Jacques Attali es un economista y polígrafo francés. En 1977 publicó Ruidos: ensayo sobre la economía política de la música, donde expone un peculiar enfoque materialista sobre la música. El presente texto es la revisión de los planteamientos del ensayo, que tuvo una reedición aumentada y corregida en 2001, incluido además como prólogo para Music and Marx: ideas, practice, politics, volumen editado en 2002 por la etnomusicóloga Regula Burckhardt Qureshi, y del cual procede esta traducción. (Lorenzo Huamaní Angeles)
CONSIDERACIONES PARA UNA ECONOMÍA POLÍTICA DE LA MÚSICA
Jacques Attali
La música es una invención tan antigua como el lenguaje. Hasta la época de los grandes imperios, como las demás actividades humanas, era parte de la práctica religiosa. Luego se aisló como un arte ambiguo y frágil, aparentemente menor, de importancia secundaria. Primero se restringió a lugares diseñados para ella, luego estalló para invadir el mundo en forma de producción en masa. La música ahora es un estimulante enigmático, una fuente de ganancias, una apuesta en las luchas de poder: es un ruido de fondo admirado por muchos que realmente no escuchan, y es comprado para nunca ser realmente escuchado. Hoy se gasta más dinero en música que en libros, películas o cualquier otra fuente de entretenimiento, y la música está a la vanguardia de la globalización.
La música ha sido contemplada por muchos filósofos. Por ejemplo, Jean-Jacques Rousseau en su Discurso sobre el origen de la desigualdad escribe: «Ya sea que investiguemos sobre el origen de las artes u observemos a los primeros pregoneros, encontramos que todo en su principio está relacionado con los medios de subsistencia». Para Karl Marx la música es «el espejo de la realidad»; para Friedrich Nietzsche, la «expresión de la verdad», un «espejo dionisíaco del mundo». Para Sigmund Freud, es un «texto a descifrar». Y de acuerdo a Pierre Schaeffer, la música habla de persona a persona en un lenguaje de la materia.
Pero las teorías sociales, atrapadas en estructuras creadas antes de fines del siglo diecinueve y agobiadas por temáticas preestablecidas, no pueden explicar lo esencial: júbilo y violencia, azar y confusión, lo libre y lo recíproco. La música explora toda la gama de posibilidades en un código dado, más rápido que la realidad material. Transmite a través del sonido lo que solo más tarde se hace visible, impuesto, dominado. No es solo el eco de la estética de una época, sino algo más allá de lo cotidiano anunciando el futuro.
Espejo y esfera de cristal, medio para registrar la creación humana, indicador de vacíos, pieza de utopía; memoria privada en la que cada oyente registra sus propios sentimientos, reminiscencias, memoria colectiva del orden y de las genealogías, la música no es una actividad autónoma ni consecuencia de la infraestructura económica. Nace de comunidades y artistas, de hombres y dioses, de celebración y oración.
De este modo, Bach y Mozart, cada uno sin saberlo y sin intención, reflejaron a su manera el sueño de armonía de la naciente burguesía, el declive de las cortes y el descontento del pueblo. Además, lo hicieron mejor, y antes, que todos los teóricos políticos del siglo diecinueve. Bob Marley y Janis Joplin, John Lennon y Jimi Hendrix cantaron con mucha elocuencia los sueños de libertad de los sesentas de lo que cualquier teoría podría esperar hacer. Los variety shows, los hit parades, el show bussiness, los clips y los samples son los precursores, tanto patéticos como proféticos, de las formas que tomará la globalización de los deseos. El free jazz y el rap predijeron la explosión de la violencia urbana; el Napster, la inminente batalla por la propiedad intelectual. Al mismo tiempo, se dibujan los rasgos de una futura utopía, una imagen de felicidad que se encuentra en dar placer.
La música es simplemente una forma de expresar a los humanos su trabajo, de escuchar y hacer oír su condición y el alcance de su creatividad no explotada.
La música como ruido de poder
No hay poder sin el control del ruido y sin un código para analizar, marcar, restringir, entrenar, reprimir y canalizar el sonido, ya sea el sonido del lenguaje, del cuerpo, de las herramientas, de los objetos o de las relaciones con los demás y con uno mismo. Toda la música –toda organización de los sonidos– es un método para crear y consolidar una comunidad. Es el vínculo del poder con sus sujetos, y un atributo de este poder cualquiera sea su forma.
Además, no hay libertad sin música. Inspira al hombre a levantarse por encima de sí mismo y de otros, más allá de los estándares y las reglas, construyendo una idea –por frágil que sea– de trascendencia.
Y, precisamente, porque el ruido es a la vez un instrumento de poder y una fuente de rebelión, los poderes políticos siempre se han fascinado por lo que escuchan sus súbditos. A través del ruido los tranquilizan, preparan las órdenes, prevén la revuelta. Los poderosos imaginan saberlo todo; el sueño policiaco es grabarlo todo.
Desde el confesionario hasta el seguimiento en Internet, de la tortura a las intercepciones telefónicas, las técnicas de extorsión y las tecnologías de grabación sonoras sirven como lienzos para las historias del poder. Todos los teóricos totalitarios han tenido como objetivo reservar para el poder el monopolio de la difusión y recepción del ruido. La represión de la monarquía francesa a la música regional, el ostracismo de los ejecutivos de música blanca hacia los músicos negros, la obsesión de los soviéticos con la música pacífica y nacional, la desconfianza sistemática de la improvisación: todo esto muestra el mismo miedo a lo extranjero, lo incontrolable, lo diferente.
