por ORIOL ROSSELL
De LOOPS (2002)
Las cronologías más completas sitúan el origen de la instrumentación automática en algún momento del siglo VI a.C, en el seno de la cultura griega. El arpa eólica, supuestamente un objeto ritualístico para mayor gloria de Eolo, dios de los vientos, consistía en dos puentes que tensaban un número variable de cuerdas. Debidamente montada en el alféizar de una ventana, el viento hacía vibrar las cuerdas —todas de la misma longitud—, y estas emitían una nota continua. Este tipo de dispositivos se repitieron bajo las más diversas apariencias a lo largo de todo el medievo y el Renacimiento. En el siglo XVI Athanasius Kircher narraba las asombrosas habilidades de un artefacto mecánico capaz de componer música en su Musurgia Universalis (1600). Cuarenta y un años después, Blaise Pascal inventó la primera calculadora, y en 1738 se construyeron pájaros metálicos capaces de reproducir distintas melodías para divertimento de la corte. A finales del siglo XVIII aparecieron los primeros carillones, y David Hughes inventó el telégrafo con teclado siguiendo el modelo de un piano en 1859.
Pero la fecha más importante de este muy abreviado repaso es 1876. Ese año, Elisha Gray, inventora del teléfono junto con Bell, patentó el electroarmonio, o piano electroniusical, capaz de mandar notas a través del cableado telefónico. Con él arrancó un periplo que llega hasta nuestros días y que conjuga la progresión tecnológica de naturaleza eléctrica y los continuos cambios de sensibilidad en la estética musical. Entre el electroarmonio de Gray y la comercialización del primer sintetizador Moog (1965) dista casi un siglo de imaginación desbordante, nombres trabalenguas y mucha, muchísima circuitería hoy sumida en el olvido.
De entre las decenas de máquinas para hacer música aparecidas con anterioridad a los sintetizadores vale la pena detenerse en algunas dignas de análisis. Por ejemplo, el telarmonio, o dinamófono. Diseñado por Thaddeus Cahill en 1906, el telarmonio era un impresionante mamotreto de nada menos que doscientas toneladas de peso. Pensado para transmitir sonido a través de la red telefónica, cuenta con el mérito de ser el primer generador de síntesis aditiva del que se tiene noticia y el primer intento serio de crear un hilo musical, un muzak: la idea de Cahill era enviar música a hoteles y restaurantes para hacer más agradable la estancia de los clientes. Por desgracia, los cables de la época apenas pudieron resistir una señal tan ancha y el asunto acabó en un molesto zumbido que causaba interferencias en toda la red telefónica local. Básicamente, el telarmonio consistía en un sinfín de dinamos que mandaban impulsos alternos que se convertían en señales acústicas de distinta frecuencia e intensidad. Poco argumento para el hombre de negocios que, como rememoraba Mark Singer en su artículo «Singing the Body Electric», publicado en la revista The Wire de septiembre de 1995, «estaba tan enfadado con las interferencias producidas por el invento de Cahill que un día lo rompió en mil pedazos y los echó al fondo del río Hudson. Al menos, eso dice la leyenda».
