NOTAS PARA "LA GUERRA EN LA MEMBRANA"
Por Howard Slater
De RUIDO Y CAPITALISMO
*Anti-Copyright
Todo sobre nosotros, todo lo que vemos sin mirar, todo lo que desechamos sin conocer, todo lo que tocamos sin sentir, todo lo que nos encontramos sin percatarnos de ello, tiene efectos rápidos, sorprendentes e inexplicables sobre nosotros, sobre nuestros sentidos y, a través de ellos, sobre nuestras ideas, sobre nuestros corazones.
- Guy de Maupassant, El Horla
La subsunción real del trabajo bajo el capitalismo (denominada también bioproducción, endocolonización, reproducción expandida, etc.) ha llevado a una situación en la que el proceso de valorización se ha hecho autónomo. Con esto queremos decir que la «valorización del valor avanzado» no depende únicamente del proceso de trabajo. La creación de la plusvalía se convierte, tanto en una cuestión de circulación productiva, como de adecuación a la producción; objetivo: la fluidez del valor, con el fin de recortar al mínimo el tiempo de circulación de éste (previamente un tiempo no productivo); un momento instantáneo de valorización que convierte la circulación de los valores, su cambio de forma, en algo productivo en sí mismo. El teórico Jacques Camatte sugiere que, para que esto se haya producido, el Capital se ha antropomorfizado y ha creado una comunidad material. Por tanto, esto podría ser lo que se quiere dar a entender con la subsunción real: es decir, que la barrera antagonista de la valorización continua -previamente la clase trabajadora, como mano de obra viva y el capital variable- se ha subsumido, posibilitando que el capital asuma una forma humana y, por ende, supere sus límites.
El pesimismo inicial de esta interpretación sólo constituye una aceptación derrotista y un acatamiento silencioso, si se mantienen los principios del marxismo ortodoxo. Si buscamos el antagonismo en momentos previos, únicamente en el punto de una adecuación de la producción dispersa y desmasificada, entonces pasamos por una conformidad (no) consciente; un sujeto producido a través del proceso laboral, como sujeto de un capital que está imbuyendo una bios. Esta producción del sujeto se lleva a cabo bajo los auspicios de un plan de trabajo que, escapando de los calendarios de producción y de las especificaciones del producto de la planta, asume la forma de normas operativas abstractas; dispositivos hallados en todas las capa s de la sociedad que movilizan las libertades restringidas que determinan las posibilidades vitales. Si parece que esta producción del sujeto impide el antagonismo, es porque estamos siendo incongruentemente definidos por un aparato discursivo cada vez más desfasado, ya que una producción de capital de este tipo imbuye una bios e instaura el antagonismo en una zona de interioridad (un lugar ambiguo, como veremos). Al utilizar el término «fuerza de trabajo», Marx nos deja un espacio abierto a la conjetura. Esta fuerza, en su proximidad con la fuerza vital de Marx, abarca todos los elementos de una bios: desde la energía física hasta el proceso psíquico, desde las acciones sensomotoras hasta las aptitudes lingüísticas, desde los poderes de la percepción hasta la afectividad involuntaria. Todo el cuerpo está implicado y la valorización nos atraviesa como puntos de circulación independientes.
Por tanto, la subsunción real crea una situación en la que toda la actividad llega a ser productiva en cierta medida (incluso el desempleo). No existe el trabajo improductivo y la mayor parte de las actividades humanas pueden articularse como trabajo. Al igual que los artistas hablan de «mi obra», etc., nuestras actividades de consumo producen un exceso de valor en alguna parte del circuito, al tiempo que dan lugar a un valor de signo para nosotros mismos (el capital ha aprendido hace mucho a convertir los ingresos en capital productivo). Al movilizar a cada uno de nosotros como agente de valorización, como punto de conmutación en los circuitos de la circulación y la metamorfosis, la subsunción real del capital se ha desarrollado en paralelo a unos medios de comunicación en los que ha invertido poderosamente (véase Marx y el ferrocarril). Desde las señales de humo hasta el cursus publicus y el espectáculo, la fisiología sensorial de la comunicación se ha convertido gradualmente en un vehículo para normas operativas abstractas, para microinterpelaciones y roles ya fabricados.
