Antes del verano de 1988, una noche típica para un chaval de clase trabajadora consistía en "emborracharse, intentar ligar con una tía o pelearse con alguien del otro barrio", afirma Barry Ashworth. Y continúa:
- Antes de aquella época, en el fútbol se vivió un período bastante violento. De repente, la gente empezó a tomar pastis por todo el país y a ir a los campos de fútbol de éxtasis.
Este punto de contacto entre el fanatismo futbolístico, con su embriaguez ritual y sus peleas cuerpo a cuerpo, y el acid house, con su tendencia antialcohol y su pacifismo tontorrón, parece, a primera vista, un efecto de lo más improbable. Pero la verdad es que hay bastantes paralelismos entre el fútbol y la fiesta. En los ochenta, con una tasa de paro elevadísima y la derrota de los sindicatos por parte de Thatcher, el partido de fútbol y la warehouse party ofrecían a la clase trabajadora una de las pocas oportunidades de experimentar una sensación de identidad colectiva: la pertenencia a un "nosotros" en lugar de a un impotente y atomizado "yo".
En su libro "Entre los vándalos", Bill Buford defiende la idea de que la organización espacial del estadio de fútbol -donde los aficionados, cual ganado, son obligados a pasar por oscuros pasadizos para llegar a sus "rediles" llenos de gente- es algo deliberado para generar una mentalidad borreguil. Apretujados y en contacto físico íntimo con desconocidos, los espectadores van perdiendo poco a poco toda noción de individualidad y se funden en una especie de conciencia multitudinaria. Según avanza el partido, los ritmos del juego (tensión y desahogo) atraviesan el cuerpo-multitud en forma de sensaciones físicas compartidas:
aguantar la respiración antes de un gol y el estallido de euforia o (bastante más a menudo) el suspiro de la decepción. Y en las pocas ocasiones en las que se marca gol, completos desconocidos suelen abrazarse.
La experiencia de ir a The Trip o al Spectrum, o incluso mejor a fiestas en naves industriales de mayor escala como Apocalypse Now, no era muy distinta de ir a un partido de fútbol: fervor colectivo, cuerpos apretujados, la liberación de perderte entre la multitud. La gran diferencia es que el fúbol es una "máquina deseante" extraordinariamente ineficiente comparada con la fiesta acid, donde el DJ ofrece una secuencia interminable de crescendos. Dada la tendencia del partido de fútbol a acabar 0-0 o en empate con escasos goles, hay muchas más posibilidades de frustración que de liberación.
Como una especie de vanguardia de los aficionados al fúbol, los vándalos desarrollaron formas de intensificar las sensaciones de unidad tribal del juego. Según Buford, el vandalismo futbolístico de mediados de los ochenta era un culto neopagano de violencia expiatoria con guerreros-sacerdotes chamánicos (llamados "generales"), con marcas tribales (tatuajes del equipo o del jugador estrella en lugar de símbolos cabalísticos) y rituales para embriagarse. Como los berserker vikingos, los hooligans utilizan el alcohol, los cánticos y los esprints en bloque para generar una voluntad grupal. El resultado es un aumento colectivo de la adrenalina que los lanza más allá de la frontera que separa la normalidad del comportamiento enajenado. Bufford describe su propia experiencia en una pela callejera como un éxtasis dionisíaco: el tiempo transcurre más despacio, la percepción se vuelve ultravívida, hay un acceso a "una experiencia absoluta de lo total". Para hablar de estos momentos de exaltación, los mismos vándalos utilizan el lenguaje de las drogas ("festival, subidón y dosis") o de lo espiritual ("es una verdadera religión").
SIMON REYNOLDS
"Energy Flash - Un viaje a través de la música rave y la cultura de baile"
- Antes de aquella época, en el fútbol se vivió un período bastante violento. De repente, la gente empezó a tomar pastis por todo el país y a ir a los campos de fútbol de éxtasis.
Este punto de contacto entre el fanatismo futbolístico, con su embriaguez ritual y sus peleas cuerpo a cuerpo, y el acid house, con su tendencia antialcohol y su pacifismo tontorrón, parece, a primera vista, un efecto de lo más improbable. Pero la verdad es que hay bastantes paralelismos entre el fútbol y la fiesta. En los ochenta, con una tasa de paro elevadísima y la derrota de los sindicatos por parte de Thatcher, el partido de fútbol y la warehouse party ofrecían a la clase trabajadora una de las pocas oportunidades de experimentar una sensación de identidad colectiva: la pertenencia a un "nosotros" en lugar de a un impotente y atomizado "yo".
En su libro "Entre los vándalos", Bill Buford defiende la idea de que la organización espacial del estadio de fútbol -donde los aficionados, cual ganado, son obligados a pasar por oscuros pasadizos para llegar a sus "rediles" llenos de gente- es algo deliberado para generar una mentalidad borreguil. Apretujados y en contacto físico íntimo con desconocidos, los espectadores van perdiendo poco a poco toda noción de individualidad y se funden en una especie de conciencia multitudinaria. Según avanza el partido, los ritmos del juego (tensión y desahogo) atraviesan el cuerpo-multitud en forma de sensaciones físicas compartidas:
aguantar la respiración antes de un gol y el estallido de euforia o (bastante más a menudo) el suspiro de la decepción. Y en las pocas ocasiones en las que se marca gol, completos desconocidos suelen abrazarse.
La experiencia de ir a The Trip o al Spectrum, o incluso mejor a fiestas en naves industriales de mayor escala como Apocalypse Now, no era muy distinta de ir a un partido de fútbol: fervor colectivo, cuerpos apretujados, la liberación de perderte entre la multitud. La gran diferencia es que el fúbol es una "máquina deseante" extraordinariamente ineficiente comparada con la fiesta acid, donde el DJ ofrece una secuencia interminable de crescendos. Dada la tendencia del partido de fútbol a acabar 0-0 o en empate con escasos goles, hay muchas más posibilidades de frustración que de liberación.
Como una especie de vanguardia de los aficionados al fúbol, los vándalos desarrollaron formas de intensificar las sensaciones de unidad tribal del juego. Según Buford, el vandalismo futbolístico de mediados de los ochenta era un culto neopagano de violencia expiatoria con guerreros-sacerdotes chamánicos (llamados "generales"), con marcas tribales (tatuajes del equipo o del jugador estrella en lugar de símbolos cabalísticos) y rituales para embriagarse. Como los berserker vikingos, los hooligans utilizan el alcohol, los cánticos y los esprints en bloque para generar una voluntad grupal. El resultado es un aumento colectivo de la adrenalina que los lanza más allá de la frontera que separa la normalidad del comportamiento enajenado. Bufford describe su propia experiencia en una pela callejera como un éxtasis dionisíaco: el tiempo transcurre más despacio, la percepción se vuelve ultravívida, hay un acceso a "una experiencia absoluta de lo total". Para hablar de estos momentos de exaltación, los mismos vándalos utilizan el lenguaje de las drogas ("festival, subidón y dosis") o de lo espiritual ("es una verdadera religión").
SIMON REYNOLDS
"Energy Flash - Un viaje a través de la música rave y la cultura de baile"
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