Pongamos un ejemplo: Aristóteles se ocupa de los llamados nacimientos monstruosos (terata) y reconoce diversos modos de monstruosidad:
1. Ser mujer y no varón, porque la mujer es un varón incompleto, una réplica imperfecta del eidos, cuya forma perfecta es el varón.
2. Parecerse a la madre y no al padre, ya que siempre es preferible parecerse al padre como garantía de paternidad legítima.
Si además este ser monstruoso es inteligente, resulta “contra-natura” (arrenopoi) porque desafía las leyes de la naturaleza. No es la única concepción de mujer que ofrece la Antigüedad, pero sí la que se proyectó con más intensidad sobre Occidente.
La tradición judeo-cristiana, por su parte, no ofreció mayores ventajas a las mujeres. Más allá de las controversias actuales sobre la autenticidad de los textos, las dificultades que ofrece su interpretación y sus contradicciones internas, la lectura de pasajes como, por ejemplo, los de Pablo a los Corintios (11, 3), expresa: “Pues bien: quiero que sepáis que la cabeza de todo varón es Cristo, y la cabeza de la mujer [es] el varón, y la cabeza de Cristo [es] Dios”, y no deja dudas sobre un orden jerárquico que subordina a las mujeres a los varones. Afirmaciones como “Y toda mujer que ora o profetiza descubierta la cabeza, deshonra su cabeza; es como si se rapara” (Corintios 11, 6) o “Si una mujer no se cubre, que se rape” y “Si es indecoroso para una mujer cortarse el pelo o raparse, que se vele” (Corintios 11, 7) seguidas de “El varón no debe cubrirse la cabeza, porque es imagen y gloria de Dios; mas la mujer es gloria del varón, pues no procede el varón de la mujer sino la mujer del varón; no fue creado el varón para la mujer sino la mujer para el varón” (Corintios 11, 7-9), refuerzan el orden jerárquico y no dejan dudas sobre la dependencia de las mujeres respecto de los varones.
La subordinación y dependencia, fundada en la teología o en la naturaleza, fue también jurídica y social, y puede constatarse hasta bien avanzado el siglo XX sin, salvo excepciones, demasiadas distinciones entre científicos, ideólogos o políticos, como lo denunció Simone de Beauvoir en 1949. Tomemos dos ejemplos, ambos de 1801, del ala progresista del bonapartismo. Por un lado, la afirmación del médico-científico Pierre-Jean-Georges Cabanis:
“La materia del cuerpo femenino se caracteriza por la blandura de la carne, la debilidad de las fibras musculares, la ausencia de densidad tanto en los huesos como en la carne, la extrema sensibilidad nerviosa y una gran movilidad de la actividad cerebral /…/ producida por la presencia del útero y los ovarios /…/”.
Por otro lado, la del ideólogo reformista Sylvien Maréchal que, en forma de versos, sentencia:
“A las mujeres: Si os está prohibido el árbol de la ciencia / Conservad sin lamentos vuestra dulce ignorancia / Guardianas de vuestras virtudes y madres de los placeres / A los juegos inocentes, consagraos y recreaos”.
Las afirmaciones precedentes, repetidas durante los siglos de modo más o menos reelaborado, dejan a las mujeres en un terreno poco fértil para construir autoestima y confianza en sus capacidades intelectuales. Por supuesto, muchas mujeres desafiaron los lugares de inferioridad a los que estaban destinadas. No obstante, como muy bien lo señala Waithe, “los monstruos siguen sin integrar el canon”; y ella misma tuvo que buscar en archivos poco frecuentados para encontrar tanto su producción filosófica cuanto literaria.
Mujeres filósofas
Es difícil evaluar la calidad de la producción de las mujeres. En principio, contamos con textos fragmentados, que responden a diferentes épocas, y que no siempre es posible adscribir genealógicamente –en términos foucaultianos– a una determinada escuela. A pesar de ello, un dato interesante es que, desde la Antigüedad, hubo mujeres dedicadas a la filosofía: los pitagóricos incluyeron muchas mujeres entre sus miembros y otro tanto sucedió con los neoplatónicos; el Siglo de las Luces francés contó con numerosas intelectuales, mientras que el Romanticismo, de la mano de las enseñanzas de Jean Jacques Rousseau, las apartó nuevamente al papel de frágiles musas de las obras de poetas, artistas plásticos y filósofos.
