Extraído de ROCK DE LUX 297 (Julio-Agosto 2011)
POR JUAN MONGE
El ambient (ruidoso o no) del canadiense Tim Hecker transita entre la belleza y la desolación, entre la épica y la angustia. Acostumbrado a dar una excusa conceptual para cada uno de sus discos, Hecker exploró la degradación del sonido en la era mp3 en “Ravedeath, 1972” (2011). Grabado junto a Ben Frost en una iglesia de Reikiavik en tan solo un día y procesado durante meses en su estudio, es su disco más violento e intenso. En él transformó las notas de un órgano y sus resonancias en un alud de sonido abstracto. Esa tensión entre lo analógico y lo digital está en el centro de una música que parece no tener límites imaginables. Juan Monge intercambió correos con él.
Roger Shepard, un científico cognitivo californiano, descubrió hace décadas un tono compuesto con ondas separadas por octavas que al ser escuchado repetidamente se percibía como una subida constante en ese tono que no tenía final, cuando, en realidad, se trataba simplemente del mismo sonido, repetido una y otra vez. Era la ilusión de una escala musical infinita, un efecto auditivo utilizado por Queen, Pink Floyd o los diseñadores de Super Mario 64; el equivalente en sonido a una escalera de Escher. Puede que la música de Tim Hecker no tenga mucho que ver con algo así, pero sí con la marca que deja sobre el oyente. Sus discos son piezas con recorridos trazados, con una narrativa construida con variaciones de esos recorridos, con principios y finales. Sin embargo, algo en su sonido se estira hacia lo infinito. Y no es la escala musical, sino el impacto emocional, que crece y crece sobre la escucha, que Hecker ha urdido y multiplicado en cada uno de sus discos, y del que “Ravedeath, 1972” (Kranky, 2011) supone su versión más devastadora.
Desde que abandonó Jetone, un proyecto de techno frío y minimalista (con el que llegó a ver editados dos discos), para abordar una música abstracta, de formas difíciles de distinguir, con su nombre real en “Haunt Me, Haunt Me Do It Again” (Substractif, 2001), Hecker hizo de la transformación del sonido la base de su trabajo. Con los años, dejó de depender únicamente de las muestras que tomaba como fuente de sonido y aprendió a confiar en su habilidad para generar música con los instrumentos que tenía a mano: empezó a sabotear guitarras, pianos y teclados, grabando el resultado y utilizándolo como el origen de sus piezas. Fue un paso que marcó la división entre las grabaciones anteriores a su disco más oscuro y eléctrico, “Mirages” (Alien8, 2004), basadas en samples y trozos de música encontrados –como los temas de Van Halen que deshizo en el EP “My Love Is Rotten To The Core” (Substractif, 2002)– y lo que vino inmediatamente después.
Para Hecker, que responde a mis preguntas por correo electrónico, “el origen de los sonidos no es tan importante como el proceso que hay entre esos sonidos y las piezas finales”. Sin embargo, las fuentes del sonido han obsesionado a Hecker durante mucho tiempo, tanto como para pasar años terminando un doctorado sobre ruido urbano. “Más bien, lo que hago es estudiar la historia cultural de los sonidos más fuertes. En mi música trabajo sonidos muy saturados y simplemente me interesa saber cómo han evolucionado. Hace cuatro siglos ese tipo de sonidos se reducía al que salía de los órganos de las iglesias, y luego, con el tiempo, se fue transformando y proliferando. Fue una forma de comunicación náutica que ayudaba a los barcos a navegar entre las rocas, la niebla... Y hoy es arte”.
Para él, el universo de los sonidos utilitarios ha acabado filtrándose en la música actual. “Muchas de las formas que la gente tenía de experimentar esa clase de sonidos en la vida cotidiana, a principios del siglo XX, se han incorporado al lenguaje musical y son experiencias que perviven y que se manifiestan de distintas formas. Piensa en el noise o en los ‘soundsystems’ enormes que hay en muchos conciertos”. Es cierto que esos dos casos no están tan lejos de lo que la gente vivió hace setenta años, cuando fallaba la señal de la radio, devorada por las interferencias, o los dictadores daban mítines delante de ciudades enteras.
