La retórica barroca tenía un gran poder: podía materializar en el receptor -ya sea lector u oyente- lo inexistente o invisible. Un sermón, por ejemplo, podía hacer palpable en la feligresía, las bondades del cielo -con su coro celeste jerárquico de arcángeles, ángeles, querubines y serafines. También lo hacía para las torturas del infierno, ese lugar de donde no se podía escapar nunca y en donde las almas condenadas solo se lamentaban diciendo: Ay de mí que ardiendo quedo, ay de mí que pude, ya no puedo, ay de mí que por siempre he de arder, ay de mi que a Dios yo nunca veré.
Por otro lado, cuando esa misma retórica se dirigía a la loa, no escatimaba en grandilocuencia. Si se trataba de hacer la alabanza u homenaje de reyes y príncipes, poetas y escritores no se reservaban cuanta flor o sonora trompeta fuesen necesarias en aras de cantar ditirambos a los que gobernaban. Se llegaban a niveles que a ojos actuales pueden parecer ridículos, pero en ese entonces tal lenguaje tenía un encanto y un propósito. El encanto se deslizaba por la palabra rebuscada y la referencia erudita que sorprendía a quien leía o escuchaba, con el fin último de conmover. El propósito, ciertamente, iba por el camino de construir una verdad que, puesta en el enreveso textual, se intentaba vender al mundo culto.
También podía ocurrir que las élites del Perú recurriesen a tal estrategia para proclamar al mundo varias cosas. La primera, que esta parte del mundo tenía gente cultísima. Segundo, que el país estaba integrado a la civilización. Tercero, decir -con mucho ruido y pirotecnia- que los súbditos peruanos amaban a su rey y estaban felicísimos de ser parte de una augusta monarquía. Finalmente, para vender una imagen del Perú como muchos en Europa lo imaginaban: el país dorado, de ensueño, casi como el Paraíso perdido.
Uno de esos cantores de las glorias del Perú fue Pedro Peralta Barnuevo. Él era un criollo y una de las mentes más brillantes que han visto la luz en tierras andinas. En varios momentos, Peralta usó de su ingenio y de su pluma para cantarle a este reino andino. Así, a inicios del siglo XVIII, este criollo aventajado, escribió unos Júbilos en los que se narraban los fastos con los que Lima había celebrado el matrimonio del hijo del rey Felipe V. En una parte, el narrador enfila lo mejor de su decir para describir al Perú de esta manera:
El reino del Perú, superior y principal provincia de la América austral, segunda parte de este orbe, que destinó la Providencia para colonia de la España: paraíso y mineral del mundo: en cuyos valles, llanuras de una inmensa costa, los tiempos son casi todos de una pieza, porque se han transformado en primavera; y en cuyos montes, cadena de una vasta cordillera, los pedernales son todos riqueza, porque se han convertido en oro y plata: donde parece que el sol, con semillas de luz, hace una continuada cosecha de metales...
Más allá de esa exageración barroca y a pesar del pretendido intento de resaltar que el Perú era esa tierra dorada; la realidad era otra y ningún artificio podría esconderla por mucho tiempo. La multitud de hombres, mujeres y niños que los europeos llamaban indios y que, tal vez, constituía la más valiosa potencia de esta tierra, se veía sometida a la explotación y marginación. No solo ellos: también estaba esa gente que, por estar alejados de la blancura de piel, languidecían en el limbo del desprecio. A la par -y Peralta lo deja vislumbrar- todo parecía indicar que la España imperial ya comenzaba a ver al Perú como una mera colonia más que como a un reino equiparable.
Poco a poco, todas esas contradicciones se azuzarían en la vorágine de los nuevos tiempos. En ella, esa imagen, artificiosa y ridícula que ponía al Perú como el Paraíso perdido, se diluirían como lo que en realidad era: un mero espejismo.
EDUARDO TORRES ARANCIVIA
Historia del Perú. Biografía no autorizada
2024