Creo haber expuesto el rostro más amable del pensamiento de Nietzsche sin intentar, en ningún momento, criticarlo, como he hecho con casi todos los demás grandes filósofos cuyo pensamiento hemos abordado juntos.
Por un lado, estoy firmemente convencido de que hay que comprender antes de criticar, y entender lleva tiempo, a veces mucho tiempo. Pero también se requiere, sobre todo, aprender a pensar gracias a los demás y con ellos antes de llegar a pensar, en la medida de lo posible, por uno mismo. Esta es la razón por la que no me gusta denigrar a ningún gran filósofo, incluso cuando esta postura me lleva a callar objeciones que inevitablemente me vienen a la mente. Sin embargo, no puedo ocultarte por más tiempo una de ellas —en realidad, podría señalarte muchas más— que te hará comprender por qué, a pesar de todo el interés que suscita en mí la obra de Nietzsche, jamás he podido ser nietzscheano.
Mi objeción concierne a la doctrina del amor fati, una idea que, como has podido comprobar, se encuentra en muchas otras tradiciones filosóficas, especialmente en el caso de los estoicos y de los budistas, pero también en el materialismo contemporáneo, como verás en el siguiente capítulo. En el fondo, la doctrina del amor fati descansa sobre el principio siguiente: lamentar algo menos, esperar algo menos, amar un poco más lo real tal como es y, a ser posible, amarlo en su totalidad. Comprendo perfectamente la serenidad, el alivio y el bienestar que, como dice el propio Nietzsche, puede hallarse en la inocencia del devenir. Yo añadiría que la exhortación, bien entendida, se dirige a los aspectos más penosos de lo real. Pues invitarnos a amar lo que es amable no tendría, en efecto, ningún sentido, es algo que va de suyo. ¡Lo que el sabio debe lograr es amar lo que venga, porque si no, no es un sabio al limitarse a amar, como todo el mundo, lo que es amable y a no amar lo que no lo es! Pero es aquí donde aprieta el zapato: si hay que decir sí a todo, si no se debe, como se nos dice, «tomar y dejar», sino asumirlo todo, ¿cómo evitar lo que un filósofo contemporáneo, discípulo de Nietzsche, Clément Rosset, denominaba con toda razón el «argumento del verdugo»?
Podemos enunciar este argumento más o menos de la siguiente manera: desde siempre han existido y existen en la tierra verdugos, torturadores. No cabe duda de que forman parte de lo real. ¡Por consiguiente, la doctrina del amor fati que nos invita a amar lo real tal como es nos está pidiendo que amemos también a los verdugos! Rosset considera que esta objeción es banal e irrisoria. En cierto aspecto tiene razón: convengo con él en que el argumento es trivial. Pero ¿acaso una proposición no puede ser banal y, a la vez, totalmente cierta? Pues bien, yo creo que estamos ante uno de esos casos. Otro filósofo contemporáneo, Theodor Adorno, se preguntaba si tras Auschwitz y el genocidio hitleriano perpetrado contra los judíos, se podía seguir invitando a los hombres a amar el mundo tal como es, dando un «sí» sin reserva ni excepción. ¿Es posible? Epicteto, por su parte, confesó que nunca, en toda su vida, había dado con un sabio estoico que amara el mundo en toda ocasión, incluso en los tiempos más atroces que cupiera imaginar, que se abstuviera en toda circunstancia tanto de lamentar como de esperar. ¿Debemos ver en este desfallecimiento una locura, una debilidad pasajera, una falta de sabiduría, o el signo inequívoco de que la teoría se tambalea, de que el amor fati no sólo es imposible, sino que, en ocasiones, parece simplemente obsceno? Si debemos aceptar todo lo que es como es, en toda su trágica dimensión de sin sentido radical, ¿cómo evitar la acusación de complicidad, de colaboración con el mal? Pero aún hay más, incluso mucho más. Si el amor al mundo tal y como es resulta no ser realmente practicable, ¿no corren los estoicos, los budistas y Nietzsche el riesgo de estar planteando irremediablemente un nuevo ideal y, por eso mismo, una nueva forma de nihilismo? En mi humilde opinión, éste es el argumento de mayor peso que cabe aducir contra esa larga tradición que abarca desde los sabios más antiguos de Oriente v Occidente hasta el materialismo más contemporáneo. ¿Para qué pretender acabar con el «idealismo», con todos los ideales y todos los ídolos si, al final, este soberbio programa filosófico resulta ser, en sí mismo... un ideal? ¿De qué sirve mofarse de todas las figuras que encarnan la trascendencia y apelar a esa sabiduría que ama lo real tal cual es si, a su vez, este amor es perfectamente trascendente, si resulta ser un objetivo radicalmente inaccesible cada vez que las circunstancias que nos toca vivir son algo difíciles?