¿Hicieron aportes las mujeres? ¿Cuáles? En primer término, desafiaron la condición de “inferiores”, “incapaces” o “dependientes” a que las destinaba su esencia femenina. A iguales posibilidades educativas por pertenencia de clase, estamento social u oportunidad educativa, y disponibilidad de tiempo propio muchas eligieron la literatura, la ciencia y la filosofía. Tal como afirma la filósofa contemporánea Martha Nussbaun, para la mayoría de ellas, la forma literaria no era separable del contenido filosófico; es más, formaba parte del contenido; una parte integral de la búsqueda y del establecimiento de la verdad. En consecuencia, literatura y filosofía fueron modos que les permitieron constituirse en un “sujeto intelectual mujer” y, con ello, contribuir a la construcción no solo del conocimiento sino también de una conciencia positiva respecto de sus capacidades, apartándose de definiciones peyorativas, descalificaciones “edificantes” e inferiorizaciones “científicas”. Incluso, en los períodos más adversos debido a la censura pública, muchas de ellas teorizaron en diarios íntimos o epístolas como el espacio que les permitía construir un yo narrativo y posicionarse críticamente ante su situación y ante sí mismas.
Otras, como Christine de Pizán (siglo XV), proyectaron un futuro utópico en el que la libertad y la equidad primara sobre el supuesto destino que la sociedad patriarcal les prescribía inexorablemente. En los casos en que pudieron entrar a universidades o escuelas superiores, produjeron obra en la que disputaron los problemas teóricos de sus respectivos contextos histórico-filosóficos, entablando debate con sus colegas varones. Así lo hicieron, por ejemplo, Hipatia de Alejandría (siglo V), de la academia platónica, Anne de Conway (siglo XVII), quien discutió la teoría de los cuerpos de Thomas Hobbes o Mary Astell (siglos XVII-XVIII) quien señaló el hiato teórico en que incurrió el mismo filósofo en el Leviathan respecto del lugar de las mujeres en la sociedad civil; que retomaría a finales del siglo XX por la politóloga Carole Pateman (siglo XX).
Muchas veces se les prohibió el uso de la palabra y de la pluma, como a Christine de Pizán o a Sor Juana, o simplemente fueron asesinadas como Hipatia, por proseguir sus investigaciones “paganas” sobre astronomía.
También a muchos varones se les prohibió la libertad de expresión, como al Marqués de Sade, el libertino (1791), o fueron quemados como el astrónomo y teólogo Giordano Bruno (1600), pero por algún motivo, a pesar de que su obra se prohibiera o se quemara en acto público, subsistió alcanzando amplia difusión y prestigio. No sucedió lo mismo con las obras de las mujeres. La respuesta más habitual apunta a la calidad de sus contribuciones, lo que es altamente debatible, pero excede las posibilidades de esta introducción.
Lo cierto es que la mayoría de las filósofas tuvo que esperar hasta el siglo XX para que sus obras fueran rescatadas del anonimato. Por un lado, durante largos períodos de la historia, no les fue permitido firmar con nombre propio sus textos, bajo el precepto de que haciéndolo deshonraban a sus familias; figurando en consecuencia la mayoría de sus textos como de “autor anónimo”, ocultando como lo señalara alguna vez Virginia Woolf, a una mujer. Por otro lado, superada la etapa de anonimato forzado, la mayoría de las mujeres firmaba con su inicial y su apellido paterno o marital, o un pseudónimo masculino, desdibujándose su autoría. Pensemos en George Sand. Incluso hoy se debate, con buenos argumentos, si La sujeción de la mujer (1869) de John Stuart Mill la escribió efectivamente el filósofo utilitarista inglés, su esposa Harriet Taylor, o si fue una contribución entre ambos aunque sólo Mill la hubiera firmado.
Las mujeres llevaron a cabo un debate interesante respecto de la no-sexuación del alma. Se trata de un argumento esgrimido de modo directo o indirecto por todas las filósofas, no materialistas. Desde la Antigüedad, la mayoría de los filósofos varones sostuvieron una concepción dualista del ser humano. Esto es, caracterizaron a los seres humanos en términos de la unión del cuerpo y el alma; o el cuerpo y el alma racional o mente. Entendieron ambas entidades como separadas o separables, aunque unidas de algún modo durante la vida. Fueron defensores del dualismo, Platón y Aristóteles en la Antigüedad, los filósofo-teólogos medievales, relevantes filósofos modernos como Descartes o Leibniz, y contemporáneos como Soren Kierkegaard o Gabriel Marcel.
Desde la Antigüedad clásica algunos filósofos y científicos sostenían que la carne (la materialidad del cuerpo) limitaba el alma (la razón), pues los cuerpos de las mujeres sufren procesos que no controlan –menstruación, embarazo, lactancia– lo que muestra que no alcanzan la perfección del eidos, como vimos en los argumentos de Aristóteles o de Cabanis, haciéndolas más débiles, fofas y frágiles.