Esto casi no es noticia, pero sugiere que nuestras propensiones, tan afectivas, se han hecho productivas. El concepto de «trabajo afectivo», tendente a mantenerse dentro del proceso laboral y, por tanto, a enterrar sus raíces en el movimiento trabajador, no se ha percatado del modo en que nuestros cuerpos, sus membranas sensoriales, han llegado a ser no sólo el lugar sobre-estimulado por los mensajes de la industria de los medios y la seducción subliminal, sino también un terreno crucial para el mantenimiento constante de nosotros mismos como punto de circulación. Tal como señala Jonathan Beller: «el comercio no es simplemente el movimiento de dinero y objetos; es el movimiento de capital a través del sistema sensorial». El trabajo de nuestros sentidos.
Por tanto, es la guerra de la membrana; una guerra por el control de las intensidades, que ha estado activa durante largo tiempo sin ser declarada, pero que nos permite reconocer que, bajo la subsunción real, la fuerza del trabajo ha escapado a los límites de la fábrica y se le han colocado los arneses de las facultades de la percepción y la capacidad de afección. Estas facultades, consideradas aspectos de la libertad por los estetas liberales, están también sujetas a la automatización, a la habituación. Esto puede explicar el camino común que corre por gran parte de la práctica vanguardista esforzada en buscar cambios en la percepción; una lucha de las clases afectivas que intentaron e intentan, mediante prácticas destinadas a la percepción desautomatizadora, volver a formatear los instintos.
Esta interpretación de la endocolonización que tiene lugar en el nivel interior de la formación de los instintos, puede ser considerada exagerada pero es nuestra capacidad de afección (nuestras superficies receptivas) la que tiene un impacto directo sobre la formación de los instintos. Más que el modelo de estímulo interno y las primeras experiencias vitales que determinan nuestra interioridad, quizá podría ser que la membrana sensorial, actuando como cinta de Moebius entre el interior y el exterior, sea, en palabras de Deleuze, «un aparato de recepción capaz de conjuntar sobreimposiciones sucesivas de planos superficiales» (de aquí, nuestra calificación de la interioridad como ambigua). Se podría argumentar que este tipo de sobreimposiciones de la percepción en la membrana son lo que crean instintos en forma de tendencias (pulsiones). Si tienen tanto impacto, podríamos decir que crean nuestra propia voluntad, que son aportaciones directas a la bioproducción de nuestra subjetividad. Más aún, si un acto repetitivo (pongamos por caso, una cinta transportadora) puede crear un mapa corporal, entonces un mensaje repetido destinado a nuestra percepción sensorial por medio de la fisiología sensorial de los medios de comunicación (es decir, el lenguaje audio visual), puede crear un condicionamiento del mapa de los afectos y una habituación del modo en que sentimos. Una interpretación de este tipo de la subsunción real requiere que reconozcamos la membrana como lugar de antagonismo y que asumamos ciertas ideas de Nietzsche, quien, bajo los auspicios de un combate contra la cultura, afirmó que «todas las percepciones sensoriales están impregnadas de juicios de valor».
Lo que dice aquí Nietzsche, en mi opinión, es que los sentidos supuestamente liberadores están tan sujetos al condicionamiento como los procesos del pensamiento supuestamente cognitivos. Pero quizá sea más importante que no sólo no hay diferenciación posible en la simbiosis entre la percepción y la inteligencia (la réplica al pensamiento puro y el sentimiento puro); sucede que las percepciones sensoriales no pueden desligarse de los valores de la sociedad en la que están inmersas. Esta última es la leyenda del artista en la torre de marfil de la estética liberal pero también el mito del revolucionario no comprometido. Lo que se plantea aquí es que, más allá del poder de autosugestión del espectáculo, existe, inculcada con las sobreimposiciones sensoriales repetitivas, una pulsión, un deseo, un deseo de que la percepción habitual se convierta en materia prima recursiva de la producción de la subjetividad. Si se puede construir el sujeto, entonces su deseo puede ser bioproductivo. Los sentidos y las energías asociados a él, como faceta de la fuerza del trabajo exigida por la subsunción real, no tienen por qué someterse obligatoriamente, sino que hay que aprender a disfrutar de ellos mediante una compulsión abstracta que aplaque el instinto. Existe una voluntad autusugestionada para la valorización que debe continuar percibiéndose del mismo modo o arriesgarse a ser, ella misma, desvalorizada. La crisis nerviosa. El oprobio entre los iguales. La cultura homogeneizada del espectáculo, atrapada en sí misma por el enrejado de las normas operativas abstractas, por ejemplo, las normas de la representación y la narrativa constituyen una garantía contra esta desvalorización y, por tanto, la membrana se autosugestiona y autovigila al mismo tiempo: la servidumbre (in)voluntaria del trabajo sensual (véase Beller y su «teoría laboral de la atención»). El sujeto resultante muestra la frialdad inviolable y la autoafirmación del mismo interesado. El «escudo contra los estímulos» de Freud ya no es necesario cuando la percepción puede automatizarse. Tal como afirma el historiador de los medios, especializado en comunicación, Friedrich Kittler: «El sentido y los sentidos se han convertido en un lavado de ojos. El glamour provocado por los medios de comunicación sobrevivirá temporalmente como producto secundario de programas estratégicos».