Pero lo que verdaderamente preocupa a Hecker es rastrear el alma del sonido, no sus formas o su evolución. Por eso suele cruzar ideas, nombres y fechas en los títulos de sus piezas y las portadas de sus discos. La de “Ravedeath, 1972” enseña una fotografía en la que unos alumnos del Instituto Tecnológico de Massachusetts lanzan un piano desde la azotea de un edificio en un ritual estudiantil que surgió durante los años setenta. Hecker la encontró por casualidad en internet cuando buscaba datos sobre la degradación de la música en la era digital. “Son nociones abstractas que me interesan en el momento en que estoy grabando un disco y que, de alguna manera, se cuelan en su sonido, aunque no con un nexo claro. No puedo decir que esta música trata sobre lanzar un piano al vacío desde lo alto de un edificio porque no es verdad, pero hay una conexión vaga con eso, que está ahí y que me resulta muy difícil explicar”.
Le ocurre algo parecido con la relación entre la idea de la que partió al empezar a componer los primeros esbozos de este disco, la desaparición de los matices en la música y la compresión de los formatos, y el acabado de estas piezas, al insistir en que “no son un trabajo de representación ni una analogía”. Más que eso, “Ravedeath, 1972” podría ser una respuesta: por la opresión del sonido, la fricción entre los elementos vivos, grabados en directo, y los experimentos de estudio; la violencia que escapa de las melodías y las distorsiones, de las notas y los efectos; la tensión entre lo analógico y lo digital.
“Empecé a trabajar en el álbum durante el invierno pasado en Banff, en Canadá, grabando algunos bocetos y trabajando en improvisaciones. El primer contacto con un disco es un proceso muy largo para mí, lleno de vías muertas, de caminos que no llevan a ninguna parte. Meses después, viajé a Islandia, en verano”. Allí se encontró con Ben Frost, culpable de “By The Throat” (Bedroom Community, 2009), uno de los discos más desasosegantes de los últimos años, y amigo suyo. “A Ben se le ocurrió que podíamos alquilar una iglesia de Reikiavik durante un día para dedicarnos a grabar. Me lo dijo cuando todavía estaba en Canadá, así que llevé las piezas en las que había estado trabajando durante el invierno. Lo que hicimos fue improvisar sobre algunas de esas melodías y movimientos, transformándolo todo”.
Aquella iglesia no solo les brindó una acústica imposible en otro lugar, igual que una campana de piedra y madera, sino también otra de las claves del sonido de este álbum: el órgano. “He estado bastante obsesionado con ese instrumento durante los últimos años, leyendo mucho sobre órganos gigantes que se construyeron en Estados Unidos a principios del siglo XX. Empecé a interesarme cuando vi un ejemplar de uno de esos órganos en Atlantic City hace diez años. La forma en que colocamos los micrófonos dentro de las cámaras del órgano dio un sonido muy rico y robusto y a la vez muy íntimo que procesamos allí mismo, en la iglesia, con un ordenador. Una vez tratados, enviamos esos sonidos a unos amplificadores de guitarra, haciéndolos sonar, también dentro de la iglesia y mientras seguíamos tocando el órgano. Aquello se convirtió en una especie de ‘feedback’ entre el sonido tratado del órgano que salía de los amplificadores y el sonido natural del instrumento, además del sonido del espacio, de cómo lo hacía rebotar todo”.
Hecker acabó enterrando esa sesión en cientos de efectos al trabajar el sonido en su estudio de Montreal meses después, pero la densidad y las dinámicas del órgano siguen vivas en estas piezas, transformadas en otra cosa. “Usamos un equipo fantástico de micrófonos y preamplificadores que nos dio un sonido riquísimo, muy estable, que me ha permitido malearlo tanto como he querido en el estudio sin acabar destruyéndolo”. Ahogado o amplificado, el sonido del órgano es irreconocible, pero su forma permanece en la mezcla final, como si Hecker la hubiera moldeado con la técnica de la cera perdida. “Lo que más me atraía de usar un órgano así era utilizar las notas más graves y la vibración del sistema de compresión del aire, y eso ha permanecido”.
Tim Hecker toca, graba, procesa y vuelve a grabar sonidos como si buscara algo que todavía no existe, siguiendo pistas pequeñas, tratando de guiarse. “A veces tiro del hilo de una melodía, otras veces sigo texturas o ambientes. Pero siempre acabo sorprendiéndome cuando las piezas se materializan. No soy la clase de genio que puede convertir sus visiones en piezas de música idénticas a las que había imaginado. Parto de ideas impresionistas, de pinceladas, que se disuelven por completo”. Y ese proceso es a la vez igual y distinto en cada uno de sus discos. “Trabajo con un puñado de modalidades armónicas y suelo volver a las mismas estructuras clave. No sabría decir si la diferencia entre cada uno de mis discos es muy pequeña o, por el contrario, inabarcable. Más bien creo que mi música es como un arco que se ha ido alargando con el tiempo”.
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