por CÉSAR HILDEBRANDT
Extraído de "Hildebrandt en sus trece"
A los idiotas que inventaron la revolución industrial se les ocurrió hace muchos años desprestigiar a la tristeza.
O sea que podías ser proxeneta, mercenario, pirata, esclavista o asesino; lo que no podías ser era ser (a veces) triste.
La gente huía de los tristes porque suponía –y con razón- que la tristeza era una señal de desadaptación.
Nada más calumniado, desde entonces, que la tristeza. Contra ella han librado campañas demoledoras desde hace 300 años, pero ninguna como la que libraron, en las últimas décadas, los jefazos de las corporaciones, los neocon y su corte de violentos fronterizos, el departamento de mercadotecnia de Monsanto, la televisión de los rufianes.
Es que la tristeza no es capitalista. En cambio, si prescindes de toda tristeza Hollywood te parecerá una maravilla y la moda de la casa Versace un arcoiris y hasta Obama te parecerá un profeta disfrazado de rey mago.
Y, sin embargo, a pesar de tantas difamaciones, una cierta tristeza de fondo suele ser hija de la lucidez. Jamás he visto a una persona sabia que no tenga una pincelada de tristeza.
No hablo, claro, de la tristeza cursi y con tundete de jarana. No hablo de la tristeza que paraliza y que inutiliza. Hablo de ese halo fino que procede de la conciencia de la muerte. Y que vuela al lado del águila mayor, que es la idea de lo absurdo.
Para exterminar a la tristeza crearon fábricas argentinas de psicoanalistas (los hay también muy buenos), submarinos de fenobarbital, obleas de serotonina y/o dopamina, y, más radicalmente, una Disneylandia hecha de puro litio fluorescente.
Persiguen a los tristes en este mundo donde Ricky Martin ha sido el logotipo de la vitalidad. Los abalean con píldoras, consejos, fórmulas magistrales, flores de Bach (cuando las únicas flores de Bach son sus suites para viola).
Les temen y les quitan el empleo. Porque los tristes son una pelusa en ese mecanismo que no puede chistar ni chirriar. Son la nube negra en el cielo pintado por los escenógrafos de Mobil Oil.
Son la presa que no se deja cazar, el borbotón de vida que no pudo embotellarse.
Se odia a la tristeza en este mundo donde el Éxtasis entona, la cocaína anima, la marihuana rima y la guerra se prepara en los países que ya la perdieron. Todo se tolera excepto la tristeza. Desacredita la tristeza porque mancha el curriculum vitae y te puede sacar del fiero mercado en el que toda duda es sospechosa y toda pregunta en torno al asesinato que vas a cometer te descalifica.
Por todo eso y por muchas otras razones yo amo la tristeza desensillada y simple, pura y desvergonzada, mundial y necesaria si quieres demostrarte que estás vivo.
Repito: no hablo de una tristeza crónica que te paralice sino aquella ráfaga de tristeza que te recuerde tu humanidad, los hijos que vuelan, el parecido con la gotera que puede tener el tiempo y el paso de los días enroscados.
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