por Juan Manuel Robles
extraído de "Hildebrandt en sus trece"
Una aclaración. No odiamos a Keiko, amamos demasiado a un país libre de su turbia dinastía. Ese amor nos mueve y nos hincha. Otra aclaración. Quienes nos hemos manifestado contra el retorno de Alberto Fujimori (que acaba de usar a su hija de testaferro y quizás luego mande a Kenyi) lo hemos hecho sin recibir nada a cambio. Conozco a varios de ellos, a algunos desde que éramos estudiantes, y siguen en las mismas, viviendo de su creatividad y talento, progresando como todo el mundo, sin loterías extrañas ni repentinos golpes de suerte. El ladrón cree que todos son de su condición y por eso algunos trolls a sueldo hablan ahora de la "mamadera estatal" o del cheque por encargo que supuestamente vino con Humala y seguirá viniendo. También lo insinúan ciertos comentaristas famositos que, curiosamente, han bebido todos estos años de la mamadera corporativa y minera, asesorándolos, por un lado, mientras fingían objetividad en sus medios, por el otro. No, señor, a nosotros nadie nos paga. Creer que una movilización ciudadana de las proporciones que tuvieron las cuatro -sí, cuatro- marchas contra Fujimori es chamba de mercenarios es no comprender cómo funciona el mecanismo noble de la toma de conciencia. Con dinero y circo puedes hacer que varios miles de descamisados voten por ti. Pero ni el táper más grande del mundo puede crear artificilamente la indignación.
A mí me parece bien que los cínicos crean que protestamos solo porque alguien nos paga -o nos pagará-, que escriban artículos con su tinta envenenada. Es su derecho. Gracias a su sinceridad, ahora más gente sabe quién es quién. Estas elecciones han separado a la derecha radical de la derecha troglodita. Me quito el sombrero por la derecha radical, que suele cerrarse contra cualquier asomo de izquierda, que nos dice terrucos y pide deslindes idiotas con Venezuela, que declara ridicuala cualquier lucha por el gas soberano. Esta vez, esa derecha supo estar a la altura: pienso, por ejemplo, en Oscar Sumar, de Gestión, en Gonzalo Zegarra, de Semana Económica, en Mijail Garrido Lecca. Supieron entender el peligro que representaba una candidata con conexiones osurísimas, y lo comunicaron a tiempo. Si valoramos a Verónika Mendoza por haber dado un golpe crucial para derrotar a la mafia, también debería reconocerse el pequeño pero providencial esfuerzo de estos señores para convencer de lo evidente a su a veces distraída audiencia.
Pero otra cosa ha sido -y es- la derecha troglodita. Jugar al cinismo en un momento como el que acabamos de vivir es de una inmadurez fuera de toda línea. En ese afán, estos escribas siguen con la cantaleta de que quienes gritamos en la plaza o hicimos campaña buscábamos algún provecho propio. Y la verdad, hasta esas ofensas puedo aguantarles: se portan como histéricos adolescentes. Dejémoslos. Pedirles serenidad y lucidez sería inútil.
Lo que no podemos seguir permitiendo es el negacionismo. El afán de relativización moral llevó a esos chacoteros a practicarlo durante toda la segunda vuelta. De hecho, cuando aparecieron los primeros resultados, con una probabilidad muy alta de que Kuczynski ganara, leí a más de uno sostener que las mediciones de las encuestadoras podían fallar, normal, por más de tres puntos porcentuales, "como pasó en el 2000".
Quedé pasmado. Como todos sabemos, en las elecciones del 2000 las encuestadoras no se equivocaron al dar como ganador a Alejandro Toledo para luego ser desmentidas por los resultados de la ONPE. Hubo fraude. Fue una coordinada adulteración electrónica de los votos, hecha en cabinas públicas por hackers contratados para la ocasión. Seleccionar ese episodio suprimiéndole el hecho principal, usarlo como argumento para atizar la confusión pro Keiko en una coyuntura muy seria no solo es irresponsable. Es abiertamente antiético y ciertamente repulsivo. Nos lleva a pensar: si se atreven a omitir un hecho conocido por todos, gigante como una catedral, cuántos negacionismos pequeños -que no podemos ver, porque nadie se acuerda de todo- no cometerán en su infantil cruzada de ver caer a "los caviares".
Al día siguiente de las elecciones, más tranquilo por la casi segura derrota de Keiko Fujimori, traté de procesar todo el estrés que me había causado una campaña en la que el fujimorismo no hizo más que dinamitar cualquier chance de reivinidación histórica: la desconfianza por su pasado turbio se mezcló con el temor por un futuro cochínisimo. Sabíamos que las dádivas tenían procedencia dudosa, pero la investigación de la DEA le dio a todo una nitidez espeluznante. Pasado y presente se mezclaban en un cóctel amargo. Esccribí en Twitter lo que sentí:
"Los táperes intactos deberían añadirse a la colección del Lugar de la memoria".
Fue una idea al vuelo, pero al ver la cantidad de gente que la recircul+ó al instante -alguien con conciencia museográfica puso en subasta, al día siguiente, un táper anaranjado original en Mercadolibre.com-, pensé que no estaría mal. Digo: no estaría mal retomar la empresa de la memoria, para que se nos graben bien ciertos hechos probados y documentados. El documental "Su nombre es Fujimori", que Fernando Vilchez elaboró en tiempo récord, demostró que muchos de los jóvenes que no vivieron el desfalco fujimorista -pues nacieron en los noventa- son los más interesados en saber qué le ocurrió al país, cómo así llegamos a tocar fondo. Kuczynski tiene la oportunidad y la responsabilidad de darle un nuevo impulso a la memoria histórica: un esfuerzo abandonado debido a razones políticas -y a un siniestro espíritu de cuerpo- por Alan García y Ollanta Humala. Es hora de retomar ese proyecto: que siga viva la mamoria y, sobre todo, que siga viva la vergüenza par quienes así lo merezcan.
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