En el ámbito de la filosofía contemporánea, es sin duda André Comte-Sponville quien ha ido más lejos recurriendo a su gran talento y rigor intelectual, en el intento de fundamentar una nueva moral y una nueva doctrina de salvación sobre la base de una deconstrucción radical de las pretensiones del humanismo a la trascendencia de los ideales. Aunque André Comte-Sponville no sea nietzscheano —rechaza vigorosamente las tonalidades fascistoides de las que Nietzsche no siempre consigue escapar—, no deja de compartir con éste la sensación de que los «ídolos» son ilusiones, la convicción de que deben ser deconstruidos, reconducidos por la genealogía a su origen como producto, y que la única sabiduría posible parte de una inmanencia radical. Finalmente, su pensamiento también va a culminar en una de las numerosas formas que adopta el amor fati, en un llamamiento a la reconciliación con el mundo como es, o si lo prefieres, pues es lo mismo, en una crítica radical a la esperanza. «Esperar un poco menos, amar un poco más», ésta es en el fondo y en su opinión la llave de la salvación. Porque la esperanza, en contra de lo que piensa el común de los mortales, lejos de ayudarnos a vivir mejor hace que perdamos lo esencial de la vida misma, que debe tomarse aquí y ahora. Al igual que para Nietzsche o para los estoicos, desde el punto de vista del materialismo renovado la esperanza es más una desgracia que una virtud benéfica. Esto es lo que André Comte-Sponville ha resumido de una forma tan sintética como expresiva: «Esperar, dice, es desear sin gozar, sin saber v sin poder». Es, por tanto, una gran desgracia y para nada una actitud que, como ya hemos señalado antes, contribuya a acrecentar el placer de vivir.
Podemos comentar esta fórmula de la manera siguiente: en principio, esperar es desear sin gozar, porque es evidente, por definición, que no poseemos el objeto de nuestras esperanzas. Esperar ser rico, joven, saludable, etcétera, no es serlo ya. Es ser consciente de la carencia de lo que nos gustaría ser o poseer. Pero también es desear sin saber: si supiéramos cuándo y cómo vamos a adquirir los objetos de nuestra esperanza, no nos conformaríamos sólo con esperar pues, si las palabras realmente significan algo, esperar es algo totalmente distinto a saber. Por último es desear sin poder, porque si uniéramos la capacidad o el poder de hacer realidad nuestros deseos, de hacerlos realidad aquí y ahora, no nos privaríamos de ello. Nos limitaríamos a hacer lo que deseamos sin dar el rodeo de la esperanza. El razonamiento es impecable. Frustración, ignorancia, impotencia, he ahí lo que, desde un punto de vista materialista son las principales características de la esperanza. De ahí que en la crítica que hagamos debamos optar por una espiritualidad que seguro recuerdas, pues no es otra que aquella de la que he hablado en esta obra al comentar tanto el estoicismo como el budismo.
En efecto, desde los tiempos de los griegos, la doctrina de salvación materialista retoma con gusto la idea del famoso carpe diem, el «aprovecha el presente» de los antiguos, es decir, la convicción de que la única vida que merece la pena vivir es la que tenemos aquí y ahora, la que surge de la reconciliación con el presente. Tanto unos como otros consideran que los dos males que nos amargan la existencia son la nostalgia de un pasado que ya no es y la esperanza en un futuro que aún no es. Así, en nombre de estas dos nadas, nos perdemos de forma absurda la vida tal como es, la única realidad que vale, porque es la única verdaderamente real: la del instante que tendremos que aprender a amar. Al igual que en el mensaje estoico, pero también de forma similar a lo que dijeran Spinoza y Nietzsche, hay que llegar a amar el mundo, hay que elevarse hasta alcanzar el amor fati, y ésta es la última palabra respecto de lo que podríamos denominar la «espiritualidad materialista», aunque suene un tanto paradójico.
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Lo que está claro desde este punto de vista es que el materialismo es una filosofía de la felicidad y, cuando todo va bien, ¿quién no se siente tentado a ceder a sus encantos?
En suma, se trata de una filosofía para los buenos tiempos. Pero, cuando se levanta la tormenta, ¿podemos seguir confiando en ella? Ésta es la razón por la que nos brindaría seguridad, si acaso un golpe nos derribara, lo que a los más grandes, desde Epicteto hasta Spinoza, les molestaba tener que reconocer: que el auténtico sabio no es de este mundo y que, por tanto, la felicidad no está a nuestro alcance. Ante una catástrofe inminente, la enfermedad de un niño, la posible victoria del fascismo, la necesidad de tomar una decisión política o militar urgente, etcétera, yo no conozco a ningún materialista que no se convierta en un vulgar humanista al sopesar sus posibilidades, convencido de que el curso de los acontecimientos podría depender, de alguna forma, de su libre elección. Reconozco sin reservas que uno puede prepararse para los golpes de la mala suerte, anticiparla, al estilo usado en las oraciones formuladas en futuro anterior («cuando esto ocurra, al menos estaré preparado»). Pero me parece imposible, por no decir absurdo o incluso obsceno, que podamos amar lo real en cualquier circunstancia. ¿Qué sentido podría tener el imperativo de amor fati en Auschwitz? Y de que sirven nuestra resistencia y nuestras rebeliones si se inscriben para toda la eternidad de lo real en un mismo nivel que aquello a lo que nos oponemos? Ya sé que es un argumento trivial. Por otra parte, no he sabido nunca de ningún materialista, antiguo o moderno, que haya encontrado una respuesta a esta objeción.
