por César Hildebrandt
(Extraído de "Hildebrandt en sus trece")
Para la religión mayoritaria en esta comarca el cuerpo es la residencia del pecado original y el origen y destino de la maldad. Es algo que llevamos a cuestas, un saco de carnes y huesos que la muerte hará descansar y que la mortificación disciplinará.
Las pinturas religiosas con desnudos exhiben el cuerpo matronal de las paganas o el levitante de los angelitos con la certeza de que esos cuerpos no significan nada en sí y que son tan sólo envolturas del espíritu, como si la metáfora del barro primordial del que estamos hechos nos dijera que jamás abandonaremos ese linaje degradado.
Si el cuerpo es el mal, el goce del cuerpo es la falta mayor.
¿Por qué el placer y el cristianismo siempre riñeron?
Muy sencillo: porque la creación de la culpa como fundamento del miedo demandaba esa autoabominación. Sin culpa no hay miedo y sin miedo no hay Iglesia.
Sobre el caballo de la culpa original la Iglesia ha cabalgado dos mil años.
Dos mil años persiguiendo el placer mientras se ejerce el sádico placer de mandar no es poca cosa. Sobre todo cuando de mandar a la hoguera a los gozadores se trataba.
De la obra de Erich Fromm es perfectamente deducible qur nada supera en narcisismo a la Iglesia católica, endogámica por naturaleza, blindada por sus dogmas, autosatisfecha hasta cuando pide perdón por sus errores.
La lucha eclesiástica en contra de la sensualidad no contrariada fue siempre extrema así como fue cómplice la posición del catolicismo respecto de la violencia. La llamada indulgencia plenaria, es decir el perdón de todos los pecados, fue otorgada por los papas Alejandro II (año 1063) y Urbano II (año 1095) a todos los participantes de las Cruzadas aún antes de que estos partieran a matar moros por toneladas.
No al placer y sí al exterminio de los infieles.
Se comprenderá que una religión así pueda considerar al sexo una inaceptable jurisdicción de la libertad. Porque una religión de estas características no puede aspirar a otra cosa que no sea la sumisión mental y el suicidio de toda racionalidad. Y, desde luego, también a la renuncia a la soberanía individual expresada en la castración por mano propia de todo asomo público de goce. Por eso es que la palabra maldita es el orgasmo, el viaje que Satán nos propone para contento de la carne, el tour del diablo hacia el centro medular. El orgasmo es el olvido momentáneo del barro patriarcal del que venimos, la cima de todos los sentidos, la tormenta perfecta del sistema eléctrico que en el fondo somos. Su persecución resulta clave para quienes aspiran a conservar el imprinátur de los libros y la censura de los cuerpos reteniendo pera sí el derecho de juzgar cuando un coito puede tener la aviesa meta de no añadir un ser humano a la población.
Para Reich, la función del orgasmo sería, fundamentalmente, la de evitar la neurosis. Ya Freud había maridado la incapacidad orgásmica con la neurosis de angustia. Reich llegó a escribir: "No hay un solo neurótico que tenga esta capacidad" (la de disfrutar sexualmente).
De allí que sirva a la neurosis colectiva la sensación creada por la prensa más amarilla al asociar, casi siempre, el sexo con lo peor y más perverso de la especie. Es un triunfo del oscurantismo castrador convertir en sinónimos sexo y paidofilia, sexo y asesinato, sexo y violación. En suma, sexo y muerte. Es como decir que como hay infecciones gastrointestinales epidémicas deberíamos prescindir del estómago.
Y cuando los cronistas de dos por medio hablan de que algún depravado "sació sus bajos instintos" no se sabe si ese modo de frasear alude a lo bajuno de la perversión o al hecho de que los genitales estén debajo del vientre.
El orgasmo es la idolatría pagana menos extirpable y, por lo tanto, más peligrosa para las jerarquías de lo oscuro. Cuando se ama la naturaleza deja de ser un enigma, dijo alguien. Y es cierto. La función del orgasmo es recordarnos nuestra sociedad con la lluvia y el pasto, con el relámpago y las erupciones, con las manadas y las avenidas de los ríos. El orgasmo es el puente insuperable que nos une con los latidos, también desordenados, de la tierra. Para quienes persiguieron a los heliocentristas y mandaron quemar a quienes descubrían la materialidad de la circulación sanguínea es lógico que la naturaleza sea el gran adversario.
Anatole France señaló con el énfasis que le era habitual: "No hay castos; sólo hay enfermos, hipócritas, maniáticos y locos". Y eso que en los tiempos de France el Opus Dei no había sido fundado.
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