"Chí cheñór"
Muchos intérpretes de Nietzsche, especialmente los más recientes, han cometido un enorme error al interpretar su pensamiento, un error que me gustaría que evitaras: han dado por sentado con demasiada ligereza que lo que Nietzsche proponía para hacer la vida más libre y alegre era rechazar las fuerzas reactivas para dejar vivir sólo a las activas, y así liberar lo sensorial y el cuerpo «rechazando la seca y fría razón».
Efectivamente, este razonamiento puede parecer muy «lógico» a primera vista. Sin embargo, este tipo de «solución» es el arquetipo de lo que Nietzsche entiende por «ignorancia». ¡Es evidente que descartar las fuerzas reactivas llevaría a sumergirse en una forma diversa de reacción, al negar, a su vez, otro aspecto de lo real! Por tanto, lo que nos invita a buscar no es una suerte de anarquía, de liberación del cuerpo o de «liberación sexual». Todo lo contrario, lo que propone es una intensificación y jerarquización tan fuerte que permita la existencia de las múltiples fuerzas que constituyen la vida.
Esto es lo que Nietzsche denomina el «gran estilo».
Y es con esta idea en la cabeza como debemos adentrarnos en el corazón de la moral del inmoralista.
No debemos olvidar que resulta algo paradójico querer encontrar una moral en Nietzsche, al igual que lo es preguntarnos por la naturaleza de su theoria. Acuérdate, ya hemos hablado de cómo Nietzsche rechaza violentamente todo proyecto de mejora del mundo. Por otra parte, todo el mundo sabe, aún sin ser un gran lector de sus obras, que se le suele tener por el «inmoralista» por excelencia, que nunca dejó de arremeter contra la caridad, la compasión y el altruismo en todas sus formas, cristianas o no.
Como ya te he dicho, Nietzsche detesta la noción de ideal, él es, por ejemplo, de los que no comulgan con las primeras manifestaciones de un humanitarismo moderno tras el que sólo percibe un débil aroma a cristianismo:
Proclamar el amor universal a la humanidad [escribe él en este contexto] supone, en la práctica, dar preferencia a todo lo que es sufrimiento, desgracia, degeneración. [...] Lo que conviene a la especie es que la desgracia, la debilidad y la degeneración perezcan.
A veces, su pasión anticaritativa, incluso su gusto por la catástrofe, se convierte en un franco delirio. Según refieren personas cercanas a él, no pudo contener su alegría cuando supo que un terrible temblor de tierra había destruido algunas casas en Niza, una ciudad que le gustaba visitar pero, ¡ay!, el desastre fue menor de lo previsto. Afortunadamente, algún tiempo después, se pudo desquitar cuando se enteró de que un gran cataclismo había devastado la isla de Java:
Doscientos mil años destruidos de golpe —decía a su amigo Lanzky—, ¡es magnífico! (sic). [...] Lo que hubiera venido bien hubiera sido una destrucción radical de Niza y de sus habitantes.
¿No parece un poco aberrante, por tanto, hablar de una «moral de Nietzsche»? Porque, por lo demás, ¿qué podría ofrecer en este campo? Si la vida no es más que un conjunto de fuerzas ciegas y desgarradas, si nuestros juicios de valor no pasan de ser emanaciones, más o menos decadentes quizá, pero en todo caso privadas de cualquier tipo de significado, al margen de ser síntomas de nuestra calidad de seres vivos, ¿por qué esperar de Nietzsche la menor consideración ética?
Se puede extraer una hipótesis que ha seducido a ciertos nietzscheanos de izquierdas, y que, por muy enloquecida que parezca, le hace parecer peor de lo que era. Y es que algunos han deducido de modo bastante simplista el siguiente razonamiento: si de entre todas las fuerzas vitales unas, las reactivas, son represivas, mientras que las otras, las activas, son emancipatorias, ¿no se trataría simplemente de anular las primeras en beneficio de las segundas? ¿No habría que declarar, en último término, que hay que proscribir todas las normas, que se ha de «prohibir prohibir», que la moral burguesa no es más que un invento de los curas y que hay que liberar, por fin, las pulsiones en juego en el arte, el cuerpo y la sensibilidad?
Hay quien así lo ha creído y quien aún lo cree. En el marco de las enloquecidas protestas de mayo de 1968 se ha querido leer a Nietzsche en este sentido. Como si fuera un rebelde, un anarquista, un apóstol de la liberación sexual, de la emancipación del cuerpo.
Aunque no se comprenda bien su obra, basta con leerla para constatar que esta hipótesis no sólo es absurda, sino que está en las antípodas de todo aquello que creía.
No deja de decir, alto y claro, que él es cualquier cosa menos un anarquista, como demuestra, entre otros escritos, este pasaje de su Crepúsculo:
Cuando el anarquista, como vocero de capas sociales decadentes de la sociedad, reclama, haciendo gala de una bella indignación, derecho, justicia o igualdad de derechos, lo hace sometido a la presión de su propia incultura y demuestra que no es capaz de entender, en el fondo , por qué sufre, por qué es pobre en vida. Un instinto causal domina en él: alguien tiene que ser culpable de que él se encuentre mal... Esta «bella indignación» le hace bien en sí misma, es un auténtico placer para un pobre diablo poder lanzar injurias, de esta forma experimenta una pequeña embriaguez de poder”.
Se puede criticar este análisis si se desea, pero lo que es imposible en cualquier caso es endosar a Nietzsche la pasión libertaria y las indignaciones juveniles de un mayo del sesenta y ocho que, sin duda alguna, habría considerado una de las emanaciones por excelencia de lo que denominaba la «ideología del rebaño».
Podemos, desde luego, discutir sobre ello, pero en ningún caso negar su aversión explícita hacia toda forma de ideología revolucionaria, ya fuera socialismo, comunismo o anarquismo. Tampoco cabe duda alguna de que la simple idea de la «liberación sexual» literalmente le horrorizaba. Esto es algo evidente teniendo en cuenta sus puntos de vista: un verdadero artista, un escritor digno de tal nombre debe intentar, ante todo, «economizarse». Es un tema desarrollado hasta la saciedad en sus famosos aforismos sobre la «fisiología del arte». Ahí afirma que «la castidad es la economía del artista», que debe practicarla sin fisuras, puesto que «la fuerza que se emplea en la creación artística es la misma que se despliega en el acto sexual». Por lo demás, Nietzsche no encuentra palabras lo suficientemente duras contra el desenfreno de las pasiones que caracterizó la vida moderna tras el surgimiento, funesto desde su punto de vista, del romanticismo.
Como vemos, hay que leer a Nietzsche antes de hablar de él y de hacerle hablar.
LUC FERRY
Aprender a Vivir: Filosofía para mentes jóvenes.
2006
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