Por JUAN MANUEL ROBLES
Extraído de "Hildebrandt en sus trece"
Quizás es una impresión mía, pero creo que en otros tiempos la segunda persona era algo que sólo se usaba en ocasiones especiales. La segunda persona dice tú y la conjugación del verbo es todo un riesgo, porque a nadie le gusta que le hablen endosándole acciones y modos de reaccionar y sentir. La segunda persona es autoritaria, es la voz de la conciencia y de los mandamientos, la de Dios que todo lo que sabe y susurra al oído, la del brujo que adivina el futuro, la del horóscopo que te interpela, la de la hipnosis y la regresión en el tiempo. Estás sentada y tienes cinco años. Carlos Fuentes escribió Aura, un buen relato en segunda persona, y gracias a la proliferación de ese libro un montón de aprendices de periodistas se empeñan en iniciar sus artículos escribiendo cosas como: abres el periódico, encuentras al columnista que más te gusta. Te mojas los labios con el café. Sonríes.
No es casual que la publicidad impresa haya tenido siempre menos pudor en usar la segunda persona. Es parte del código publicitario que el mensaje juegue sin ambages a meterese en tu conciencia, en tus gustos, en tus dudas y hasta en el instante mismo en que "eliges". El receptor permite esta intromisión. Al fin y al cabo, nadie cree de verdad lo que dice un comercial: una pieza publicitaria logra impacto no por persuasión sino por persistencia. No convence, bombardea. Los periodistas, en cambio, solían ser cautos, dejaban que la información fluyera sin forzar al lector, y si un jovenzuelo con ínfulas quería hacerse el creativo con el "tú", siempre había cerca un editor -verdadera criatura en extinción, hoy que se habla mucho de dinosaurios- para hacerle el pare y salvarlo del ridículo.
Pero ahora me toca ver que, de súbito, en tiempos de interconexión, la segunda persona renace y se vuelve omnipresente en nuestras redes sociales y móviles. Lo veo hasta el hartazgo. Basta revisar varios de los titulares que nos invaden todos los días para confirmarlo. "19 maravillosas historias que renovarán tu fe en el amor", "Tus pomos de pastillas usados pueden hacer la diferencia para el planeta", "No te lo imaginas: el Papa en verdad se enojó", "Estas cinco aplicaciones son muchísimo mejores que tus clases escolares de educación sexual", "No te imaginas lo que han hecho con esta pintura clásica". Uno de los grandes iniciadores de esta tendencia fue la página estadounidense Upworthy.com, dedicada a mostrar momentos de increíble impacto emocional que se convierten rápidamente en noticias virales. Al ver su efectividad, las webs de todo el mundo, incluido el Perú, imitaron la construcción y el tonito. No sólo las de entretenimiento, también las de noticias. Todo por el clic.
A mí, leer esos títulos que pretenden decirme lo que pienso me ponen de mal humor, creo que insultan mi inteligencia, encienden en mí una alerta, me generan ganas de responder, digo, de respnoderle al geniecillo que formula esos enunciados, preguntarle qué diablos se cree, de dónde ha sacado que "yo no tengo idea", que "yo nunca imaginaré", que "me quedaré sin aliento", cómo así sabe mi ignorancia o mi cultura. Qué le ha hecho pensar que me conoce. Una de las cosas que dignificaba la red en cierne, hace dos décadas, era la promesa de que mucha gente distinta podía usarla, que allí sería natural la presencia de todos los matices y pareceres: y es casi una ofensa que hoy se use para el totalitarismo de la universalidad forzada.
Cuando vemos las cifras de Upworthy.com, y de las webs que han imitado este tipo de "ganchos", podemos pensar que se trata de una gran innovación, que son unos genios, que es una suerte de tecnología textual. Yo creo que no. Creo que a cualquier periodista de los viejos se le hubiera podido ocurrir; el problema es que ese periodista sabría bien que a los lectores les hubiera parecido una forma demasiado barata de llamar su atención y atraerlo. Cara visible en un juego de seducción, el titular no puede simplemente decir "cógeme, que no te arrepentirás". Tener esta consideración era usual en profesionales que guardaban por el lector un cierto respeto.
Pero sí, hay que admitir que la nueva estrategia funciona: la segunda persona como mandato barato eleva las visitas. Confirmo entonces que nos estamos acostumbrando ya no a interpretar lo que el periodista escribe sino a decodificar lo que un programador nos siembra; nos estamos volviendo sujetos predecibles, usuarios intercambiables que piensan igual y responden igual. Me pregunto con horror si no estamos cerca del siguiente paso: la posesión de nuestras mentes, dejar que la máquina nos señale el camino. Tal vez sea esa la razón pro la que han vuelto a la cultura pop cosas como los zombis-humanoides condenados a la conducta binaria, que sólo pueden dar likes o dejar de hacerlo-; o la paranoia del lavado de cerebro y el control mental: desde la conversión al Islam enemigo en un switch -en series como Homeland- hasta Jessica Jhones, donde un tipo siniestro puede ordenarte todo, incluso que te mates. Los miedos de nuestras ficciones suelen ser expresión de ansiedad frente a lo que sabemos que ya nos está pasando.
Alan Turing, padre de la informática, pronosticó que para el año 2000 las computadoras serían tan sofisticadas que podrían imitar la conducta humana sin que nos demos cuenta. Se equivocó: las computadoras no alcanzaron tal inteligencia. Pero los humanos están automatizándose, dan clics bobos, se ríen cuando se les pide la risa -lo propio con el llanto, "este video te hará llorar"-, todo binariamente, son un algoritmo cada vez más manejable. Por ahí que, por la decadencia nuestra, la profecía de Turing se está cumpliendo de modo inverso: acatar instrucciones va siendo cada vez más natural (y pensar en abstracto, imaginar, cada vez más raro).
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