Por DAVID ROCA BASADRE
Extraído de "Hildebrandt en sus trece"
¿Sabe usted quiénes son José Luis Huamán o Jhon Barzola o Felimón Landeo o Alex Flores o Cesar Vilca Vega? ¿Recuerda a Nancy Flores Páucar? Alguna vez leyó sus nombres distraído, lector, lectora. ¿Recuerda a Elmer Quispe? Este más reciente, y quizá ya olvidó su nombre. Todos y muchos más – casi 500 – recibieron justificados honores militares tras morir en el VRAEM a manos de narcoterroristas.
Quisiera saber cuál es la suerte de Luis Astuquilca, héroe que sobrevivió con coraje en esa lucha. ¿Postuló, ingresó a la escuela de oficiales de la Policía Nacional? ¿Lo nombraron a una agregaduría en el exterior?
Hace pocos días, menos de dos semanas, cuando falleció en combate el suboficial Elmer Quispe, pregunté por una de las redes sociales a un alto oficial, que se felicitaba por una columna laudatoria del soldado caído, si hubiera aceptado que Elmer cortejara a su hija, si lo hubiera invitado a cenar, si su señora podría ser amiga de la madre de Elmer.
Quizá parezca provocación, no lo era, solo quería demostrar el punto siguiente, y que expliqué a alguno que me respondió diciendo que ofendía a las Fuerzas Armadas: “Los problemas en las FFAA y FFPP no están aislados de los del país. Porque son parte del país. Solo se podrá vivir patria cuando las distancias desaparezcan. Hablo de democracia real. Difícil creer en sentimientos que no son compartidos desde una experiencia de empatía cercana.”
Es que falta que decidamos lo qué es la patria. Envueltos en la justa rememoración de héroes de la talla inmensa de Grau, que cuidaba de sus oficiales y marinería con el afecto que la Historia oficial les niega, muchos se quedan en la simbología, sin aterrizar en el mundo en que vivimos. Todas las definiciones que escuchamos se refieren a geografía o símbolos o Historia, pero la vaguedad termina convirtiendo todo en emociones, en fútbol.
Los ejemplos de una enorme confusión abundan. Trabajé tres años en una municipalidad distrital, como director de un área, y le pagaban tarde o nunca al personal a mi cargo. La mitad de mi tiempo lo pasaba haciendo gestiones para conseguir que les abonen algo, lo que llegaba a veces y casi como propinas. Un día me tocó estar al lado del alcalde en una ceremonia y aproveché para gestionar directamente lo de los trabajadores. El tipo escuchó, me miró un momento y me dijo: “¿Sabes?, a mí eso no me importa.” Fue el momento en que decidí renunciar.
El detalle es que este alcalde, al que le achacaban además manejos turbios, obligaba a que el personal asistiera todos los domingos a la plaza principal del distrito para izar la bandera y cantar el himno nacional. Él, obviamente, presidía emocionado la ceremonia. No vale la pena mencionar nombres, ¿para qué? Esa conducta es la norma.
Me cuentan quienes fueran trabajadores de la empresa Pilas National a fines de los 60 e inicios de los 70, que el gerente de relaciones industriales era el abogado Isaac Humala, el etnocacerista patriota abogado de los cobrizos, pero que a esos cobrizos en particular los trataba como el peor de los tiranos. Los trabajadores le habían puesto un sobrenombre que no escribiré aquí, pero que habla claro de la distancia entre aquel gerente y los trabajadores.
En la hermosa narración de López Albújar “El hombre de la bandera”, Aparicio Pomares, ese héroe olvidado porque es indígena, describe la patria mientras trata de convencer a los comuneros para que se enfrenten al invasor chileno: “¿Y el Perú no es una comunidad? (…) ¿Qué cosa creen ustedes que es el Perú? Perú es muy grande. Las tierras que están al otro lado de la cordillera son Perú; las que caen a este lado también son Perú. Y Perú también es Pachas, Obas, Chupán, Chavinillo, Margos, Chaulán... y Panao, y Llata, y Ambo, y Huánuco.” Pero antes de desenvolver la bandera con la que moriría envuelto, para mostrarla, concede algo grave, aunque le agregue una cuota de idealismo: “¿Qué los mistis nos tratan mal? ¡Verdad! Pero peor nos tratarían los mistis chilenos. Los peruanos son, al fin, hermanos nuestros: los otros son nuestros enemigos.”
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Entonces, ¿qué es el amor a la patria si no puede compartirse? Unos son parte de la tierra que los cobija y sus usos y costumbres brotan de ese trato afectuoso con lo que los nutre. Otros piensan que el territorio tiene riquezas que hay que extraer a cualquier precio para vender al extranjero, y no tienen ninguna preocupación por los que habitan en los lugares donde deciden excavar. Los unos no tienen otro poder que el de su voluntad y fortaleza para defenderse. Los otros tienen todo el poder de la fuerza de las armas y leyes que a veces obedecen y otras no, y del manejo de las palabras en la lengua que es la más importante en los medios de comunicación que circulan por todo el Perú.
Si hay quienes no dudan en destruir el lugar en el que viven, y no dudan en menospreciar la vida de quienes se afectan por esos actos porque se sienten extraños a su destino, si no se perciben iguales a los demás con quienes comparten el país en el que viven, ¿dónde está la patria? ¿Quién la tiene?
No es una bandera, no es los héroes que escogieron unos para esconder a los otros, no es uniformes y parafernalia. Víctor Andrés Belaúnde decía que la peruanidad es un sentimiento de identidad de los pueblos del Perú, basado en el afecto hacia sus tradiciones y la fe en su destino. No llego a entender.
Pienso que patria es pertenencia, es ser parte de la materia que nos envuelve y acoge, y que se ama porque te nutre y porque allí cohabitas con todo lo que la compone. Es concreto, es material, es inmediato, no puede ser un poema mal hecho que ignora al agua, a la tierra, y todo lo que contiene: a la gente, en nombre de alguna codicia.
Lejos estamos del Perú que soñaba Aparicio Pomares, quien no descansa en el Panteón de los Próceres, pero sí abrazado a su bandera. La tarea es, precisamente, lograr que esa patria exista, y para eso hay que desandar lo andado, y recomenzar a diseñar la vida en la tierra que nos vio nacer. Es la tarea que nos espera.
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