Bastante más manejable, y con un calado popular mucho mayor —de hecho todavía se utiliza en determinados ámbitos—, el eterófono, también conocido como tereminovox o teremín, apareció en 1920 de la mano del ruso Lev Sergeyvich Termen, o Léon Theremin. Con su estrambótico aspecto, similar a una radio destripada, el teremín es uno de los mecanismos más ingeniosos de la historia, principalmente porque suena sin que el intérprete tenga contacto físico con el instrumento. Es decir, que se toca sin ser tocado, entre otras cosas porque puede provocar una electrocución. Semejante prodigio ocurre gracias a la inventiva de su autor, que construyó un emisor de campos magnéticos capaz de convertir en señal acústica la alteración de los mismos. Así, su manejo quedó reservado a un reducido grupo de virtuosos —entre los que destaca la estadounidense de origen soviético Clara Rockmore— capaces de controlar con el ajustado movimiento de las manos el manejo «espacial» del aparato. De sonido muy característico, agudo y ululante, el teremín fue rápidamente asimilado por Hollywood, que lo convirtió en el santo y seña del cine de terror de los años treinta —generalmente anunciando o acompañando el movimiento de una presencia fantasmagórica—, y más tarde por la música pop y el easy listening: baste recordar la melodía conductora del «Good Vibrations» de Beach Boys (en realidad interpretada con una imitación del teremín: el tanerín), la tosca intervención electrónica de Jimmy Page en «Whole Lotta Love», de Led Zeppelin, o las majaradas futuristas de Les Baxter. Otros insignes usuarios del teremín fueron compositores como Bernard Herrmann o el mismísimo Edgar Varèse.
También Varèse, junto con Messiaen, Honegger y Milhaud, aparece entre los músicos más reputados que utilizaron, desde 1928 y hasta bien entrada la década de los cincuenta, las ondas Martenot. Bautizadas con el apellido de su creador —el violonchelista francés Maurice Martenot—, las ondas ídem se convirtieron en un instrumento de uso esencialmente local, puesto que su importación fuera de Francia era precaria y muy puntual. Sin embargo, dentro del país galo gozaban de mucha popularidad entre los abanderados de la vanguardia, que recurrían insistentemente a este teclado capaz de producir una gama bastante amplia de sonidos y que se basa en la síntesis sustractiva. Este mismo principio sirvió de modelo para otros precursores del sintetizador moderno que se inspiraron directamente en las ondas Martenot, tales como el claviolín o el ondiolín, instrumento este último que se erigió en fetiche de compositores adscritos al easy listening como Juan García Esquivel o Martin Denny, audaces exploradores de las posibilidades del estéreo y de un sonido tan cómodo a la vez que misterioso. No solo era música de cócteles de sociedad. El primer lounge quiso ser medio de exploración del nuevo espacio —exterior (el primer satélite Sputnik fue puesto en órbita en 1957) y sonoro—: no en vano, también se hablaba de «space age bachelor pad music».
Si bien el inventario es inacabable —mencionemos, aunque sea a modo testimonial, la existencia del trautonio, el melocordio (codiseñado por Robert Beyer, más tarde colaborador de Herbert Eimert), el electrófono, el ritmicón, el novacordio, el tutivox o el electronio pi—, dos hallazgos tecnológicos destacan por derecho propio por su incalculable influencia en el rumbo de la música electrónica. Por una parte, la cinta magnética, que cambió definitivamente la forma de grabar música y de entender el papel del estudio, convertido en elemento creativo desde los experimentos de Pierre Schaeffer y el GRM. Por otro, el sintetizador, inventado en 1955 por Olson y Belar para RCA y convertido en objeto de consumo masivo por Robert Moog diez años después. En sus distintas encarnaciones, el sintetizador, un generador de sonidos artificiales, es decir, no emitidos por una fuente natural, se convirtió en la base de la electrónica producida hasta la aparición del software y los sistemas digitales. Pero esa, como suele decirse, es otra historia.
Ninguno de estos inventos hubiera servido de mucho de no haber sido por la intervención de un surtido grupo de personajes, unas veces iluminados, otras geniales y a veces hasta ambas cosas, cuyas exploraciones de los nuevos mundos desvelados por la tecnología redundaron sustancialmente en la normalización popular del sonido electrónico. De los muchos y muchas que fueron, cabe destacar a Joe Meek, Oskar Sala, la pareja formada por Louis y Bebe Barron, Morton Subotnick y Raymond Scott, casi todos ellos estadounidenses y con una visión mucho menos intelectualizada que sus homólogos europeos.