Las mujeres, sin embargo, siempre entendieron al “alma” (psyché) o “razón” (nous) como a-sexuada y al “cuerpo” (soma) como portador de las marcas del sexo, de la raza u otras. Es decir, en principio, un mismo argumento les valió para desmontar la jerarquización de los sexos y de las razas. A modo de ejemplo, contra la advertencia de Fray Luis de León de que la naturaleza no hizo a la mujer buena para las ciencias ni para los negocios sino solo para el “oficio doméstico”, María de Zayas (siglo XVII) responde en uno de sus textos “las almas ni son hombres ni son mujeres, ¿qué razón hay para que ellos sean sabios y presuman que nosotras no podemos serlo?”. Deducción implacable del concepto de “alma” como entidad neutra.
Los filósofos materialistas, por lo general contrarios a aceptar entidades no materiales o de tipo espiritual, dejaron a las mujeres más frecuentemente atadas a los límites de su materia imperfecta, hasta tiempos muy recientes.
...
Pero el eje de la controversia se halla en si se agrega una historia de las filósofas en “paralelo” y de carácter autónomo, a la manera en que lo hace Mary Waithe, o si se entreteje una nueva forma de transmitir la historia de la filosofía incorporando al debate filosófico de cada época la voz de las mujeres. No es este un problema menor, aunque no podamos darle solución ahora. Por nuestra parte, y dado que la obra de la mayoría de las filósofas es aún desconocida, aunque aspiremos a la segunda opción, nos limitaremos a ofrecer un panorama incompleto de algunas filósofas que por su importancia consideramos imprescindibles para cualquier historia de la filosofía que quiera construirse sobre bases no sexo-sesgadas.
En La raison en procés (1986), un libro poco difundido en nuestro país, Louise Marcil-Lacoste apunta al modo en que la incorporación de los textos de las mujeres habría incidido en los nuevos postulados de racionalidad, sus criterios y sus vinculaciones. La filósofa propone tres preguntas fundamentales de tipo epistemológico: si los estudios de la mujer producen sistema; si constituyen un nuevo modelo y, por último, si conforman un nuevo paradigma. A todas esas posibilidades, retóricamente planteadas, responde negativamente. En principio, porque consideraba que, los estudios de la mujer son fundamentalmente sintomáticos.
Marcil-Lacoste retoma una herramienta conceptual de Althusser, para quien, como se sabe, leer ya es un problema. En principio, porque no existe lectura inocente y porque, sea cual fuere esa lectura, somos culpables y responsables de ella. Para Marcil-Lacoste, confesar esta falta inevitable, esta culpa necesaria, implica abandonar la ilusión de la lectura inocente, objetiva y neutra, como la que históricamente ha asumido el paradigma patriarcal, instituyéndose en parte y todo. La lectura implica, por el contrario, una responsabilidad intelectual que no podemos dejar de asumir y la denuncia del sesgo excluyente de la “objetividad tradicional” implica la apropiación de una “lectura sintomática”, que denuncia y rompe con las “junturas” naturales de la complicidad que “olvida” la producción filosófica de las mujeres.
Por eso, el feminismo filosófico y la teoría de género rompieron la complicidad entre la realidad y sus definiciones hegemónicas para implementar una mirada desde los márgenes y, desde ahí, examinar los modos en que el discurso dice y no dice, advierte y no advierte, de manera ambigua e imprecisa, el lugar de las mujeres y de las minorías excluidas.
Ese discurso exige una hermenéutica; el feminismo filosófico y la teoría de género vienen contribuyendo a superar la continuidad entre el texto y la realidad, iluminando otras relaciones no inmediatamente visibles, no obvias, no naturalizadas. Ante todo, porque se ha irracionalizado la visión hegemónica y establecida de la realidad, llevándonos a ver cosas, situaciones e inequidades que, sin las nuevas categorías comprensivas no podríamos ver. Como advierte Marcil-Lacoste, los escritos de las filósofas son relevantes en número, especialmente críticos y miran/leen desde un lugar descentrado, marginal, que ilumina las condiciones de apreciación de una realidad otra que exige una nueva forma de escritura. Estas miradas desde los márgenes invitan, como lo advirtió Sandra Harding, a la deconstrucción de la mirada/lectura hegemónica, favoreciendo la instalación de la duda sobre el “significado único de un texto”, definido siempre unívocamente desde el centro. Por eso, mirar y escribir desde los márgenes supuso para las filósofas prestar atención a su propio margen y a sus características, habitualmente consideradas poco relevantes. Observaron y vieron atentamente todo aquello que quedaba fuera del núcleo central e intentaron hacer visible lo que, de otro modo, hubiera quedado oculto, sin subvertir el margen por el centro para repetir la secuencia, porque el centro y el margen se manifiestan siempre juntos, en un espacio único de significados compartidos y vinculados que se niegan y se confirman mutuamente.
MARÍA LUISA FEMENÍAS
Ellas lo pensaron antes (2020)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario