millones de espíritus formateados por esa increíble historia construida en el aire, con improbabilidades, imprecisiones y contradicciones, que la Iglesia impone desde siempre por medio de la violencia política.
Sabemos, por lo tanto, que los documentos existentes son en su mayoría falsificaciones llevadas a cabo con habilidad. Las bibliotecas quemadas, los continuos saqueos de vándalos, los incendios accidentales, las persecuciones y los autos de fe cristianos, los terremotos, la revolución de los medios de impresión que desplazó el papiro en favor del pergamino y permitió a los copistas, sectarios fanáticos de Cristo, elegir entre los documentos rescatables y los prescindibles, las libertades que se tomaron los monjes al establecer las ediciones de autores antiguos en las que agregaron lo que hacía falta con miras a la consideración retrospectiva de los vencedores, constituyen más de un motivo de trastorno filosófico.
Nada de lo que perdura es confiable. El archivo cristiano es el resultado de una elaboración ideológica, e incluso Flavio Josefo, Suetonio o Tácito, en cuyas obras un puñado de palabras indica la existencia de Cristo y sus fieles en el siglo I de nuestra era, responden a la ley de la falsificación intelectual. Cuando un monje anónimo vuelve a copiar las Antigüedades judaicas del historiador judío, arrestado y luego convertido en colaborador del poder romano, en el instante en que tiene ante sí un original de los Anales de Tácito o de la Vida de los doce Césares de Suetonio y se asombra de la ausencia en el texto de alguna mención de la historia en la que cree, de buena fe agrega un pasaje de su puño y letra, sin vergüenza o complejos y sin imaginarse que actúa mal o que inventa una falsedad, puesto que en esas épocas no abordaban los libros con el ojo de nuestros contemporáneos obsesionados por la verdad, el respeto a la integridad del texto y el derecho de autor... Hoy, incluso, leemos a los escritores de la Antigüedad en manuscritos varios siglos posteriores a sus autores, confeccionados por copistas cristianos que modificaron sus contenidos con el fin de que siguieran el curso de la historia...
Materializar la histeria.
Los ultrarracionalistas —desde Prosper Alfaric hasta Raoul Vaneigem— tienen razón, probablemente, acerca de la inexistencia histórica de Jesús. Durante decenios, se ha investigado, en todos los sentidos posibles, el corpus de textos, documentos y datos a nuestra disposición, sin que se haya podido llegar a una conclusión definitiva ni a un consenso general. Entre el Jesús ficticio y el Jesús, Hijo de Dios, hay un amplio espectro, y la cantidad de hipótesis justifica tanto el ateísmo agresivo y militante de la unión racionalista como la adhesión al Opus Dei...
Lo que podemos decir es que en la época en que supuestamente aparece Jesús abundaban los individuos de su clase, profetas furibundos, locos iluminados, histéricos convencidos de la superioridad de sus verdades grotescas y vaticinadores de múltiples apocalipsis. La historia de aquel siglo exaltado incluye numerosos casos de esta índole; por otra parte, los filósofos gnósticos provienen de la efervescencia milenarista y de la locura delirante que teñía la época de angustia, temor e incertidumbre en un mundo desconocido para todos. La vieja mentira se agrietaba y amenazaba con el fin del mundo. La desaparición anunciada generaba miedos a los que algunos individuos respondían con proposiciones francamente irracionales.
A orillas del Jordán, una región conocida por Jesús y sus apóstoles, un personaje llamado Teudas se creía Josué, el profeta de las salvaciones anunciadas y también el étimo de Jesús...
Procedente de Egipto, su tierra natal, con cuatro mil seguidores decididos a luchar a muerte, quería destruir el poder romano y pretendía poseer la facultad, por medio de la palabra, de dividir las aguas de un río, con el fin de permitir el avance de sus tropas, para luego acabar de una vez por todas con el poder colonizador. Los soldados romanos decapitaron al Moisés de segunda clase antes de que pudiera demostrar su talento hidráulico.
En otra oportunidad, en el año 45, Jacobo y Simón, hijos de Judas, el de Galilea, otro lugar conocido por Jesús, iniciaron, como su padre en el año 6, una insurrección que también terminó mal: la soldadesca sacrificó a los partidarios y los crucificó. Menahem, el nieto de una familia decididamente proveedora de héroes libertadores, siguió los pasos de sus padres y se rebeló, en el año 66, lo que dio inicio a la guerra judía que terminó en el año 70 con la destrucción de Jerusalén.
En la primera mitad del siglo I pululaban los profetas, los mesías y los vaticinadores de la buena nueva. Algunos iban acompañados de sus fieles al desierto en busca de señales prodigiosas y manifestaciones de la divinidad. Un iluminado procedente de Egipto con cuarenta mil acólitos llegó hasta el Huerto de los Olivos, otra zona relacionada con Cristo. Este pretendía derribar, sólo con la voz, los muros de Jerusalén con el fin de abrirles paso a los sublevados. También esa vez las milicias romanas dispersaron a los rebeldes. Abundan las historias que relatan la voluntad judía de combatir el poder romano utilizando como única arma el discurso religioso, místico, milenarista, profético y vaticinador de la buena nueva, tal como lo anuncia el Antiguo Testamento.
La resistencia era legítima: desear expulsar de su tierra por la fuerza a los ejércitos de ocupación que imponían su lengua, leyes y costumbres, justificaba y justifica siempre la resistencia, la rebelión, el rechazo y la lucha, aunque fuera armada. En cambio, creer que se podía enfrentar a las tropas más aguerridas del mundo, expuestas a los combates más importantes de su tiempo, entrenadas profesionalmente, provistas de medios considerables y plenos poderes, sólo con el fervor de la fe en lo imposible, transformó esas magníficas luchas en batallas perdidas de antemano. Dios, enarbolado como un estandarte ante las legiones romanas, no cumplía con los requisitos necesarios...
Jesús representa, pues, la histeria de la época, la creencia en que basta emprender la acción sólo con buena voluntad y en nombre de Dios para poder partir victorioso y vencer. Pretender destruir murallas con la voz en lugar de arietes y armas de guerra, dividir las aguas con palabras y no con embarcaciones militares dignas de ese nombre, enfrentar a soldados expertos en campos de batalla con cánticos, rezos y amuletos, y no lanzas, armas o escuderos, era la mejor manera de no hostigar el poder romano de ocupación. Apenas unos rasguños en la piel del Imperio...
El nombre de Jesús materializa las energías difusas y dispares malgastadas contra la mecánica imperial de la época. Proporciona el patronímico emblemático de todos los judíos que rechazaban al ejército de ocupación romano y disponían como única arma de su buena fe, basada en la creencia de que su Dios podía hacer milagros y liberarlos del yugo colonial. Pues si Dios existía como tal y amaba a su pueblo, lo liberaría de sufrir la ley perversa e impediría la injusticia. ¿Por qué la toleraría en vez de posibilitar su supresión?
Irreal o reducido a hipótesis, ese Jesús tal vez nació en Nazaret y fue hijo de un carpintero y de una virgen. Quizá ejerció la enseñanza de niño, ante los doctores de la ley a quienes dio lecciones, y de adulto, ante los pescadores, los artesanos y la gente humilde que trabajaba a orillas del lago Tiberíades. Bien pudo haber tenido problemas con las comunidades judías, más que con el poder de Roma, habituado a esas rebeliones esporádicas e insignificantes. Así pues, sintetiza, concentra, sublima y materializa lo que agitaba la época y la historia del siglo I de nuestra era... Jesús representa el rechazo judío a la dominación romana.
Como lo enseña la etimología, Jesús significa "Dios salva, ha salvado y salvará". No se puede expresar con mayor claridad la carga simbólica; el nombre propio en sí mismo define el destino. Ese patronímico nombra el porvenir conocido y presupone que la aventura ya está escrita en algún rincón del cielo. Desde entonces, la historia se contenta con reactualizar la revelación. Se convierte en una escatología. ¿Cómo pensar que un nombre de bautismo como ése no lleve a forzar la realización de aquellas predicciones y potencialidades? O: ¿cómo expresar mejor que la creación de Jesús implica en detalle una falsificación, en la que el nombre sirve de pretexto y posibilidad para esa catálisis ontológica?
La catálisis de lo maravilloso.
Jesús concentra en su nombre la aspiración mesiánica de la época. Del mismo modo, sintetiza los topoi antiguos utilizados para hablar de alguien maravilloso. Pues nacer de una madre virgen a la que una figura celeste o angélica le comunica su suerte, realizar milagros, contar con un carisma que atrae a discípulos apasionados y resucitar de entre los muertos, son lugares comunes que atraviesan la literatura de la Antigüedad. El hecho de considerar los textos evangélicos como textos sagrados exime, sin duda, de un estudio comparativo que relativice lo maravilloso de los Testamentos para introducirlo en la lógica de lo maravilloso antiguo, ni más ni menos. El Jesús de Pablo de Tarso obedece a las mismas leyes de género que el Ulises de Homero, el Apolonio de Tiana de Filostrato o el Encolpio de Petronio: un héroe de película histórica...
¿Quién es el autor de Jesús? Marcos. El evangelista Marcos, primer autor del relato de aventuras maravillosas del llamado Jesús. Probable compañero de Pablo de Tarso en su travesía misionera, redactó su texto hacia el año 70. No hay pruebas de que haya conocido a Jesús en persona, ¡y con razón! El trato personal hubiese sido evidente y constaría en el texto. Pero no nos codeamos con las ficciones... A lo sumo se les otorga una existencia a la manera del espectador de un espejismo en el desierto que cree efectivamente en la verdad y en la realidad de la palmera y el oasis que percibe en medio del insoportable calor. Sumergido en la incandescencia histérica de la época, el evangelista relata esa ficción cuya verdad sostiene de buena fe.
Marcos redacta su Evangelio con el propósito de convertir. ¿Su público? Individuos que hay que convencer, personas insensibles a priori al mensaje crístico, pero a quienes pretende interesar, cautivar y seducir. El texto es una muestra clara de propaganda. No excluye el recurso al artificio capaz de complacer y lograr el asentimiento y la persuasión. De allí proviene la utilización de lo maravilloso. ¿Cómo interesar al público con el relato de una historia trivial acerca de un hombre sencillo, igual al común de los mortales? Los Evangelios reciclan los usos de escritura de la Antigüedad pagana que permiten adornar, acicalar y engalanar a un hombre al que deseamos transformar en un paladín movilizador.