Sea cual fuere la respuesta que se dé a estos interrogantes, no debe llevarnos a subestimar la importancia histórica de la respuesta nietzscheana a las tres grandes preguntas que plantea toda filosofía: la genealogía como nueva teoría, el gran estilo como una forma de moral inédita y la inocencia del devenir como doctrina de la salvación sin Dios ni ideal conforman un todo coherente que tengo la certeza de que te hará reflexionar mucho tiempo. Al intentar deconstruir la noción misma de ideal, el pensamiento de Nietzsche deja expedito el camino para los grandes materialismos del siglo xx, con sus ideas sobre la inmanencia radical del ser en el mundo. Estos, aún conservan do todos los defectos del modelo original, disfrutaron de una larga y fecunda posteridad. A modo de conclusión, quisiera comentarte cómo la obra de Nietzsche será objeto de tres interpretaciones (sólo voy a hablarte de las que merecen la pena, las que parten de una lectura seria). En primer lugar, cabe hacer una lectura radicalmente antihumanista de Nietzsche, basándose en su deconstrucción sin precedentes de los ideales de la filosofía de la Ilustración. Y, de hecho, Nietzsche arrambla con el progreso, la democracia, los derechos del hombre, la república, el socialismo, con todos sus ídolos y algunos más, de forma que no es de extrañar que cuando Hitler se encontró con Mussolini, le regalara una bella edición de sus obras completas. Como tampoco es casualidad que también se le haya utilizado desde tendencias tan diferentes a la anterior como el izquierdismo cultural de los años sesenta. Puede que lo único que tengan en común sea el desprecio hacia la democracia y el humanismo.
Por otro lado, desde la óptica opuesta, se le puede considerar un paradójico continuador de la filosofía de la Ilustración, un heredero de Voltaire y los moralistas franceses del siglo xviii. Esto no tiene nada de absurdo. Desde este punto de vista, Nietzsche habría continuado la labor que ellos iniciaron criticando la religión, la tradición, el Antiguo Régimen, poniéndolo en evidencia sin cesar, desenmascarando tras los grandes ideales intereses inconfesables e hipocresías ocultas.
Por último, también se puede leer a Nietzsche como a alguien que asistía al nacimiento de un mundo nuevo, un mundo en el que las nociones de significado e ideal van a desaparecer en beneficio, exclusivamente, de la lógica de la voluntad de poder. Esta es la interpretación que hará Heidegger, como tendremos ocasión de comprobar en el próximo capítulo. El veía en Nietzsche al «pensador de la técnica», al primer filósofo que había sido capaz de destruir completamente y sin el menor rastro de la noción de «finalidad», la idea de que la existencia humana tiene un sentido que debemos buscar, objetivos que hemos de perseguir, fines que sería bueno realizar. En efecto, a partir de la formulación del gran estilo, el único criterio que subsiste para definir lo que es la vida buena es el criterio de la intensidad, de la fuerza por la fuerza misma en detrimento de todos los ideales superiores. Y esto ¿no implica que tras la felicidad de deconstruir, el mundo contemporáneo se ve abocado al puro cinismo, a seguir las leyes ciegas del mercado y a globalizar la competición?
Como vas a tener ocasión de comprobar, merece la pena, al menos, plantear la pregunta.
LUC FERRY
Aprender a vivir. Filosofía para mentes jóvenes.
2006
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