Buscaba un alma que se me pareciera, y no podía encontrarla. Registré todos los rincones de la tierra; mi perseverancia fue inútil. Sin embargo, no podía permanecer solo. Era necesario alguien que aprobara mi carácter; era necesario alguien que tuviera las mismas ideas que yo. Cierta mañana el sol apareció por el horizonte, en toda su magnificencia, y he aquí que aparece también, ante mis ojos, un joven cuya presencia hacía brotar flores a su paso. Se acercó a mí y, tendiéndome la mano: “He venido a ti, que me buscas. Bendigamos tan feliz día.” Pero yo: “Vete; no te he llamado; no necesito tu amistad…” Caía la tarde; la noche comenzaba a extender sobre la naturaleza la negrura de su velo. Una hermosa mujer, que yo apenas distinguía, extendió también sobre mí su encantadora influencia y me miró apiadada; sin embargo, no se atrevía a hablarme. Dije: “Acércate a mí para que pueda distinguir con claridad los rasgos de tu rostro; pues la luz de las estrellas no basta para iluminarlos a esta distancia.” Entonces, con recatado andar y los ojos bajos, holló la hierba dirigiéndose hacia mí. En cuanto la vi: “Veo que la bondad y la justicia han anidado en tu corazón: no podríamos vivir juntos. Ahora admiras mi belleza que a más de una ha conmovido; pero te arrepentirías, tarde o temprano, de haberme consagrado tu amor; pues no conoces mi alma. No porque te fuera infiel alguna vez: me entrego con igual confianza y abandono a la que con tanto abandono y confianza se entrega a mí; pero, métetelo en la cabeza para no olvidarlo nunca: los lobos y los corderos no se miran con ojos tiernos” ¿Qué necesitaba pues, yo, que con tanto asco rechazaba lo más bello que había en la humanidad?; no habría sabido decir lo que necesitaba. No estaba todavía acostumbrado a darme rigurosa cuenta de los fenómenos de mi espíritu, mediante los métodos que la filosofía recomienda…
Lautréamont
Los Cantos de Maldoror . Canto Segundo
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