La invención del ateísmo. El cristianismo epicúreo de Erasmo o de Montaigne, el de Gassendi, canónigo de Digne, el cristianismo escéptico de Pierre Charron, el teologal de Condom, el escolástico de Burdeos, el deísmo del protestante Bayle y el de Hobbes, el anglicano, tal vez hagan parecer impíos y ateos a sus autores. Pero aun así, el término no se aplica con justeza. Eran, desde luego, creyentes heterodoxos y librepensadores, pero cristianos al fin. Como filósofos independientes, aunque cristianos por tradición, esta amplia gama permite creer en Dios sin la limitación de una ortodoxia sostenida por el ejército, la policía y el poder. ¿El autor de los Ensayos es considerado ateo? ¿Qué pensar de su peregrinaje a Notre-Dame de Lorente, de sus profesiones de fe católicas en su obra maestra, de su capilla privada, de su muerte en presencia de un cura en el momento, digamos, oe la elevación? No, todo ese bello mundo filosófico cree en Dios...
Pues bien, hacía falta que apareciese el primero, el inventor, el nombre como hito a partir del cual fuera posible afirmar: he ahí el primer ateo, el que expresa la inexistencia de Dios, el filósofo que lo piensa, lo afirma, lo escribe con claridad, netamente, sin adornos ni sobreentendidos, con infinita prudencia e interminables contorsiones. Un ateo radical, animoso, confeso. Incluso orgulloso. Un hombre cuya profesión de fe, si se me permite decirlo..., no se rebaja, no se desvaloriza, ni procede de hipótesis alambicadas de lectores a la caza de un principio de argumentos de apoyo.
No muy alejado del paladín francamente ateo, el hombre hubiese podido llamarse Cristovao Ferreira, viejo jesuita portugués que abjuró bajo la tortura japonesa en 1614. En 1636, el año en que Descartes preparaba el "Discurso del método", el cura, cuya fe debía ser bien endeble, si juzgamos por la pertinencia de los argumentos que no pudieron ocurrírsele justo en el preciso momento de la abjuración, escribe, en efecto, "La superchería desenmascarada", un opúsculo explosivo y radical.
En sólo una treintena de páginas, afirma: Dios no ha creado el mundo; de hecho, el mundo nunca fue creado; el alma es mortal; no existe ni infierno, ni paraíso, ni predestinación; los niños muertos están libres de pecado original, que de todos modos no existe; el cristianismo es una invención; los Diez Mandamientos, una estupidez impracticable; el Papa, un personaje inmoral y peligroso; el pago de las misas, las indulgencias, la excomunión, las prohibiciones de alimentos, la virginidad de María, los Reyes Magos, otras tantas tonterías; la resurrección, un cuento irracional, risible, escandaloso, un engaño; los sacramentos, la confesión, sonseras; la eucaristía, una metáfora; el juicio final, un delirio increíble...
¿Se puede concebir un ataque más violento y un fuego más concentrado? Y el jesuita continúa: ¿La religión? Una invención de los hombres para asegurarse el poder sobre sus semejantes. ¿La razón? El instrumento que permite luchar contra todas esas tonterías. Cristováo Ferreira desarma aquellas groseras invenciones. Entonces, ¿ateo? No. Porque en ningún momento dice, escribe, afirma o piensa que Dios no existe. Por otra parte, para confirmar la tesis de un espiritualista creyente pese a todo, el jesuita abjura de la religión cristiana, sin duda, pero se convierte al budismo zen... Aún no hemos encontrado al primer ateo, pero no estamos demasiado lejos...
Pronto llegará el milagro, con otro sacerdote, el padre Meslier, santo, héroe y mártir de la causa atea, al fin reconocible. Cura de Etrépigny en las Ardenas, discreto durante toda la duración de su ministerio, salvo un altercado con el señor del pueblo, Jean Meslier (1664-1729) escribe un voluminoso "Testamento" en el cual tira mierda a la Iglesia, la Religión, Jesús, Dios, pero también a la aristocracia, la monarquía, el Antiguo Régimen, denuncia con violencia inaudita la injusticia social, el pensamiento idealista, la moral cristiana del dolor, y profesa, al mismo tiempo, un comunalismo anarquista, una filosofía materialista auténtica e inaugural y un ateísmo hedonista de sorprendente actualidad.
Por primera vez en la historia de las ideas, un filósofo —¿cuándo será reconocido?— dedica una obra al ateísmo: lo profesa, lo demuestra, lo argumenta, lo cita, forma parte de sus lecturas y reflexiones, pero se apoya igualmente en sus comentarios sobre la situación del mundo. El título lo dice con toda claridad: "Memoria de pensamientos y sentimientos de Jean Meslier" y también su desarrollo, que presenta "Demostraciones claras y evidentes de la vanidad y falsedad de todas las divinidades y de todas las religiones del mundo". El libro apareció en 1729, después de su muerte; Meslier le dedicó gran parte de su vida. Comienza así la verdadera historia del ateísmo...