También en el mercado existe el monopolio de la difusión de mensajes y el control del ruido, aunque los medios para lograrlo son menos violentos y sutiles. Cuando el mercado asedia e invierte en música, reduce al músico a un bien de consumo, una demostración inofensiva de sumisión y subversión, el primer producto de producción y venta en masa, con la rebelión como materia prima. Un ejemplo de esto es Muzak, la corporación que desde 1920 ha producido y distribuido programas musicales estandarizados en todo el mundo a miles de estaciones de radio y millones de ascensores, restaurantes, aeropuertos y otros lugares en los que las personas están juntas en sus soledades individuales.
Este es un pretexto para que personas razonables ganen dinero a través de una empresa sin sentido. Al igual que la Cuaresma disfrazada de Carnaval, la industria de la música es un instrumento de pacificación social que da a cada persona la ilusión de probar pasiones prohibidas. La legión de canciones y estrellas intercambiables —a pesar de poder parecer violentas o rebeldes, libertarias o subversivas— refuerzan los límites de una vida cotidiana en la que nadie tiene realmente el poder de expresarse, en el que la música es simplemente un método para ejercer el miedo, un tema trivial de conversación, un medio para prevenir discursos y acciones contundentes.
Comprendiendo a través de la música
Para desarrollar una teoría de las relaciones entre música, poder y dinero, primero debemos considerar las teorías de la música. Esto nos lleva a la desilusión, ya que estas teorías son una sucesión de tipologías confusas que nunca carecen de motivaciones ulteriores. Hoy, el desarrollo insaciable y la competencia de teorías, encuestas, enciclopedias y tipologías de la música cristalizan la angustia de la era, por su asimilación al entretenimiento, por la estética disuelta en la futilidad, por los sentidos ahogados en el mar del comercio. Clasificaciones sin un rumbo con la realidad, finalmente son intentos de mantener el orden en un mundo llamativo, demente y contradictorio, donde el tiempo en la música es como un laberinto, que no puede reducirse a medidas o categorías. La simultaneidad de los estilos, la interpenetración dinámica de las formas y la libertad de los creadores prohíben toda genealogía lineal, arqueología jerárquica o localización ideológica de un músico o una obra. Cada código musical tiene sus raíces en las ideologías y tecnologías de la época que lo produce.
Entonces, ¿qué camino se debe seguir a través del inmenso bosque de sonidos que la Historia nos ofrece? ¿Cómo podemos entender la economía de la música y qué tipo de economía predice la música? ¿Cómo podemos rastrear la historia de las relaciones entre la música y los mundos de producción, comercio y deseo?
Escribir la historia de la economía política de la música es esencialmente un intento de describir el flujo a través del cual el sentido puede aparecer sin sentido, la música sin ruido, el trance sin disonancia. Esto no es ni progreso ni regresión, sino simplemente una especie de significado, una tensión a la vanguardia de todo cambio en el orden social.
En el transcurso de tres períodos distintos, la música se expresó de acuerdo con tres códigos, correspondientes a tres modos específicos de organización económica. Paralelamente, tres ideologías, tres órdenes, dominaban una tras otra: la religiosa, la imperial, la de mercado. Entre cada una de ellas, períodos de confusión y desorden preparados para el nacimiento del próximo orden.
Con el siglo veinte comenzó un cuarto período, de música repetitiva, forjado en el crisol de la música negra estadounidense, respaldado por la incesante demanda de los jóvenes del mundo y una nueva organización económica que hizo posible la grabación y distribución de música, primero físicamente, luego virtualmente. En cada uno de estos períodos, para aquellos que pueden verlo, la práctica de la música esbozó los tiempos por venir.
Más que cualquier otra actividad humana, la música —nacida de hombres y dioses, al servicio de los predicadores y príncipes, y luego transformada en una mercancía— ha pasado de ser sagrada a profana. La música primero mostró cómo se podían dominar todas las actividades del cuerpo, cómo la práctica podía especializarse, cómo las actuaciones podían venderse y producirse en masa, como se podían acumular las grabaciones, y finalmente cómo se podía desarrollar un método de almacenamiento virtual en forma de datos puros. La música fue, por lo tanto, la precursora de una globalización repetitiva, en la que nada tiene éxito a menos que sea parte del tinte infinito de la mercancía que solo le parece real y nueva.
La música es extremadamente actual en este sentido. Como señal pura, revela una de las principales contradicciones del futuro: si bien ninguna sociedad puede perdurar sin incorporar diferencias en su núcleo, ninguna economía de mercado puede desarrollarse sin reducir estas diferencias mediante la venta de artículos producidos en masa. La música es la primera en hacer audible la esencia de estas contradicciones en las sociedades del mañana, transmitiendo una angustiada búsqueda de diferencias perdidas en una lógica en la que se ha desterrado la diferencia. Hoy en día la tecnología permite una acumulación infinita de música y objetos, asegurando al mismo tiempo su similitud, y las mercancías se comunican en un lenguaje empobrecido. Algunos creen que esto significa el fin de la música, de la misma manera que otros han proclamado el fin de la Historia: la odisea musical ha llegado a su fin, el ciclo está completo.
¿Y si, por el contrario, fuera solo el comienzo? ¿Si la nueva música anunciara nuevas sociedades una vez más? ¿Y si gracias a la música pudiéramos construir un puente hacia el futuro y un renacimiento?
No hay comentarios.:
Publicar un comentario