Algunos compositores entran en la historia de la música gracias a contribuciones estrictamente musicales. John Milton Cage Jr. (1912-1992) lo hizo a base de filosofía radical, fina provocación y acciones que se convirtieron en escándalo incluso en los contextos más contemporáneos. Más de medio siglo después, todavía tenemos que darle las gracias por haber allanado el camino con algunos de los postulados más revolucionarios que la creación musical ha visto en siglos. Lo celebramos con este artículo de Roc Jiménez de Cisneros.
Extraído de Rock de Lux - Octubre 2008
En 1962 el historiador norteamericano Thomas Kuhn presentaba al mundo “La estructura de las revoluciones científicas”, una particular visión de la historia de la ciencia basada en la idea de los cambios de paradigma, esas pequeñas-grandes revoluciones que a lo largo del tiempo han significado enormes golpes de timón en el devenir de la ciencia y la sociología del conocimiento. Una de las parábolas más célebres de Kuhn era una sencilla ilustración a modo de ilusión óptica, un dibujo que según cómo se mire parece un conejo o bien un pato, y que servía para resaltar la idea de que un cambio de paradigma podía hacernos ver la misma información de dos formas completamente distintas.
SILENCIO
Diez años antes de que Kuhn introdujera sus ideas en la comunidad científica, otro norteamericano, un compositor (y artista, filósofo y coleccionista de setas) absolutamente desconocido para el gran público llamado John Cage (1912-1992), presentaba en Woodstock, Nueva York, una pieza que sin duda puede considerarse revolucionaria en la historia de la música, un radical cambio de paradigma conseguido con una de las obras más simples jamás escritas. Concebida para uno o varios instrumentistas, la partitura de “4’ 33”” se limitaba a dar instrucciones a los intérpretes para que permanecieran en silencio, sin tocar. Ni una sola nota, ni siquiera pentagrama. Para la mayor parte del público de esa première (con uno de sus más asiduos colaboradores, David Tudor, al piano) y el de tantas otras escenificaciones de la pieza, “4’ 33”” era poco más que una boutade post-dadá equiparable a las gamberradas que George Maciunas y sus acólitos (Cage entre ellos) estaban perpetrando en el arte del momento en el nombre de Fluxus.
Pero más allá del inequívoco espíritu provocador de Cage, la obra abría debates trascendentales en numerosos flancos del pensamiento musical del siglo XX. Cage le pedía al intérprete que permaneciera en silencio, pero ¿había realmente silencio? ¿Acaso no se escuchaban los gritos del público, los pasos de la gente abandonando la sala, los cuchicheos y el rumor lejano del tráfico? “4’ 33”” ensalzaba el silencio a la vez que evidenciaba la destrucción de su significado tradicional. Su concepto poético e ideal como ausencia total de sonido desaparecía para siempre.
Para su autor ya había dejado de existir tiempo atrás, en una de las anécdotas más célebres del imaginario cageiano: la visita del compositor a la cámara anecoica –ergo, capaz de asimilar las ondas sin reflejarlas– de la Universidad de Harvard. Incluso allí, en ese receptáculo específicamente diseñado para absorber cualquier reverberación y aislarse de toda polución sonora, Cage escuchó dos sonidos constantes. “Uno agudo y uno grave. Cuando se los describí al ingeniero encargado de la cámara –recordó más tarde– me informó de que el agudo era mi sistema nervioso en funcionamiento y el grave, mi sangre circulando”.
Ni tan solo en el lugar más “silencioso” ideado por el hombre existe realmente el silencio en su acepción clásica; nos guste o no, estamos permanentemente rodeados de sonidos. Y todavía más importante: si la música no es más que “la producción de sonidos”, como Cage enfatizaba a menudo, entonces nuestro entorno, en permanente ebullición sonora, es al fin y al cabo “música”. No es que hasta Cage no existiera el silencio en la música, pues este ya había jugado un papel crucial, aunque tan solo a modo de mortero, para unir (o más bien separar) bloques de piedra, notas, fonemas, frases y sonidos.
Pero él le otorgó un nuevo sentido y, al hacerlo, dotó de nuevo significado a la propia materia sonora, casi indistinguible del mismo universo, en un respetuoso guiño al maestro zen del siglo XIII Dogen Zenji. Este, en su colección de enseñanzas “Shobogenzo”, incitaba a sus discípulos a “escuchar con el ojo y ver con el oído (...) Olvídate del ojo y el cuerpo-mente no serán más que ojo. Olvídate del oído y el universo se convertirá en tu oído”. Y es que a pesar de haberse formado en diversas escuelas de los Estados Unidos (NSSR, USC, UCLA...), y con maestros tan respetados como Arnold Schönberg, Liselotte Weiss y Henry Cowell, la obra de Cage le debe más al poso de la sabiduría oriental que al academicismo occidental que él mismo terminó reformulando.
LA MÚSICA DEL AZAR
Fue a comienzos de los años cuarenta cuando un John Cage todavía en proceso de crecimiento espiritual dio con la respuesta a todas sus preguntas. Ocurrió el día que Christian Wolff, otro de los grandes compositores de la escuela de Nueva York, le introdujo al milenario “I Ching”. Considerado uno de los textos clásicos (prácticamente sagrados) de la cultura china, el “Libro de las mutaciones” es un instrumento adivinatorio, un tratado de moral y filosofía, y –simplificando mucho– un sistema cosmológico basado en símbolos y reglas para hallar orden dentro del caos. Después de devorar el libro y adentrarse de lleno en otros textos y ramas de la filosofía budista, Cage estableció el “I Ching” como parte central de un sistema compositivo que ponía el azar en un lugar privilegiado como pocos compositores lo habían hecho antes.