La organización del olvido. La historiografía dominante oculta la filosofía atea. Además del olvido puro y simple del padre Meslier, apenas citado como una curiosidad, un oxímoron escolar —¡un cura incrédulo!—, cuando se lo honra con una mención al pasar, se buscan en vano pruebas y rastros de trabajos dignos de ese nombre entre las figuras del materialismo francés, por ejemplo: La Mettrie, el terrible exaltador del placer; dom Deschamps, el inventor del hegelianismo comunalista; Holbach, el imprecador de Dios; Helvetius, el materialista voluptuoso; Sylvain Maréchal y su "Diccionario de ateos"; pero también los ideólogos Cabanis, Volney o Destutt de Tracy, silenciados por lo general, cuando la biblioteca del idealismo alemán rebosa de títulos, trabajos e investigaciones.
Por ejemplo: la obra del barón de Holbach no está en la Universidad: ninguna edición erudita o científica de un editor filosófico que sea solvente; ningún trabajo, tesis o investigaciones actuales de un profesor influyente en la institución; ninguna obra en libros de bolsillo, por supuesto, y menos en La Pléiade —cuando sus contemporáneos Rousseau, Voltaire, Kant o Montesquieu disponen de sus ediciones—; ningún curso o seminario dedicados al desmontaje y a la difusión de su pensamiento; ni una biografía... ¡Alarmante!
La Universidad repite hasta el cansancio, para no ir más lejos del siglo llamado de las Luces, el contrato social rousseauniano, la tolerancia voltaireana, el criticismo kantiano o la separación de los poderes del pensador De la Bréde, esas cantinelas y cuentitos filosóficos bienintencionados. Y nada sobre el ateísmo de Holbach, sobre su lectura renovadora e histórica de los textos bíblicos; nada sobre la crítica a la teocracia cristiana, a la colusión entre el Estado y la Iglesia, nada sobre la necesidad de la separación de las dos instancias; nada sobre la autonomización de la ética y lo religioso; nada sobre el desmontaje de las fábulas católicas; nada sobre las religiones comparadas; nada sobre las críticas hechas a su obra por Rousseau, Diderot, Voltaire y la camarilla deísta pretendidamente esclarecida; nada sobre el concepto de etocracia o de la posibilidad de la moral poscristiana; nada sobre el poder de la ciencia, instrumento para combatir la creencia; nada sobre la genealogía fisiológica del pensamiento; nada sobre la intolerancia constitutiva del monoteísmo cristiano; nada sobre la necesaria sumisión de la política a la ética; nada sobre la propuesta de utilizar una parte de los bienes de la Iglesia en beneficio de los pobres; nada sobre el feminimsmo y la crítica de la misoginia católica. Tesis de Holbach, entre otras, de una actualidad asombrosa...
Silencio sobre Meslier, el imprecador ("El testamento", 1729), silencio sobre Holbach, el desmitificador ("El contagio sagrado", con fecha de 1768), silencio, también, en la historiografía sobre Feuerbach, el deconstructor ("La esencia del cristianismo", 1841), ese tercer gran momento del ateísmo occidental, pilar formidable de una ateología digna de ese nombre; pues Ludwig Feuerbach propone una explicación de lo que Dios es. No niega su existencia; hace la disección de la quimera. No se trata de decir Dios no existe, sino ¿qué es ese Dios en el que cree la mayoría? Y de responder: una ficción, una creación de los hombres, una invención que obedece a leyes particulares, en este caso, a la proyección y la hipóstasis: los hombres crean a Dios a su imagen inversa.
Mortales, finitos, limitados, dolidos por esas constricciones, los humanos, preocupados por la completud, inventan una potencia dotada precisamente de las cualidades opuestas: con sus defectos dados vuelta como los dedos de un par de guantes, fabrican las cualidades ante las cuales se arrodillan, y luego se postran. ¿Soy mortal? Dios es inmortal. ¿Soy finito? Dios es infinito. ¿Soy limitado? Dios es ilimitado. ¿No lo sé todo? Dios es omnisciente. ¿No lo puedo todo? Dios es omnipotente. ¿No tengo el don de la ubicuidad? Dios es omnipresente. ¿Fui creado? Dios es increado. ¿Soy débil? Dios encarna la Omnipotencia. ¿Estoy en la tierra? Dios está en el cielo. ¿Soy imperfecto? Dios es perfecto. ¿No soy nada? Dios es todo, etcétera.
MICHEL ONFRAY
Trato de Ateología
2005
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