En un sentido muy amplio, pero fundamental, se puede decir que todos los seres humanos somos colonizados, pues, querámoslo o no, nuestra socialización está presidida por ciertos mandatos que no podemos dejar de interiorizar y a los que tenemos que responder. En una primera instancia se trata de los sueños de nuestros progenitores que anticipan para nosotros una vida donde acaso lograremos lo que ellos no llegaron a realizar. Pero, a su turno, estos deseos están condicionados por ideologías vigentes en una sociedad. Sea como fuere, el hecho es que interiorizamos, hacemos nuestras, ciertas figuras ejemplares que cobran vida autónoma en nuestro mundo interior y que significan una presión, una demanda que nos ahínca a esforzarnos para ser lo que los otros esperan que seamos. Entonces, a través de la difusión de los modelos de deseabilidad somos homogenizados, puestos en el partidor de vidas que realmente no hemos deseado, pero que son las nuestras: lo único que tenemos. Nuestra condición original es estar colonizados. Actuando en función de metas e ideales que no hemos decidido. De allí que la individuación sea una descolonización, un desaprendizaje de los modelos que nos han conformado.
La situación es mucho más grave cuando los mandatos que nos instituyen se transmiten en el interior de relaciones de servidumbre donde no hay amor, solo distancia y violenta imposición. Y fue esto lo que ocurrió en nuestro país: el vínculo colonial, la servidumbre de los indígenas, vino a significar para los colonizados una relación muy problemática con su cuerpo y su cultura. Se les dijo que eran paganos y horribles. Y que solo podían tener remedio gracias a una sumisión absoluta al deseo de los colonizadores. Así, con su docilidad, lograrían embellecer sus almas y hacer atractivos sus cuerpos. Mientras tanto tenían que verse como seres abyectos, miserables. El odio a sí mismos sería como el reverso de la admiración que tendrían que sentir por sus amos blancos. El único camino a la salvación era rechazar su cultura e imitar al invasor.
Pero donde hay dominación, hay también resistencia. Entonces el colonizado se debate entre la mímesis con el colono y el apego a su propia tradición. En realidad, la admiración está mezclada con envidia y resentimiento. Y el odio a sí mismo con orgullo. Todo es pues confuso y ambiguo en el mundo interior de los colonizados. Esta situación los reduce a la vergüenza y el silencio.
GONZALO PORTOCARRERO
Imaginando al Perú
2016
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