La contraposición entre la imagen de un individuo y su carácter puede ser pronunciada. Conozco a un skater famoso. Una vez le pregunté si pensaba que alguna de sus seguidoras femeninas se había sentido decepcionada al conocerle personalmente y me dijo que sí. Cuando uno interpreta el mundo dogmáticamente ocurre también que se lleva muchos chascos al darse cuenta de que el contenido real de la persona admirada no se ajusta bien al arquetipo imaginado. El que adopta constelaciones para proyectar una imagen debe saber los sacrificios que entraña y cómo debe tratar constantemente de vivir «a la altura» de ese ideal. Por eso, en el moderneo siempre ha sido esencial no dejarse conocer del todo, el relacionarse solo tangencialmente, sin profundidad, para no defraudar ni ser defraudado. Como ocurre con toda subcultura que se nutre de un público, también ocurre en el caso de la fama. Se dice que el famoso debe ser enigmático, que no debe revelar su esencia para que los demás proyecten en su figura anhelos, fantasías y deseos. Este es el secreto de una verdadera estrella.
La falta de una vida instintiva en el ser humano que rija nuestras conductas impone una libertad de decidir que nos atemoriza, por lo que debemos encontrar otros mecanismos (instituciones, prejuicios) que nos libren de la responsabilidad de hacerlo. La autonomía exige responsabilidad, y la responsabilidad crea ansiedad. Tener que decidir por nosotros mismos crea dilemas y situaciones críticas que preferiríamos evitar. ¿Para qué decidir si podemos actuar a base de puros automatismos? En la complejidad del mundo y en esta necesidad de economizar nuestras ideas y responsabilidades se fundamentan las constelaciones. Al activar las constelaciones actuamos y valoramos las cosas de modo automático y reducimos el nivel de estrés que crea el hecho de ser libres.
De alguna manera, la cultura en general (principios, valores, normas de conducta) es un modo eficiente de reducir la libertad a la que nos vemos abocados desde nuestro nacimiento. La cultura dota de valor al mundo y lo regulariza. La cultura en sí misma es dogmática, por lo que las subculturas no pueden dejar de serlo. El pensamiento dogmático tiene una consecuencia social evidente que domina los tiempos actuales: el conformismo. Todo aquel que cuestiona la realidad, el valor o veracidad de aquello con lo que se encuentra en su camino es tildado de intolerante o criticón. Lo que se quiere de esta manera es eliminar toda oposición a los dogmas dominantes que tan bien sirven a muchos y que encubren la verdadera naturaleza de las cosas y las personas. En estos casos, se emplea el concepto de tolerancia (el respeto hacia las opiniones y valores ajenos) para velar un conformismo nihilista. Muchas de las personas que tanto rechazo sienten hacia la crítica son en el fondo nihilistas a los que solo les importa aquello que afecta a sus intereses inmediatos. No son tolerantes, no respetan los valores ajenos, simplemente no los tienen en consideración puesto que no les afectan.
Esto implica una diferencia sustancial. Cuando los actos ajenos interfieren con nuestros intereses, la proclamada tolerancia desaparece para dar rienda suelta a una nueva crítica moralmente menos elevada, propia de la envidia y la competencia feroz. Lo que se quiere llamar tolerancia (en este caso) no es en realidad eso, sino una total falta de interés por aquello que no afecta directamente a uno mismo. No se trata de respeto sino de una apatía hacia todo aquello que esté más allá de mi esfera de intereses particulares. En este sentido, hay que tener cuidado con el llamado pensamiento positivo; este se ha convertido en el gran caballo de batalla que hará de nosotros seres felices. No dejan de aparecer consejos en las redes sociales animándonos a pensar en positivo, como solución a todos nuestros problemas: somos nuestros pensamientos, lo que pensamos. Como reza un artículo publicado en Facebook: «Los pensamientos curan y son más poderosos que los medicamentos de farmacia». Con pensar cosas alegres bastará para ser felices y tener una salud óptima. Es este uno de los grandes engaños de los libros de autoayuda, que tan poca ayuda real han proporcionado a la humanidad. Esta forma de entender la conciencia está basada en la psicología cognitiva (o del pensamiento), disciplina que no atiende a la mutua dependencia entre pensamiento y contexto social (ecología del pensamiento). Es una psicología con rasgos claramente narcisistas según la cual puedo transformar el mundo con solo el poder de mi mente; a través de una «omnipotencia de las ideas». Se trata de una falacia antiquísima que aparece ya en los mismos Vedas, primeros textos hindúes: «El hombre es sus ideas. La acción sigue dócil al pensamiento como la rueda del carro sigue a la pezuña del buey». Si eso fuese cierto, el mundo sería bien distinto.