Puede parecer que no estamos más cerca de abrirnos paso a través de la comunidad material del capitalismo, que el pesimismo ha aumentado. Por tanto, es posible afirmar que lo que estamos haciendo es enfrentarnos a una subsunción real que, ampliándose a la bios, ha creado una sociedad de alienación generalizada. Esto sólo agravaría el pesimismo si se considerara que una alineación de este tipo nos aparta de la esencia de lo que es ser humano, en lugar de lo que es, bajo la subsunción real, la cuestión de perfilar a este ser humano como algo a aspirar y a superar en el proceso de «llegar a ser». De ahí se deriva la necesidad de abrazar la alienación como «forma anticipatoria de llegar a ser» (Matthew Fuller) para trabajar desde una base alienada. Tal como señala Nietzsche: «Es en el hombre en sí mismo donde debemos liberar la vida, puesto que él mismo es una forma de prisión para el hombre». En cierto modo, la noción de un sujeto auténtico y una cultura auténtica no existen -con una valoración equilibrada y arraigada de la tecnología (de las herramientas manuales a los ordenadores portátiles) como un factor mediador constante en nuestras vidas - desde el principio. Son necesarias una adopción y una rearticulación de esas mismas mediaciones. Las mediaciones, como las máquinas y los dispositivos, que son consideradas factores de alienación y que, cuando llegan a ser percibidos como materiales bioproductivos, indican finalmente el modo en que los sujetos son creados y producidos por el movimiento del capital a través del sistema sensorial. En cierto modo, esto es lo mismo que afirmar que la producción de la subjetividad debe ser perceptible, que, en la guerra en la membrana, las percepciones sensoriales deben llegar a ser antagónicas con su valorización. Esta lucha por la producción de la subjetividad no sólo mina cualquier noción de una esencia humana, sino que se infiere que esa alienación debe ser acogida, reapropiada sensualmente, considerada, más que reprimida, pues la represión equivale a la revigorización de la percepción automatizada, ya que la energía empleada en reprimir no puede ser nada más que la sublimación cultural: nuestro intento de sentirnos completos y estar a la altura de una esencia mítica es una medida de defensa, una medida que nos encarcela. Prisioneros de la Tierra, ¡salid!
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Aquí, en el reino de la alienación hecha consciente, las prácticas musicales vanguardistas proporcionan herramientas para combatir el movimiento endocolonial de la comunidad material del capital. En cierto modo, estas prácticas musicales están implícitas en una alienación sensualmente reapropiadora. Al igual que en otras prácticas vanguardistas, están implicadas en un proceso de desautomatización de la percepción y nos alertan de los antagonismos que la rodean. Para aquellos acostumbrados a definiciones convencionales de la música (armonía, progresión coral, etc.), esto explica la respuesta encontrada con frecuencia de que las músicas avant-garde disuaden y son nada musicales. Muy a menudo, estas mismas respuestas están condicionadas por lo que se espera de la música convencional; se espera una comodidad emocional, una sensación de unidad, una familiaridad que provoque emociones familiares y autoafirmativas que, en sí mismas, podrían ser facetas de una percepción automática que se revela como un mecanismo de defensa. Dentro de la música avant-garde, el empuje deliberado hacia la disuasión, hacia el trato al oyente como si fuera un objeto (materia producida maleable, un ser reducido) o como un sujeto formado a partir de habilidades perceptuales no naturales (un ser de una especie en desarrollo), podría ejemplificarse mejor con la música noise. Un uso de los sonidos que es, sencillamente, un medio de crear antagonismo con la guerra activa, pero no reconocida, en la membrana.
