Reunamos los diferentes hilos en una comprensión preliminar de la libertad autoritaria, antidemocrática y antisocial que está tomando forma en la actualidad. Empezamos con el ataque de la razón neoliberal contra lo social y lo político. El neoliberalismo denuncia lo social como ficción a través de la cual se persigue la igualdad a expensas del orden espontáneo generado por los mercados y la moral. Denuncia lo político por hacer como si tuviera el conocimiento y por su uso de la coerción, cuando, en realidad, lo que impera es la ignorancia y debiera reinar la libertad.
Como antídoto a estos peligros se promueve un Estado despolitizado y antirregulador que también brinda apoyo a las reivindicaciones ampliadas de la esfera personal. Sin embargo, el efecto de este antídoto es la desdemocratización de la cultura política y el descrédito de normas y prácticas de inclusión, pluralismo, tolerancia e igualdad por doquier. La razón neoliberal presenta la defensa de estas normas y prácticas como un esfuerzo tan terco como equivocado que desdeña la libertad, sustituye la moral por mandatos políticos y se enrola en la ingeniería social que construye el totalitarismo. De ahí que la ultraderecha califique a los «guerreros de la justicia social» de «fascistas».
Por otra parte, a medida que la expansión de los mercados y de la moral desplaza los discursos de la sociedad y de la democracia, la nación misma pasa a representarse como algo que se posee, no como algo constituido por una ciudadanía democrática. Esta posesión tiene una doble cara: la de una empresa cuyo único objetivo es cerrar astutos acuerdos y evitar regalar nada y la de un hogar cuya seguridad hay que proteger en un mundo peligroso. La conjunción es iliberalismo interno y externo legítimo, nacionalismo nativista e incluso autoritarismo. La libertad se convierte así en un arma contra las personas necesitadas o excluidas históricamente y, de manera paradójica, insta al crecimiento del poder estatalista bajo la forma de un proteccionismo paternal, tanto económico como securitario.
Gran parte de esto es la progenie más involuntaria que deseada de los intelectuales neoliberales, que soñaban con naciones hechas de individuos libres contenidos muy levemente por las normas jurídicas, guiados por la moral y por las reglas de comportamiento del mercado y disciplinados por la competencia. Pero al igual que el error fatal del marxismo fue la poca atención que dedicó a las persistentes complejidades del poder político (despachadas por Marx como derivadas o superestructurales), el sueño neoliberal se ha convertido en su propia pesadilla: una cultura política autoritaria respaldada por masas iracundas y fabuladoras. Al igual que con el marxismo, esto se debe en parte a que los neoliberales ignoraron las potencias y energías históricamente especificas en el ámbito cuya existencia negaron, lo social. Se debe en parte a sus teorías inadecuadas de lo político y, en especial, del poder del Estado que se formaría a raíz del desmantelamiento de las restricciones democráticas sobre el Estado y de la absorción de la vida política por gigantes empresariales y por las finanzas. Se debe también en parte a que los neoliberales no entendieron hasta qué punto los propios principios del neoliberalismo podían nutrir pasiones políticas antidemocráticas, antisociales y destructoras, que difícilmente contendría un tejido moral cada vez más debilitado por el nihilismo.
Extraemos de Nietzsche una apreciación de cómo esta nueva iteración de la libertad se modula a partir de la humillación, el rencor y los complejos efectos del nihilismo. Agraviados por los desplazamientos socioeconómicos del neoliberalismo y de la globalización, la criatura reactiva de una era nihilista, con su voluntad de poder desublimada, se ve empujada a la agresión sin que le frene ninguna preocupación con respecto a la verdad, la sociedad o el futuro. Las energías nihilistas intensifican el espíritu de desintegración social en el violento ataque del neoliberalismo contra el contrato social, a la par que estas energías autorizan los sentimientos, deseos y prejuicios que emanan del desarraigo y del desplazamiento de los privilegios históricos de raza y género. «Devolvamos la grandeza a América» y «Francia para los franceses» casi ni se molestan en presentarse en una clave que no sea la de último aliento o asidero del machismo y del supremacismo blanco. Para hacer alarde de valores, en una era nihilista, no hace falta atenerse a rigurosos estándares teológicos o filosóficos.
La descripción de Marcuse de la desublimación represiva en el «capitalismo avanzado» añade otro aspecto al cuadro. A diferencia del sujeto conservador orientado a la autoridad, guiado por la conciencia y estrechamente identificado con la rectitud de la Iglesia y del Estado, el sujeto reaccionario de la desublimación represiva se muestra en gran medida indiferente a la ética o a la justicia. Maleable y manipulable, mermado en autonomía, autocontrol moral y comprensión social, este sujeto está entregado al placer, es agresivo y tiene un apego perverso a la destructividad y a la dominación de su entorno. Radicalmente desinhibido pero sin intelección ni brújula moral para sí mismo o hacia otros, este sujeto tiene una vivencia de empobrecimiento o ruptura, en su percepción subjetiva, de los vínculos y obligaciones sociales que la cultura neoliberal no hace sino afirmar. Esa cultura, sus heridas y su fuente imaginada, junto a las desublimaciones instigadas o convocadas por el nihilismo, perfilan su desinhibición como agresividad.
He aquí la agraviada criatura reactiva, modelada por la razón neoliberal y sus efectos, que abraza la libertad sin contrato social, la autoridad sin legitimidad democrática y la venganza sin valores ni porvenir. Lejos de la figura calculadora, emprendedora, moral y disciplinada imaginada por Hayek y su clan intelectual, nos encontramos con un ser enfadado, amoral e impetuoso, espoleado por una humillación inconfesable y por la sed de venganza. La intensidad de esta energía es tremenda por sí misma y también fácil de explotar por plutócratas, políticos de derechas y magnates de los medios de comunicación sensacionalistas, que la jalean y la mantienen en la estupidez. No es preciso abordarla desde políticas públicas que generen mejoras concretas, porque lo que busca principalmente es la unción psíquica de sus heridas. Por este mismo motivo, no es fácil de apaciguar: está alimentada ante todo por el rencor y por una desesperanza nihilista inconfesable. No es posible apelar a ella desde la razón, los hechos o la argumentación sostenida, porque no quiere saber y lo que la mueve no es la coherencia o profundidad de sus valores ni la creencia en la verdad. Su conciencia es débil, mientras que su propia sensación de victimización y persecución está por las nubes. No es posible seducirla con un futuro alternativo viable, donde no ve lugar para sí misma, ni perspectiva de restaurar su supremacía perdida. La libertad por la que aboga ha ganado credibilidad cuando las necesidades, ansias y valores de lo privado se han convertido en formas legítimas de vida pública y de expresión pública. Sin nada que perder, su nihilismo no se limita a negar, sino que es festivo e incluso apocalíptico, dispuesto a llevar a Gran Bretaña al borde del precipicio, negar el cambio climático, apoyar poderes explícitamente no democráticos o colocar a un ignorante inestable en el puesto con más poder de la tierra, porque no tiene nada más. No es posible llegar a ella ni transformarla, pero tampoco tiene punto final. Entonces, ¿qué hacer con ella? ¿Y no habría quizá que analizar también cómo estas lógicas y energías organizan aspectos de las respuestas de la izquierda a los dilemas contemporáneos?
WENDY BROWN.
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