Este es el argumento por el que, una vez sopesadas las opciones, prefiero decantarme por un humanismo que tenga el coraje de asumir plenamente el problema de la trascendencia. Pues, en el fondo, estamos hablando de una incapacidad lógica, de si somos o no capaces de ahorrarnos la explicación del concepto de libertad que encontrábamos en las obras de Rousseau y de Kant, y me refiero a la idea de que hay algo en nosotros que excede a la naturaleza y a la historia. Pues en este caso, al contrario de lo que ocurre con el materialismo, nos negaríamos a pensarnos totalmente determinados, nos negaríamos a erradicar la sensación de que, de alguna manera, somos capaces de poner distancia para observar el mundo de forma crítica. Se puede ser mujer y, sin embargo, no encerrarse en lo que la naturaleza parece haber previsto para la feminidad: la educación de los niños, la vida de familia, la esfera privada. Se puede nacer en un entorno socialmente desfavorecido y, sin embargo, emanciparse, progresar con la ayuda de la escuela, para entrar en mundos diferentes a los que el determinismo social había previsto para nosotros.
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Desde Marx y Nietzsche, los materialistas nunca se han privado de juzgar al mundo entero, empezando por sus vecinos, de expresar sentencias morales sobre todo tipo de conductas que su filosofía les impide asumir. ¿Por qué? Simplemente porque, sin siquiera darse cuenta, se mantienen en la línea general de atribuir a los seres humanos una libertad que luego les niegan en su filosofía. De manera que bien se puede concluir que sin duda es menos ilusoria la libertad que un materialismo cuyo punto de vista sencillamente no se puede mantener.
Más allá de la esfera de la moral, todos tus juicios de valor, incluso el más insignificante —una observación sobre una película que te ha gustado, sobre una pieza de música que te ha emocionado o qué sé yo qué más—, implican que tú te piensas libre, que te representas a ti mismo hablando libremente, no como un ser transido por fuerzas inconscientes que se expresarían a través de ti sin que tú seas consciente.
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Entiéndeme bien: no estoy diciendo en absoluto que «necesitemos» la trascendencia como se complacen en proclamar hoy ciertas formas de pensar algo bobaliconas, pero admito con gusto que tenemos necesidad de «sentido», incluso puede que tengamos «necesidad de Dios»".
Todas estas fórmulas resultan calamitosas, pues se vuelven inmediatamente en contra de quien las pronuncia: el hecho de que necesitemos algo no lo convierte automáticamente en verdadero. Todo lo contrario: existen muchas posibilidades de que tendamos a inventar lo que necesitamos para, a continuación, pasar a defenderlo incluso con mala fe, porque no podemos vivir sin ello. Desde este punto de vista, necesitar a Dios es la mayor objeción que se plantea a su existencia. No estoy diciendo en absoluto que «necesitemos» la trascendencia de la libertad o de unos valores trascendentes. Mantengo algo totalmente diferente y es que no podemos explicar nada, que no somos capaces de pensarnos a nosotros mismos ni a nuestra relación con los valores, al margen de la hipótesis de la trascendencia. Es una necesidad lógica, una exigencia racional, y no una aspiración o un deseo. En este debate no se trata de nuestro bienestar, sino de nuestra relación con la verdad. O, por decirlo de otra forma: si el materialismo no me convence, no es porque me resulte incómodo, todo lo contrario. Como por otra parte ya dijera Nietzsche, la doctrina del amor fati es una fuente de bienestar sin parangón, la fuente de una serenidad infinita. Si me siento obligado a superar el materialismo e intentar ir más allá es porque en realidad me resulta «impensable» al estar demasiado lleno de contradicciones lógicas como para ser capaz de instalarme en él intelectualmente.
Quisiera dejar claro una vez más el origen de estas contradicciones y sólo te diré que la cruz del materialismo es que nunca piensa su propio pensamiento. Esto puede parecer difícil de entender pero, en realidad, significa algo muy simple: el materialista afirma que no somos libres pero está convencido de que al suscribir esto lo hace libremente, que nada le obliga, en efecto, a hacerlo, ni sus padres, ni su entorno social, ni su naturaleza biológica. Insiste en que nuestra historia nos determina de lado a lado, ¡pero no deja de conminarnos a emanciparnos, a cambiarla, a hacer la revolución si es posible! Sostiene que hay que amar el mundo tal como es, reconciliarse con él, huir del pasado y del futuro para vivir en el presente, pero nunca deja de intentar, como lo haríamos tú o yo cuando nos pesa el presente, cambiarlo con la esperanza de lograr un mundo mejor. Resumiendo, el materialista enuncia profundas tesis filosóficas, pero siempre para aplicárselas a los demás, nunca a sí mismo. Una y otra vez reintroduce la trascendencia, la libertad, el proyecto, el ideal, pues en verdad no puede dejar de creerse libre y de precisar valores que estén por encima de la naturaleza y de la historia.
LUC FERRY
Filosofía para mentes jóvenes
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