Por JUAN MANUEL ROBLES
Extraído de "Hildebrandt en sus trece"
Si hay un subgénero que me hipnotiza es el de los comerciales de televisión de autoayuda social. Surgieron en los últimos años, y usan una poderosa narrativa de progreso como país —ese país que se volvió un milagro— para enlazarla a tu desarrollo personal, a tus sueños de ascenso, cemento y expansión. Varias corporaciones hicieron uso de esa fuente de energía, esa idea de nuevo amanecer que —para usar el mismo lenguaje— propone “cambiar el chip”. La Coca Cola lanzó un comercial en el que escuelea a los peruanos contra la negatividad de esa frase tan fea que dice “tu envidia es mi progreso”: con iluminación perfecta, sugieren cambiarla por “la felicidad es mi progreso”, con gaseosa condescendencia (y sin reparar en que la frase popular es justamente una ironía que critica a los envidiosos). El BCP quiso hacer que te aprendas de memoria la “nueva” estrofa del himno —colocada en el segundo gobierno de Alan García—, haciendo énfasis en que la anterior versión contribuye a la baja autoestima (“el peruano oprimido”). La estrofa “ganadora” apareció en todos los cajeros. La idea era esta: ¿Por qué seguir con discursos de perdedores resentidos si, evidentemente, somos unos winners? Lo interesante es que no se crearon nuevos referentes. Más bien, se modificaron frases y melodías que llevan décadas en nuestra memoria sentimental. Fue como un hackeo de recuerdos. A veces, el marketing a gran escala y el estalinismo se parecen.
La marca que ha producido las piezas más alucinantes de esta corriente es MiBanco, la financiera para los empresarios emergentes. En el 2015, lanzaron una versión de la canción “Cholo soy”, de Luis Abanto Morales, totalmente alterada. En el comercial —una mujer besando un fajo de billetes y distintas formas de adorar al dinero—, suena la letra, en la que desaparece cualquier queja, reivindicación o rabia. Es asombroso: una canción de protesta —un lamento profundo—, termina convertida en una oda al capitalismo más ramplón. Nosotros los cholos lo tenemos todo. Todo nos alcanza. Donde había denuncia, hay jactancia. Más o menos como si Cencosud usara un tema de Víctor Jara para promocionar el Costanera Center, y “Plegaria de un labrador” se volviera un himno en honor al nuevo rascacielos monstruoso enorme del grupo (“levántate y mira a la montaña”); como si cambiaran “venceremos” por “vencimos”. En todo caso, toda la épica de aquel comercial de MiBanco se desinfla al final, cuando la voz en off va al grano:
—Si ganas desde 30 soles al día pide tu préstamo.
Nunca me habían preocupado mucho esos comerciales. Al fin y al cabo, la publicidad es el territorio de la fantasías exageradas de bienestar. Casi diría que disfruto todo eso: me gusta la historieta fantástica según la cual el Perú “se encuentra” y avanza sin complejos. Lo malo es que, en estos casos, la publicidad, al utilizar una interpretación antojadiza de sucesos reales —y un tono sociológico—, es tomada como cierta por mucha gente. Entonces surgen distorsiones. Egos hinchados. Alucines.
He vuelto a pensar en eso esta semana, cuando vi un hallazgo de las redes: el modesto lomo saltado de cierto restaurante cuesta 65 soles. Es un escándalo y una burla, un atentado contra el sentido común. La gente se ríe. Pero no tanto: de pronto aparece —porque siempre aparece— una voz cínica de confort, que busca normalizar el absurdo. “Pagamos 65 soles, ¿y qué?” Alguien lo secunda: “si no te cuadra el precio, es porque no eres ‘el target’ del restaurante”. Por algún motivo, me pareció una manera muy peruana —neoperuana— de responder.
Desear una especulación sin límites es de gente con mucho dinero… O gente que fantasea tenerlo y cree que eso siempre depende de uno mismo. Gente que acepta el juego, que lo cree justo. Al fin y al cabo, quejarse por un costo muy caro es de peruanitos del ayer. ‘Nosotros los cholos / no nos lamentamos’.
Los comerciales de la ola optimista son un síntoma y, a la vez, refuerzan esta suerte de nueva personalidad local. Al menos así me parece notarlo cuando veo cómo se aborda el tema de la migración venezolana. El problema, por supuesto, no es ayudar a hermanos latinoamericanos que están en apuros. Eso está fuera de discusión. El problema es portarnos como un país rico cuando no lo somos. Fingir que hemos llegado a un nivel de desarrollo en el que ya podemos descartar ciertos trabajos. Aceptar una política de beneficios únicos para emigrantes venezolanos promovida erráticamente por un gobierno que, en realidad, lo que quiere es hacer un manifiesto político: vengan al paraíso peruano. El lomo de 65 está estrechamente relacionado a la arepa de diez soles. Ambas cosas son especulación pura. Nos gusta pensar que estamos preparados para abrir las puertas irrestrictamente —aun cuando nadie en la región lo ha hecho—; son cosas que elevan nuestro ego de “prósperos”, reforzando el espejismo.
Hubo otro comercial de MiBanco que modifica la canción “Muchacho provinciano”. Altera el doloroso sentido de la migración y lo reemplaza por la felicidad glotona de “migrar” a un local más grande. El mismo año de ese lanzamiento, Mibanco tuvo pésimas cifras, y fue absorbido por un grupo empresarial gordo. Acaba de darse una compra monopólica en el sector farmacéutico, y el hecho ha evidenciado que somos uno de los países más vulnerables del continente en temas anti-concentración. Ahora, los comentarios sobre los efectos del monopolio de medicinas llevan la angustia de quien descubre la pólvora. No existe una narrativa que nos haya sensibilizado al respecto. La fábula del progreso y la ampliación, tal como circula, obvia la posibilidad de la injusticia. Uno olvida que, siendo 2018, el banco de los comerciales sociológicos termina su spot así:
—Pide tu préstamo para los útiles escolares.
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