Todo ocurre como si la "estética popular" estuviera fundada en la afirmación de la continuidad del arte y de la vida, que implica la subordinación de la forma a la función, o, si se quiere, en el rechazo del rechazo que se encuentra en el propio principio de la estética culta, es decir, en la profunda separación entre las disposiciones ordinarias y la disposición propiamente estética. La hostilidad de las clases populares y de las fracciones menos ricas en capital cultural de las clases medias con respecto a cualquier especie de investigación formal se afirma tanto en materia teatral como en materia pictórica, o en materia fotográfica o cinematográfica -en estos últimos casos todavía con mayor claridad puesto que la legitimidad es menor en estas materias-. Tanto en el teatro como en el cine, el público popular se complace en las intrigas lógica y cronológicamente orientadas hacia un happy end y "se reconoce" mejor en unas situaciones y personajes dibujados con sencillez que en figuras o acciones ambiguas y simbólicas, o en los enigmáticos problemas del teatro según El teatro y su doble, por no hablar de la inexistente existencia de los lastimosos "héroes" a lo Beckett o de las conversaciones extravagantemente triviales o imperturbablemente absurdas a lo Pinter. El principio de las reticencias y de los rechazos no reside solamente en una falta de familiaridad sino también en un profundo deseo de participación, que la investigación formal frustra de manera sistemática, en particular cuando la ficción teatral, rechazando jugar a las "vulgares" seducciones de un arte de ilusión, se denuncia a sí misma, como ocurre en todas las formas de teatro dentro del-teatro, cuyo paradigma es Pirandello en aquellas obras en las que pone en escena la representación de una representación imposible -Seis personajes en busca de autor, Cada uno a su manera o Esta noche se improvisa- y de la que Genet enuncia la fórmula en el prólogo de Los negros: "Tendremos la amabilidad, aprendida de ustedes, de hacer imposible la comunicación. La distancia que nos separa, original en sí, la aumentaremos con nuestras vanidades, nuestros amaneramientos, nuestra insolencia, porque nosotros también somos comediantes." El deseo de entrar en el juego, identificándose con los sufrimientos y alegrías de los personajes, interesándose en su destino, abrazando sus esperanzas y sus causas, sus buenas causas, viviendo sus vidas, descansa en una forma de inversión, una especie de prejuicio en favor de la "naturalidad", de la ingenuidad, de la credulidad de buen público ("estamos aquí para divertimos"), que tiende a no aceptar las investigaciones formales y los efectos propiamente artísticos más que cuando pueden ser olvidados y no llegan a obstaculizar la percepción de la propia substancia de la obra.
El cisma cultural que asocia cada clase de obras a su público hace que no resulte fácil obtener un juicio realmente sincero y sensible, por parte de las clases populares, sobre las investigaciones del arte moderno. No deja de ser cierto que la televisión, que transporta a domicilio ciertos espectáculos cultos o ciertas experiencias culturales (como Beaubourg o las Casas de la cultura) que sitúan a un público popular, durante un momento, en presencia de obras cultas, a veces de vanguardia, crea verdaderas situaciones experimentales -ni más ni menos artificiales o irreales que la que produce, quiérase o no, cualquier encuesta sobre la cultura legítima realizada entre un público popular. Se observa así el desconcierto, que incluso puede llegar a una especie de pánico mezclado de indignación, delante de algunos de los objetos expuestos -pienso, por ejemplo, en el montón de carbón de Ben, expuesto en Beaubourg poco después de su apertura- cuya intención paródica, totalmente definida por referencia a un campo y a la historia relativamente autónoma de este campo, aparece como una especie de agresión, de desafío a la razón y a las personas razonables. Igualmente, cuando la investigación formal llega a insinuarse en sus espectáculos familiares -como ocurre en las variedades televisivas con los efectos especiales a lo Averty-, los espectadores de las clases populares se sublevan, no sólo porque no sienten la necesidad de estos juegos puros, sino porque a veces comprenden que los mismos obtienen su necesidad de la lógica de un cierto campo de producción que, por medio de estos juegos, les excluye: "A mí me desagradan profundamente todos esos trucos en que todo está troceado, se ve una cabeza, se ve una nariz, se ve una pierna [... ]. Se ve un cantante que es altísimo, unos tres metros de alto, después se ven brazos con una envergadura de dos metros, ¿lo encuentra usted divertido? A mí no me gusta, es de género tonto, yo no veo qué interés puede tener el deformar las cosas" (Una panadera de Grenoble).
La investigación formal -que en literatura o en teatro conduce a la oscuridad- resulta, a los ojos del público popular, uno de los índices de lo que a veces se experimenta como una voluntad de mantener a distancia al no iniciado o, como decía una encuesta a propósito de ciertas emisiones culturales de la televisión, de hablar a los otros iniciados "por encima de la cabeza del público"?". Dicha investigación forma parte del aparato mediante el cual siempre se anuncia el carácter sagrado, separado y separante, de la cultura legitima, helada solemnidad de los grandes museos, lujo grandioso de las óperas y de los grandes teatros, decorado y decoro de los conciertos". Todo ocurre como si el público popular comprendiera confusamente lo que implica el hecho de poner en forma, poner unas formas, en el arte como en la vida, es decir, una especie de censura del contenido expresivo, de aquel que estalla en la expresividad del habla popular y, a la vez, un distanciamiento, inherente a la calculada frialdad de toda investigación formal, un rechazo a comunicar oculto en el corazón mismo de la comunicación, en un arte que oculta y rechaza lo que parece ofrecer; lo mismo que la buena educación burguesa, cuyo impecable formalismo constituye una permanente llamada de atención contra la tentación de la familiaridad. Por el contrario, el espectáculo popular es el que procura, de forma inseparable, la participación individual del espectador en el espectáculo y la participación colectiva en la fiesta cuya ocasión es el propio espectáculo: en efecto, si el circo o el melodrama de bulevar (que vuelven a actualizar algunos espectáculos deportivos como el catch y, en menor grado, el boxeo y todas las formas de juegos colectivos como los que ha difundido la televisión) son más "populares" que espectáculos como la danza o el teatro, no obedece sólo al hecho de que, al ser menos formalizados (como lo muestra, por ejemplo, la comparación entre la acrobacia y la danza) y menos eufemísticos, ofrezcan satisfacciones más directas, más inmediatas. Sino también a que mediante las manifestaciones colectivas que suscitan y el despliegue del espectacular lujo que ofrecen (piénsese asimismo en las revistas, operetas o en los filmes espectaculares), maravillas de los decorados, esplendor de los trajes, fuerza de la música, vivacidad de la acción, ardor de los actores, satisfacen -igual que todas las formas de lo cómico y en especial aquellas que obtienen sus efectos de la parodia o de la sátira de los "grandes" (imitadores, cupletistas, etc.)- al gusto y al sentido de la fiesta, de la libertad de expresión y de la risa abierta, que liberan al poner al mundo social patas arriba, al derribar las convenciones y las conveniencias.
PIERRE BOURDIEU
La Distinción
1979
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