La música noise tiene una larga tradición y está sujeta a variaciones. Desde la incursión de sonidos extraños (por ejemplo, el uso de sirenas en «Ionización de Varese») hasta la maquinaria industrial y los sonidos retroalimentados de guitarra, desde el ruido de microsonidos amplificados hasta los conglomerados ensordecedores de circuitos sobrecargados, el noise comete actos de violencia contra la percepción automatizada, viola las expectativas y atenúa la unidad. En un nivel, su violencia es casi paranoica; rechaza la comunicación y parece rehuir nihilísticamente el significado. Sin embargo, las múltiples partículas del sonido que constituyen el noise, el ruido como componentes compuestos, el ruido como muro de sonido, como un bloque contra un bloque, podríamos decir, confronta nuestras nociones habituales de comunicación, participa en su deconstrucción. La comunicación sin problemas puede ser el modus operandi a través del que operan los dispositivos; la producción de la subjetividad se desarrolla por medio de expectativas narrativas bien trazadas, por medio de simbolizaciones y significaciones reconocibles. Con el noise se produce una perturbación de estas representaciones represoras y una adopción de lo que Guattari ha denominado «asignificación». En cierto modo, la violencia del noise, su «torrente de afectividad» puede ser, con frecuencia, del tipo que confronta a sus oyentes humanos con lo inhumano.
Escuchar noise nos alerta del modo en que la fisiología sensorial de la membrana está siempre presente; un hecho que los modos de percepción habituales nos ocultan en el sentido de que provocan respuestas comunes, como parte de la producción continua de la subjetividad. Por tanto, el noise, su impacto físico sobre nosotros, crea apercepción: la percepción de la percepción, una intensificación de las percepciones que nos centra, a través de una distancia alienadora, en los medios mediante los que nuestras subjetividades son producidas, tanto por perceptos sensoriales, como por conceptos racionales. Este impacto físico evoca una idea de la membrana sensorial similar a lo que Freud denominó efímeramente el «yo corpóreo»: «una proyección mental de la superficie del cuerpo».
Esta frase aparentemente herética, que ofrece la imbricación de un modo de organización de la psique (yo) con la noción de la piel (superficie del cuerpo), presenta, cuando tomamos en consideración las seducciones endocoloniales de la afectividad, la ramificación de que no existe un límite entre lo instintivo y lo cultural (véase Jean Laplanche). El barbarismo compuesto de cierto noise, su primitivismo tecnológicamente enjaezado, su metaforización de la fuerza vital, parecen a una analogía acertada con esta revelación real, alienadora y alarmante del «funcionamiento dinámico de la irracionalidad» en nuestra cultura (véase Otto Rank). Este límite debilitado es el lugar en el que se desarrolla una lucha constante en la que las clases afectivas se alienan a través del hábito.
De manera similar, el rechazo del significado por medio del noise constituye otro modo de adopción de la alienación. Aunque es frecuente que se espere que demos sentido a nuestras percepciones para ser interpoladas mediante procesos dirigidos, con el noise nos vemos abocados a la irracionalidad de la posibilidad propuesta de algún, todos y ningún significado. En cierto grado, esto también actúa críticamente sobre la idea de una esencia humana ya que dicha esencia, la identidad, se construye por medio de la percepción selectiva y los significados atestiguados. El abandono del significado por medio del noise tiene la repercusión de un abandono de la prioridad otorgada a la consciencia, al conocimiento y a las mediaciones del lenguaje. Esto tiene la consecuencia, no sólo de dar lugar a la deconstrucción de la comunicación por medio de una comunicación inconsciente (véase subliminales, etc.), una comunicación en el nivel de los «afectos de la vitalidad» (Daniel Stern), una semiótica de los impulsos, sino a una deconstrucción concomitante del sujeto y su recurso a los mecanismos de defensa refractivos del lenguaje. Bajo el ataque del noise, la esencia humana se disuelve en una difusión (alienante) de posibles devenires en los que la identidad puede revelarse como fabricación, como el producto final de la endocolonización. La activación sensualizada de un yo corpóreo por medio de nuestra percepción de la membrana revela similarmente una sexualidad polimorfa, una piel libidinosa que, de forma extrema, puede minar la organización genital del cuerpo. Es este ataque lo que se considera, frecuentemente, como una agresión del creador de noise al oyente, mientras que, como operario del noise, como agente no sujeto o metamúsico, la agresión se lleva a cabo contra la noción compartida de un sentido generalizado del yo, que está siendo traumáticamente debilitado y convertido en un ser polimorfo y difuso que afecta a toda la organización del cuerpo.