La excepción que confirma esta regla es el inglés Joe Meek —un cruce entre Buddy Holly y las primeras aportaciones del home studio a la música popular: con una cámara de eco casera, sonidos inusuales como agua grabada al tirar de la cadena del inodoro (y reproducida al revés) y todo tipo de manipulaciones sonoras presámplicas, Meek fusionó surf, rock’n’roll, pop y precedentes del ambient en «I Hear a New World» y el single de éxito «Telstar», al frente de The Tornados— y, sobre todo, el alemán Oskar Sala (1910). Alumno de Paul Hindemith, Sala participó a los veinte años en la construcción del primer trautonium, obra del doctor Friedrich Trautwein, y se especializó en su uso: es uno de los contados intérpretes de trautonium que se recuerdan. Su relación con este artefacto le llevó a diseñar por su cuenta versiones ampliadas y mejoradas, con lo que empezó a labrarse un nombre en el mundo de la ingeniería musical. Así, entre 1935 y 1952 dio a luz al radio-trautonium y al mixtur-trautonium, de los que posee la patente en Estados Unidos y media Europa. En 1958 fundó el primer estudio especializado en música electrónica de Berlín, que se convirtió en su cuartel general y el lugar donde creó numerosos jingles publicitarios para la radio y la televisión e investigó las posibilidades del sonido sintético como elemento dramático en la narrativa cinematográfica. Su logro más famoso son los efectos de sonido de Los pájaros, de Alfred Hitchcock.
También el cine es el vehículo escogido por Louis (1920-1989) y Bebe Barron (1927-2008) para dar a conocer sus angulosos sonidos. El matrimonio de compositores estadounidenses, que se inició en la labor investigadora en 1948 tras hacerse con un magnetófono, se convirtió en algo así como las primeras estrellas de la música electrónica popular gracias a la imaginativa banda sonora de Planeta prohibido (1956), film de ciencia ficción que musicaron únicamente con sonidos electrónicos y que gozó de gran éxito, hasta el punto de que se les nominó a un Oscar a la mejor banda sonora.
Quien también gozó del favor del público, aunque a una escala considerablemente mas reducida, fue Morton Subotnick. Gracias, por supuesto, a Silver Apples of the Moon (1967), una entretenida composición que supuso la consagración popular del sintetizador modular Buchla, obra de Don Buchla, miembro del San Francisco Tape Center fundado por Subotnick y Ramón Sender. «El sintetizador modular —explica hoy Subotnick— no pretendía ser un instrumento musical, sino una paleta de controles para crear música, algo parecido a un ordenador analógico. La diferencia esencial respecto al sintetizador Moog es que este estaba pensado para un uso distinto, más clásico, de ahí que tuviera un teclado tradicional con blancas y negras.» Silver Apples of the Moon cuenta con el mérito añadido de ser la primera obra electrónica especialmente pensada para ser publicada en formato disco, lo que le confirió una naturaleza más funcional, menos diletante de la habitual en los tiempos de exploración y descubrimiento en que fue compuesta. Actualmente, Subotnick es el codirector del Programa de Composición y el Centro de Experimentos en Arte del California Institute Of The Arts. Aún realiza giras puntuales como ponente y compositor e intérprete de música electrónica.
A Raymond Scott, en cambio, se le sumió en el ostracismo hasta hace muy pocos años, cuando la reedición de algunos de sus trabajos permitió descubrir a un músico de imaginación desbordante y gran sentido del humor. Proveniente del jazz y productor muy solicitado a mediados de los cincuenta, Scott fue responsable de algunos de los momentos más innovadores del sonido Motown, productora de soul donde estuvo empleado entre 1972 y 1977. Años antes, sus alocadas composiciones fueron adaptadas en más de mil episodios de las series de dibujos animados Looney Toones y Merry Melodies, de Warner Brothers, e interpretadas en la pequeña y la gran pantalla por Bugs Bunny y el Pato Lucas. A él se deben inventos como el electronio y el clavivox, una suerte de sintetizador avant la lettre que utilizó recurrentemente en sus hermosas y divertidísimas miniaturas musicales.
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