El pecado original es la insatisfacción personal. Cuando uno es feliz ignora los defectos que encuentra en su entorno y, cuando no los ignora, hace de ellos algo trivial. De ahí no se deduce que el mal del mundo sea fruto de nuestras frustraciones, simplemente se trata de interpretar dicho mal desde un punto de vista nuevo. No por pensar en positivo experimentamos el mundo como bueno, sólo cuando hallemos un sistema relativamente satisfactorio de vida ese optimismo brotará por sí mismo. En realidad, nuestra conciencia es el «último mono» en todo este juego de la existencia. La conciencia se limita a reflejar los hechos de nuestra vida y a combatir, expresar o articular nuestros deseos íntimos e irracionales. Está subyugada por nuestras emociones, obligaciones sociales, condición física, traumas. No se trata de pensar en positivo por un acto de voluntad, sino de crear las variables que nos induzcan a encarar la vida con optimismo. Querer pensar siempre de modo optimista, pase lo que pase, es una actitud, de nuevo, dogmática que puede llevar a una visión neurótica de la vida, que todo lo acepta con tal de no afrontar la hostilidad real que sentimos hacia algunos aspectos de la realidad. De hecho, es algo tan absurdo como enamorarse a voluntad. Verse obligado a tener pensamientos positivos hace que nuestra conciencia se niegue a reflejar la realidad tal y como es (no siempre positiva) y, como todos sabemos, «no hay más ciego que el que no quiere ver».
Dedicarse a tener pensamientos positivos en el vacío es un sinsentido. Puede hacerse, sin embargo, cuando hay elementos en la realidad que sustentan expectativas o ilusiones. Por ejemplo, cuando uno realiza un trabajo que le llena o cumple con un propósito que se había propuesto, puede sentirse bien y generar ideas positivas espontáneamente. Puede entonces dedicarse a tener ensoñaciones afirmativas en base a una materialización real. Aunque muchas veces estas inspiraciones tengan una base endeble, al menos son el fruto de una realización parcial. En el proceso se liberan endorfinas, se nos ocurren nuevas ideas, y nos mostramos más simpáticos con los demás. Pero esa actitud no es el producto de un puro acto de volición.
La filosofía barata del pensamiento positivo es el producto de la ideología neoliberal estadounidense que antepone el deseo consciente (pensar en positivo) al mundo de lo irracional y a los condicionamientos estructurales y circunstanciales de la sociedad y de la vida. Lo contrario a esto es el pensamiento sociológico que hace del hombre el producto de su entorno. La lógica neoliberal enfatiza ingenuamente una hipertrofia del deseo consciente que debe repetirse a sí mismo cuáles son sus objetivos y cómo ha de lograrlos. Tener un objetivo presente y una voluntad recia no es malo, pero estar siempre contento y vivir obligadamente en un mundo color de rosa ni es posible ni es sano. Este falso pensamiento es una herramienta ideológica, manifestación del sistema dogmático de creencias en el que vivimos y sirve para neutralizar el pensamiento escéptico o crítico que cuestiona no solo el statu quo sino la realidad misma. En última instancia, ver el mundo con buenos ojos es un modo de aceptar la realidad, no de cambiarla. Antes que vivir intelectualmente narcotizado o anestesiado, lo mejor sería crear las circunstancias que nos induzcan a pensar y, sobre todo, a sentir en positivo. En el fondo, el pensamiento positivo de Facebook y los libros de autoayuda no es más que una forma de tolerancia dogmática, la imposición ideológica que quiere obligarnos a aceptarlo todo y a no cuestionar nada. Yo me desharía de la palabra tolerancia en sí misma, tan trillada y corrompida, y hablaría de aceptación o respeto; siempre con sus límites, por supuesto.
Aunque el conformismo sea un mal que caracteriza el zeitgeist o espíritu de nuestro tiempo, el moderneo es un sector especialmente sensible a las críticas, por lo que el conformismo disfrazado de tolerancia tiene especial importancia. Es un hecho que los modernos, al querer distinguirse, son percibidos hostilmente por mucha gente. Digamos que su actitud es entendida como poco democrática. Naturalmente, desde el moderneo se crean defensas a esta hostilidad. Todos aquellos que cuestionen la legitimidad del moderno serán tildados de «haters» (personas que odian). El término «hater» viene del rap americano. Ocurre que, cuando un rapero con un poder de razonamiento limitado se encuentra con alguien que le es desfavorable (o que él cree hostil porque le ignora), le define como envidioso y lo llama hater. El término ha ido calando en el mundo hipster y se usa asiduamente entre modernos. Aunque se emplee en tono jocoso, no deja de ser una referencia en el vernáculo cool...
IÑAKI DOMINGUEZ
Sociología del Moderneo
2017
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