La abreacción de material inconsciente, percibida con frecuencia como un tipo de agresión provocada contra el sentido producido de un yo unificado e ideal, puede resultar traumática. Las músicas de vanguardia llevan mucho tiempo provocando este efecto para-analítico, despojador, sobre sus oyentes. Este tipo de abreacción es crucial para combatir la endocolonización, ya que puede revelar niveles de nuestro ser producidos y sobredeterminados, como un yo que mina el sentimiento de libertad atribuido normalmente al sujeto. En cierto modo, la música de Throbbing Gristle trata de esto, tanto en el nivel de una improvisación desestructurada, caótica y, frecuentemente, sin forma, que ha utilizado ruidos comunes, como en el nivel de una abreacción verbal; el tipo de autorevelación constante y de convertirse en otros de Genesis P-Orridge (véase Persuasion). El efecto, especialmente en las grabaciones en directo, es el de una colectividad de agentes no sujetos en la que resulta difícil aislar quién hace qué: diversas singularidades se cohesionan en un grupo temporalmente unificado. En cierto modo, al igual que los conjuntos que improvisan, por ejemplo, AMM, Musica Elettronica Viva y Morphogenesis, lo que ocurre en la creación de música es una sensación no sólo de la subsunción real del trabajo en los procesos que escapan al control humano (reglas operativas abstractas), sino en el primer plano, en este tipo de músicas improvisadas colectivas, en la calidad de la relación entre los metamúsicos; un tipo de abreacción pública compartida entre el grupo y los miembros de la audiencia.
Esta orientación hacia las relaciones sociales se perfila abruptamente bajo la subsunción real. Cuando hablamos de relaciones sociales capitalistas, también estamos diciendo que el capital es una relación social. Desde esta perspectiva, la forma de valor capitalista puede retrotraerse hasta su rol en la homogeneización y equilibrado de la variabilidad de las diferentes formas de trabajo, relacionándolas, haciéndolas formalmente equitativas en términos de medida. El capital como relación social es, por tanto, una reducción de todas las relaciones a exorbitantes relaciones cínicas, una «mediación social objetizada» (Moishe Postone). Resulta muy interesante que una faceta de las relaciones sociales capitalistas, con el acento situado en la independencia y las conformidades contractuales individuales, es su oclusión, su falta de manifestación. Un panfleto anónimo titulado «Call» señala: «No percibimos a los seres humanos aislados unos de otros... consideramos que están unidos por múltiples vínculos que aprendieron [han aprendido] a negar». Esta negación de los vínculos, la represión de las dependencias, la indiferencia ante los demás, es, en cierto modo, lo que se busca explícitamente superar en las improvisaciones de grupo, por ejemplo, las de AMM y demás. Más aún, las relaciones establecidas deben ser cualitativas, congruentes, deben tener en cuenta la sintaxis poco familiar de la música, su uso de los caprichos del ruido; es una música que se reapropia sensualmente de nuestra alienación de los demás perfilando, fundamentalmente, por medio de la práctica musical, haciendo públicas las intensidades previamente privadas. La abreacción como medio para superar la indiferencia y, citando nuevamente a Laplanche, como medio para revelar la falta de límites entre el instinto y la intersubjetividad.
Para que dicha abreacción tenga lugar, «la circulación afectiva a través de la que... se experimentan múltiples vínculos» debe ser desbloqueada («Call»). Ésta es la guerra de la membrana llevada al nivel más general de lo extraindividual, de las afectividades dirigidas, circuladas, entre nosotros, dentro del mundo social más amplio que está compuesto, en sí mismo, por una serie de membranas y medios de intensidad vigilados con el fin de que no transmitan pasión. Por tanto, si se puede criticar a un grupo como AMM por sus incorporaciones de lo idiomático (lenguaje del jazz, técnicas de improvisación), entonces esto tiene mucho que ver con su rechazo a bloquear estos vínculos múltiples que, en interpretaciones más puristas (e individualistas), son consideradas como la presencia de material alienador. En las improvisaciones de grupo, no se puede evitar este tipo de material. Desde los snippets radiofónicos utilizados por Keith Rowe hasta todo el ámbito del oído social de la música concreta y los detritus despellejadores del ello que emana hacia nosotros como ruido, son los materiales de la endocolonización, los aspectos introyectados de la autoestructura, los que deben ser objeto de abreacción. Para que esto se produzca, sin adoptar un matiz de confesión, ni de inquisidor, hay que recalcar la importancia de la calidad de la relación: la reapropiación sensual de la alineación radica en reclamar lo peor de nosotros en un entorno de apoyo mutuo; en un entorno que permita experimentar las intensidades emocionales en común. En el caso de los grupos y los agentes no sujetos del noise, podría decirse que es un asunto de respuestas parcialmente no deseadas que se producen en una atmósfera permisiva. Lo peor de nosotros en el caso de AMM - u otras músicas avant-garde- es la idiomática de lo predeterminado, la reincorporación de material que no puede ser considerado puro y nuestro examen de las relaciones, su radicación social, lo que dicho material representa para nosotros y las relaciones, las abreacciones en masse, que podrían ser causa de transfiguraciones, desvalorizaciones, futuros seres.
