Mis recuerdos de Hungría están velados por una nostálgica pátina de cálida luz solar. A pesar de ser solo una niña, me daba cuenta de que la situación política abocaba a sus ciudadanos a experimentar insatisfacción y paranoia. Por lo que llegué a observar, el comunismo soviético engendraba en la mayoría de los húngaros un rechazo voluntario de todos sus ideales: a pesar de los años de clases en la escuela, nuestros amigos locales se negaban a hablar más que unas pocas palabras en ruso, y la lectura y estudio obligatorios de Das Kapital no habían conseguido engendrar el menor aprecio por la filosofía marxista. Al revés, habían proporcionado las herramientas necesarias para condenar la ideología comunista con mayor elocuencia. Mi propio padre seguía desconfiando de cualquier atisbo de adhesión izquierdista, y durante mi infancia afirmó fanáticamente su apoyo a Heath, Thatcher y Reagan. Ya de adulta, le desesperaban mis propias inclinaciones políticas, un lamento común entre muchos de sus amigos húngaros sobre las desconcertantes opiniones de sus hijos. Para justificar mi postura antitory, una vez les pregunté si creían en la vivienda asequible, la sanidad pública y la educación universitaria gratuita.
- ¡Por supuesto! - fue su respuesta.
- Vale - dije triunfante -, pues en Gran Bretaña eso es de izquierdas.
Y, sin embargo, también era cierto que, a pesar de la dirección que tomaba la política británica, todas estas cosas seguían estando disponibles en la Gran Bretaña de Thatcher, mientras que en Hungría no lo estaban. Allí, la vivienda era inasequible para la mayoría de la población, sobre todo en las grandes ciudades, mientras que el acceso a cualquier tratamiento médico exigía sobornos en metálico en todos los niveles de la jerarquía, desde los especialistas hasta el personal de enfermería, una práctica que continuó décadas después de la caída del Muro de Berlín. Incluso la educación, aunque gratuita y de alto nivel, exigía sobornos, enchufes políticos y una total adhesión a la línea dura del partido para acceder a las mejores escuelas y universidades. Por consiguiente, bajo la superficie de una ideología comunista, toda interacción con los sistemas estatales requería intercambios de dinero a nivel capitalista, solo que ocultos y no regulados.
Así que, aunque voté a los laboristas, aunque me uní al apoyo a los mineros en huelga y aborrecí apasionadamente el Gobierno conservador, nunca estuve totalmente de acuerdo con los izquierdistas de mi propio círculo que ensalzaban los objetivos y las ideologías de la Unión Soviética, afirmando que preferirían vivir en Rusia antes que en Estados Unidos. Era plenamente consciente de que, si hubieran sido ciudadanos del Este, ninguno de aquellos contestatarios habría tenido la libertad de participar en manifestaciones a favor del desarme nuclear y en desfiles a favor de los derechos de los homosexuales, ni habrían podido producir sus fanzines contra la clase dirigente, ni apuntarse al paro, ni tocar en bandas de música. Sus elogios a la superioridad cultural y arquitectónica de Rusia pasaban por alto el hecho de que, a menos que obtuvieran altos cargos en el partido, lo más probable era que acabaran trabajando por una miseria en una granja colectiva en vez de estar disfrutando de tranquilos paseos por la Plaza Roja y asistiendo a representaciones del ballet Marinski.
MIKI BERENYI
Cruzando los dedos
2024
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