"Históricamente, la vida social de las personas estaba condicionada por su entorno más directo —la familia, el vecindario, el trabajo, el colegio— que propiciaban políticas y comunidades de proximidad. Hasta hace relativamente poco, la comunidad de vecinos estaba compuesta de vecinos (y no de inquilinos) que se vinculaban —a menudo de por vida— en la responsabilidad compartida del mantenimiento y protección de sus hogares, jardines y zonas de recreo. Sus hijos iban juntos al colegio y jugaban juntos al balón. La vida política del barrio se desarrollaba en el mercado, en los parques, las asambleas escolares de los colegios públicos y en la cola del mercado y los negocios de proximidad. Hasta la iglesia reunía a personas de género, edad, clase, profesión y aficiones diferentes bajo un proyecto comunitario. Esas instituciones, que estaban basadas en la negociación permanente de la diferencia y se enriquecían con ella habían sido degradadas por la burbuja inmobiliaria, los colegios concertados, el desembarco de franquicias y multinacionales y la privatización de los servicios sociales antes de que llegara la red social. La tribalización algorítmica no es su sustituta. Es la infección oportunista que se ha hecho fuerte en su ausencia.
El sentido de pertenencia es un mecanismo de supervivencia fundamental. Como dice el filósofo David Whyte, «nuestra sensación como de estar heridos cuando hay falta de pertenencia es de hecho una de nuestras competencias más básicas». Pero se puede estar solo a solas y estar solo en la multitud. Durante la mayor parte de nuestra historia hemos sobrevivido en grupos relativamente pequeños. Cuando la sociedad empieza a crecer por encima de nuestra capacidad de control buscamos maneras de segregarnos y grupos a los que «pertenecer»: raza, religión, edad, preferencias musicales, literarias, estéticas. El capitalismo crea identidades de consumo que se manifiestan en las «sectas de posguerra» que describe John Savage en La invención de la juventud: teddy boys, beats, mods, rockers, hippies, sk1nh3ads y punks que se zurran en los callejones, incapaces de gestionar diferencias musicales irreconciliables. Hoy las tribus urbanas viven en barrios distintos, comen cosas distintas, leen medios distintos y llevan a sus hijos a colegios con cuyo programa se identifican, no a los centros escolares que les corresponden por proximidad. Los cumpleaños infantiles ya no son espacios donde los periodistas conocerían higienistas dentales, funcionarios de prisiones, mecánicos de coches y corredores de bolsa, porque las clases creativas los llevan al Montessori; las ricas al British, las tradicionales a los privados católicos y la clase media laica, al Colegio Alemán o al Liceo Francés. Los bares ya no permiten que un golfillo de provincias conquiste con su ingenio a una dama de ciudad. La burguesía de los suburbios no se relaciona con los del centro; la gente del campo no se trata con la de ciudad. Los militares no salen con hipsters, las pijas no salen con tenderos, los nacionales no se relacionan con chinos, pakis o moros. La confirmación de nuestro entorno refuerza los sesgos que nos han unido en primer lugar y los radicalizan. Ya no somos vegetarianos sino veganos, no somos progresistas sino radicales de izquierda, no somos personas sino activistas de nuestra propia visión del mundo. Los de la bici no entienden a los del coche, los vegetarianos no se hablan con los taurinos. Los de izquierdas ya no pueden compartir ni un taxi con los de derechas sin empezar una furiosa discusión. Ya no tenemos que negociar nuestra visión del mundo con personas que no la comparten porque somos perfectos. La prueba es que hay personas perfectas que comen lo que nosotros comemos y piensan lo que pensamos y que tienen la misma edad que nosotros y ven las mismas series y escuchan la misma música y visitan las mismas ciudades. Las tribus identitarias son un monocultivo; la falta de diversidad atrae plagas y enfermedades.
Los seres humanos tenemos sesgos cognitivos, puntos ciegos en nuestro razonamiento que crean una distorsión. Aquí hay dos sesgos cognitivos tipificados como «sesgo de confirmación» y «efecto del falso consenso». El primero es la tendencia que tenemos todos a favorecer la información que confirma lo que ya creemos y despreciar la que nos contradice, independientemente de la evidencia presentada. El segundo es que tendemos a sobreestimar la popularidad de nuestro punto de vista, porque nuestras opiniones, creencias, favoritismos, valores y hábitos nos parecen de puro sentido común. El efecto que tiene la reagrupación algorítmica que explota esos puntos ciegos es patente en las recomendaciones de grupos en guerra con la realidad. Si te unes al que defiende que la Tierra es plana, en seguida recibirás invitaciones a los de las estelas de los aviones que propagan enfermedades, el hombre nunca pisó la luna y las vacunas son malas pero la homeopatía cura. Los grupos generan un entorno de consenso permanente, aislado del mundo real, donde la credulidad dentro del círculo es máxima, y fuera del círculo es nula. El rasgo de pertenencia se arremolina en torno al rechazo a «el otro» y su deriva es racismo, genocidio, exterminio y deshumanización.
En el momento de la campaña, la herramienta de Facebook para encontrar audiencias era increíblemente precisa y al mismo tiempo extraordinariamente laxa en sus principios fundamentales. Permitía hacer búsquedas que ningún partido se hubiera atrevido a pedirle a una agencia de marketing en una reunión. ProPublica comprobó que se podían encontrar antisemitas buscando usuarios que hubieran escrito, dicho o leído «cómo qu3m4r judíos» o la «historia de cómo los judíos arruinaron el mundo». Recordemos que el algoritmo sabe todo lo que un usuario ha escrito, incluso lo que solo manda por mensaje privado y lo que borra y no envía jamás. Además, la herramienta es barata. Una campaña de tres anuncios para dos mil trescientos neonazis les costó treinta dólares. BuzzFeed hizo una prueba similar con la plataforma publicitaria de Google, descubriendo que se podían generar campañas para personas racistas. ¿Cómo los encontraba Google? Porque habían buscado cosas como «p4rásito judío» o «los n3gros lo estropean todo». El buscador del sistema incluso sugería nuevos términos racistas de su propia cosecha como «los negros arruinan los barrios» o «el control judío de los bancos». En ambos casos, las campañas fueron aceptadas por la plataforma.
La segmentación no solo sirve para encontrar a tu objetivo, también para hacer que veas cosas que quedan ocultas a los demás. En una investigación anterior, ProPublica publicó el anuncio de una casa que dejaba deliberadamente fuera a afroamericanos, hispanos y asiáticos. Estos se llaman «anuncios oscuros», una herramienta muy útil tanto para caseros racistas como para campañas paralelas destinadas a enfrentar a unos vecinos contra otros. Las plataformas de publicidad segmentada ofrecen distintas versiones de la realidad a diferentes grupos políticos, socioeconómicos, étnicos, geográficos, culturales o religiosos, pero los usuarios no se dan cuenta de que son diferentes. El afroamericano que desayuna cada día con titulares sobre brutalidad policial, esclavitud, agravios culturales y racismo institucional no sabe que su odiado vecino blanco amanece con titulares de bandas criminales hondureñas de caras tatuadas, negros detenidos por violar y matar misionarias o vender crack a adolescentes..."
MARTHA PEIRANO
El enemigo conoce el sistema
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