En la batalla contra la esencia mítica que deja al descubierto la abreacción, nos hallamos en el terreno de unas formas de actividad cultural que rayan lo embarazoso, que traspasan la línea de lo aceptable en una prueba experimental de la calidad de la relación, un volverse frágil. En la práctica musical avant-garde, esto se manifiesta dentro de lo que se denomina en términos generales, música abyecta, en la que modismos o artículos musicales tienden a respaldar una determinada autodiferenciación pública o dirigen la interpretación de una persona prearticulatoria dirigida por los afectos que, al demostrar la falta de unidad en el intérprete, desafía al oyente a verse contradicho de forma similar por una apertura a los afectos y a superar de manera idéntica la vergüenza de la abreacción. Este tipo de abreacción es embarazosa, ya que revela y/o adopta un sentido de alienación, nos descubre tan prisioneros como los agentes culturales libres. Es frecuente que la poesía sonora tenga este efecto abyecto por el que el poeta sonoro parece verse superado por un torrente de afectos que posibilita la deconstrucción de la comunicación, reduciendo el lenguaje a materiales guturales que ya no median los afectos mediante el uso de las palabras, sino que crean emociones compuestas y afectos nuevos, una capacidad de cambio para la que no hay lenguaje. De hecho, con la poesía sonora, es frecuente que el lenguaje sea considerado conscientemente decatectizado; un movimiento alienante en sí mismo cuando se considera que nuestro uso del lenguaje, nuestra catexis de palabras para expresarnos es, según nos llevan a creer, el medio principal de comunicarse con precisión y autenticidad.
Al igual que la música abyecta y la poesía sonora, la incursión del silencio en la música, una presunción casi conceptual, constituye otro modo de resistencia contra nuestra endocolonización. Desde los interminables intervalos de una obra de piano de Morton Feldman, hasta el descenso a los pasajes casi inaudibles en algunas de las obras de AMM y las pausas constitutivas de Radu Malfatti, el silencio funciona, a diferencia de la quietud, demostrando que los participantes han creado un entorno entre ellos mismos por las cuales, la confianza, las actitudes no juiciosas y la escucha empática, pueden asumir la forma de un instrumento musical que sustituya a las trompetas, los teclados, las cintas. Con el silencio llega la anticipación pero, en el desarrollo normal de las cosas, con el silencio llega una vergüenza que hay que superar. Podemos temer al silencio como si fuera el ruido más ensordecedor; una retroalimentación física de paranoia inculcada y una autoduda inculcada en la estela del promedio de la reacción mental de los valores del capital, a medida que atraviesan el sistema sensorial. De este modo, cuando el silencio nos hace sentir incómodos, nos está hablando de las proyecciones e introyecciones que se han producido en la membrana, nos hace intentar articular algo inexplicable, algo producido por nosotros sin nuestro conocimiento. El silencio casi nos obliga a pararnos y reflexionar, a detenernos ante objetos rotos, a dudar de las consumaciones y los consumos, las autosatisfacciones, que se esperan sean agradables . La práctica del silencio en la música, el silencio compartido entre varios, parece sugerir que un día ya no habrá música, sólo posibilidades. Nuestra voluntad de una abreacción en masse, de decatectizar los malos objetos del capital y tamizar los afectos para asumir el control de nuestras propias presunciones a medida que luchamos contra el uso de nosotros mismos y de nuestros deseos como materiales bioproductivos de un capital antropomorfizado, es la música más agradable que existe. Aquí, no hay vergüenza ni negación de que se está produciendo una comunicación interna que puede sonar imperceptiblemente.
Aquí, en palabras de Carl Rogers, el organismo, a medida que vuelve a apropiarse de su trabajo sensual para sí mismo en la guerra constante en la membrana, se está convirtiendo en «un instrumento de vida sensitiva».
Howard Slater
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