Dijo John Cage en algún lado que Schoenberg lo denostó como discípulo por su absoluto desdén por la armonía. Él, a su vez, denostó a Schoenberg como maestro por la misma razón, y elucubró dedicar su interés a espacios musicales hasta entonces menospreciados por los grandes maestros de la música académica: el ritmo y la idea misma de lo que era “la composición”.
“Drane” es un ejercicio narrativo. Es un cuento que Sean Booth y Rob Brown nos van contando, sin que entendamos bien qué es lo que nos quiere decir ni cuáles son sus metas. No hay muchos indicios de lo que va a suceder al final, de si en algún momento habrá un golpe de timón absurdo y violento, o de si tratamos con un pasaje que, más bien, explora hacia adentro.
Y explora hacia adentro.
No es vertical ni es horizontal. Pensemos en una cebolla, o en un muslo; en un entramado de nervios y tejidos que solamente pueden roerse circundando la entrada y cuyo núcleo, materialmente, nos es desconocido.
Sangre, pus, mocos, agua, semen, oro, melaza, humo.
El hilo de Teseo que nos va guiando por este paisaje ciego es, justamente, rítmico. Contrapone un elemento tras otro, después nos regala un acento, y aunque hay también una belleza melódica impenetrable (como en mucho de Autechre), muy belleza y muy impenetrable, resulta visible por su acomodo en el tiempo. Ritmo. Ritmo puro.
Aún hoy, que se han dedicado a producir eventos ya inaudibles para muchos, en el centro del trabajo de Autechre no hay interés otro que explorar, una y otra y otra vez, las posibilidades del ritmo.
Y hacerlo hacia adentro.
BARTOLOMÉ DELMAR
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