Por David Byrne
De "Cómo funciona la música" (2014)
La música de percusión funciona bien al aire libre, donde el público puede bailar y deambular a la vez. Los extremadamente intrincados ritmos superpuestos que son típicos de esa música no se mezclan unos con otros, como lo harían, por ejemplo, en el gimnasio de una escuela. ¿Quién inventaría, interpretaría o perseveraría en tales ritmos si sonaran fatal? Nadie. Ni por un minuto. Además, esa música no necesita amplificación, aunque eso llegaría más tarde.
El musicólogo norteamericano Alan Lomax sostenía en su libro Folk Song Style and Culture que la estructura de esa música y de otras del mismo tipo —conjuntos sin líder, básicamente— emana de, y refleja, sociedades igualitarias, pero baste con decir que este es enteramente otro nivel de contexto. Me encanta su teoría de que los estilos de música y de baile son metáforas de las costumbres sociales y sexuales de las sociedades donde surgen, pero esta no es la historia en la que me quiero centrar en este libro.
Hay quien dice que todos los instrumentos que aparecen en la foto de la parte superior (fig. E) derivaron de materiales locales fáciles de conseguir y que por tanto fue la conveniencia (con lo que se insinúa solapadamente cierta falta de sofisticación) lo que determinó la naturaleza de la música. Tal aseveración implica que esos instrumentos y esa música eran a todo lo que esa cultura podía llegar, dadas las circunstancias. Pero yo argumentaría que esos instrumentos fueron cuidadosamente construidos, seleccionados, personalizados y tocados para adaptarse de la mejor forma posible a la situación física, acústica y social. La música se adapta a la perfección, sónica y estructuralmente, al lugar donde es escuchada. Se adapta absoluta e idealmente a esa situación: la música, una cosa viva, evolucionó para encajar en su nicho disponible.
Esa misma música se convertiría en un mazacote sónico dentro de una catedral (fig. F). La música occidental de la Edad Media era interpretada en catedrales góticas de muros de piedra y en monasterios y claustros de arquitectura similar. En esos espacios el tiempo de reverberación es muy largo —de más de cuatro segundos, en la mayoría de los casos—, de manera que una nota cantada unos segundos antes flota en el aire y se convierte en parte del paisaje sonoro presente. Una composición con cambios de clave musical invitaría inevitablemente a la disonancia, pues las notas se superpondrían y chocarían en una verdadera colisión sónica. Así, lo que se desarrolló, lo que mejor suena en ese tipo de espacios, tiene estructura modal, a menudo con notas muy largas. Melodías de progresión gradual que rehúyen cambios de tono funcionan magníficamente y reafirman su ambiente místico. Esa música no solo funciona bien acústicamente, sino que ayuda a establecer lo que entendemos como aura espiritual. Los africanos, cuya música espiritual suele ser rítmicamente compleja, quizá no asocien la música originada en esos espacios con la espiritualidad; para ellos tal vez sea simplemente confusa e indistinta. No obstante, el mitólogo Joseph Campbell pensó que el templo y la catedral eran atractivos porque recreaban espacial y acústicamente la caverna, donde los humanos primitivos empezaron a expresar sus anhelos espirituales. O por lo menos, puesto que casi todos los indicios de tales actividades han desaparecido, ahí es donde creemos que primero expresaron esos sentimientos.
Se suele asumir que mucha música medieval de Occidente era armónicamente «simple» (con pocos cambios de clave) porque los compositores no habían desarrollado aún el uso de armonías complejas. En ese contexto no habría necesidad o deseo de incluir armonías complejas, pues habrían sonado horrible en tales espacios. Creativamente, hicieron lo más apropiado. Suponer que en música existe algo así como «progreso» y que hoy día es mejor de lo que era es típico del exceso de autoestima de quienes viven en el presente. Es un mito. La creatividad no «mejora».
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