A partir de su encuentro casual con el “I Ching”, todas las partituras de Cage incorporaron reglas y órdenes extremedamente calculadas, que a su vez otorgaban un cierto grado de libertad al músico. Eran procesos minuciosamente planificados sobre el papel, pero de resultado absolutamente impredecible –como el famoso “Imaginary Landscape No. 4” (1951), para doce receptores de radio– y con un amplio muestrario de mecanismos compositivos que, al igual que “4’ 33””, dinamitaban las normas de lo aceptado/aceptable para la audiencia, la academia y los propios intérpretes a mediados del siglo XX. Y todo ello, estrechamente ligado a las enseñanzas del “Libro de las mutaciones”: en cada una de sus creaciones todos los eventos, elementos estructurales y otros parámetros pasaban por un riguroso proceso con el que el autor determinaba el número de opciones posibles y tomaba la decisión final basándose en el azar y los sesenta y cuatro hexagramas del “I Ching”.
Luego, cuando los sistemas más rudimentarios (hexagramas, monedas, dados) empezaron a ser demasiado torpes para dar salida a las necesidades creativas del maestro –con decenas, centenares o hasta miles de decisiones que tomar en cada nueva pieza–, Cage recurrió al ordenador. Al fin y al cabo, ya en 1703 el gran pensador Gottfried Wilhelm von Leibniz había comparado los hexagramas chinos con el sistema binario universal en su “Explication de l’arithmétique binaire”. Con la asistencia de Lejaren Hiller, poco menos que el padre de la computer music, Cage apuntaba una vez más en una dirección prácticamente virgen por aquel entonces: el uso de computadoras, no ya como instrumento, sino como herramienta compositiva para agilizar la toma de decisiones en masa.
La composición audiovisual “HPSCHD” (1969) es tal vez el testimonio más notable de ese interés por la floreciente tecnología binaria de Cage, aunque muchas otras obras escritas desde finales de los sesenta hasta su muerte utilizaron programas de ordenador (más de una veintena, varios de ellos diseñados expresamente para él) como parte del proceso. Con ello se avanzaba nuevamente a su época, como antes lo había hecho apostando por el uso de la cinta magnética, la notación gráfica, el piano preparado que tanto ayudó a popularizar y el desarrollo de teorías sobre la escucha activa y la percepción del sonido, las mismas que décadas más tarde siguen encarnando el perfecto cambio de paradigma para el arte sonoro.
El propio Cage contaba que en más de una ocasión trató de explicarle a su más célebre profesor, el tótem del dodecafonismo Arnold Schönberg, que él carecía por completo del sentido de la armonía. “Él me respondió que sin ese sentido encontraría siempre un obstáculo, un muro a través del cual no podría pasar. Así que le contesté a Schönberg que dedicaría toda la vida a golpear mi cabeza contra la pared del sentido armónico de la música”. Incluso entonces, mucho antes de la realización de una carrera llena de hitos que transformarían la filosofía y la creación sonora de la segunda mitad de siglo, Schönberg era plenamente consciente del potencial y del carácter transgresor de su alumno más rebelde. En una conversación con el crítico musical Peter Yates, sentenció: “No es un compositor, sino un inventor de genialidades”.
LA ESTELA DEL MAESTRO
Cuando Sonic Youth dijeron adiós al siglo XX con ese impresionante compendio de momentos inolvidables de la música contemporánea pasada por su propio filtro que fue “Goodbye 20th Century” (1999), John Cage fue el nombre más repetido. Tres de los trece cortes del álbum son piezas suyas. Y tenía que ser así por una simple cuestión de justicia histórica (y algo de mística neoyorquina, por descontado), a pesar de que Sonic Youth no eran los primeros que rendían homenaje al maestro (de hecho, en su propio pasado como Ciccone Youth ya le habían guiñado el ojo).
La estela de Cage, sus planteamientos, su personalidad y sus obras más icónicas han planeado por encima de la música popular de las últimas décadas como chispa de ignición y fuente de inspiración recurrentes. La joya de la corona cageiana, la silenciosa “4’ 33””, ha sido interpretada y grabada por nombres tan dispares del espectro musical reciente como Wilco, la orquesta sinfónica de la BBC (cuya versión fue simultáneamente emitida por radio y televisión), Crass, The Magnetic Fields, Melvins, James Tenney, Ruins, Covenant, Frank Zappa, Wolf Eyes, Mike Batt, Karnivool y el dúo Lennon/Ono, por citar solo algunos.
El impacto de sus textos (imprescindible “Silencio”, su compendio de escritos de 1961, editado en castellano en Ardora Ediciones en 2002) fue un caudal para los abanderados de la generación minimalista, desde Steve Reich y Brian Eno hasta creadores más recientes como Richard Chartier, Taku Sugimoto y tantos otros. Todo eso mientras su nombre, sinónimo inequívoco de vanguardismo, excentricidad y novedad, y una obra a menudo incomprensible pero casi siempre respetada, calaba en ámbitos bien distintos de la realidad cultural occidental: desde “Ally McBeal” (en la que Peter MacNicol interpreta a un personaje curiosamente llamado John Cage) hasta el universo enfermo de Charles Bukowski (quien cita a Cage en “Mujeres”), pasando por Nicolas Cage, quien –según algunas teorías– decidió sustituir el Coppola de su árbol genealógico por un nuevo apellido con doble homenaje: al álter ego del personaje de Marvel, Power Man –Luke Cage, el primer superhéroe negro–, y al compositor, inventor y genio que cambió para siempre la cara de la música.
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