Para convencernos de ello, leamos las páginas menos conocidas del Nuevo Testamento y la obra que Diógenes Laercio consagra a la vida, a las opiniones y sentencias de filósofos ilustres. Démosles a los dos textos el mismo estatuto literario, el de los escritos históricos, fechados y realizados por hombres que no estaban inspirados de ningún modo por el Espíritu Santo, pero que escribían más bien para llegar a sus lectores y compartir con ellos la convicción de que sus protagonistas eran individuos excepcionales, grandes hombres y personas destacadas.
Pitágoras, Platón, Sócrates y Jesús, juzgados con los mismos ojos, los del lector de textos antiguos. ¿Qué descubrimos? Un mundo similar, idénticas formas literarias en los autores, la misma propensión retórica a recurrir a lo mágico, lo maravilloso y lo fantástico a fin de darle al tema el relieve y el brillo necesarios para edificación de sus lectores. Marcos quiere que se ame a Jesús. Diógenes Laercio desea lo mismo con respecto a los grandes filósofos de la tradición antigua. Cuando el evangelista relata una vida llena de acontecimientos fabulosos, el doxógrafo atiborra su texto de peripecias igualmente extraordinarias en el sentido etimológico. Pues se trata de semblanzas de hombres excepcionales. ¿Cómo pueden nacer, vivir, hablar, pensar y morir como el común de los mortales?
Vayamos al detalle: María, madre de Jesús, concibe virgen por intermediación del Espíritu Santo. Nada raro: Platón nace igualmente de una madre en la flor de la edad, que conserva el himen intacto. ¿El arcángel Gabriel le anuncia a la esposa del carpintero que va a parir sin la participación de su marido, un buen hombre que consiente sin protestar? Y qué: ¡Platón se enorgullece del descenso de Apolo en persona! ¿El hijo de José es ante todo hijo de Dios? No hay problema: Pitágoras, al igual que sus discípulos, se toma por Apolo en persona, procedente de la tierra de los hiperbóreos. ¿Jesús hace milagros, devuelve la visión a los ciegos y la vida a los muertos? Como Empédocles, que —también él— resucita a un difunto. ¿Jesús se destaca en las predicciones? El mismo talento de Anaxágoras, que predice, con éxito, la caída de meteoritos.
Continuemos: ¿Jesús habla como inspirado, prestando su voz a lo más grande, fuerte y poderoso que él? ¿Y Sócrates, obsesionado y habitado por su daimon ¿El futuro crucificado predica a sus discípulos, a los que convierte por medio de su talento oratorio y su retórica? Todos los filósofos antiguos, desde los cínicos hasta los epicúreos, tenían un talento similar. ¿La relación de Jesús con Juan, el discípulo favorito? La misma relación une a Epicuro con Metrodoro. El hombre de Nazaret habla con metáforas, se alimenta de símbolos y se comporta enigmáticamente... Pitágoras también... ¿Nunca ha escrito nada, salvo una vez en la arena, con un bastón, el mismo que borra de inmediato los caracteres dibujados en el suelo? Tampoco Buda o Sócrates, filósofos de la oralidad, del verbo y la palabra terapéutica. ¿Jesús muere a causa de sus ideas? También Sócrates. ¿En Getsemaní, el profeta vive una noche decisiva? Sócrates experimenta los mismos arrebatos en una oscuridad parecida en Potidaea. ¿María se entera de su destino de madre virgen en un sueño? Sócrates sueña con un cisne y encuentra a Platón al día siguiente.
¿Más? Más... A ojos vistas, el cuerpo de Jesús ingiere símbolos, pero no los digiere: los conceptos no se excretan... Como carne extravagante, que no se somete a los caprichos de cualquier hijo de vecino, el Mesías no tiene hambre ni sed, nunca duerme, no defeca, no copula y no se ríe. Sócrates tampoco. Recordemos la Apología, en la que Platón describe un personaje que no sufre los efectos del alcohol, la fatiga ni el insomnio. También Pitágoras se presenta a sí mismo cubierto de un anticuerpo, de carne espiritual, materia etérea, incorruptible e indiferente a los tormentos del tiempo, lo real y la entropía. Tanto Platón como Jesús creen en una vida después de la muerte y en la existencia de un alma inmaterial e inmortal. Después de la crucifixión, el mago de Galilea se aparece entre los hombres. Pero mucho antes que él, Pitágoras actuaba según el mismo principio. Con mayor lentitud, pues Jesús aguardó tres días, pero el filósofo, vestido de lino, tuvo que esperar doscientos siete años antes de poder volver a la Gran Grecia.
Y tantas otras fábulas que funcionan más allá del filósofo griego o del profeta judío, cuando el autor del mito desea persuadir al lector del carácter excepcional de su tema y del personaje que describe...
MICHELE ONFRAY
Tratado de Ateología