Náusea x Sebastián Piel
Por Juan Manuel Robles.
Extraído de "Hildebrandt en sus trece" # 470
Perú es el gran bastión del neoliberalismo sudamericano, el que tiene a una ciudadanía más ideologizada a la derecha —hasta los progresistas peruanos son huachimanes del consenso de Washington—, y ya está visto que quienes más se benefician con el modelo van a defender esa condición con uñas y dientes. La del Perú y la de su capital, Lima: una de las ciudades más seguras del mundo (para hacer negocios, claro). Las seguidilla de declaraciones de algunos de los empresarios más ricos del país afirmando que dieron mucho dinero a la campaña de Keiko Fujimori nos muestra una evolución: han pasado de la confesión judicial a una retorcida forma de declaración de orgullo, una especie de # MeToo oscuro que los une en una conmovedora catarsis colectiva. Sí, le dimos plata y qué; era eso o caer en el chavismo. Yo te apoyo hermano.
Pero claro, la impostura de la victimización dura poco: aparece de inmediato la prepotencia. El mensaje entre líneas es: lo volveríamos a hacer. ¿Algún problema? Ahí van la señora de la Confiep: ¿disculparnos nosotros? ¿whaaaat? Se acabó el recreo, idealistas: esto es el Perú y aquí nosotros repartimos la torta.
Los empresarios, por supuesto, son miedosos. Le temieron a Humala, cuando apareció con el polo rojo. Le temen a cualquier líder de izquierda con proyección regional (por eso se ponen a demolerlo, juego en el que los progresistas caen redonditos). Le temieron por años al fantasma de Juan Velasco y por eso lo borraron de la memoria (hoy que pasó el pánico hacen lo que siempre hace el capitalismo: convertir al monstruo en souvenir de la nostalgia). Le temen al desborde popular. Y le temieron, por supuesto, a las imágenes llegadas desde Chile, a la coyuntura internacional. Esperaron cautelosos, mordiéndose las uñas. Estas semanas de silencio, fueron para ellos la oportunidad de ponernos a prueba: a ver qué pasa en el Perú. Lamentablemente, no ocurrió nada. No pasamos la prueba.
Nadie se unió a la fiesta sudamericana, ni siquiera después el fallo que liberó a Keiko, como había deseado mi amigo Marco Sifuentes.
Se dice que es porque en el Perú hubo un proceso de limpieza que canalizó el descontento, como una válvula que impidió la gran explosión. Al haber fiscales honestos, y un presidente que cerró un Congreso corrupto, la ciudadanía se quedó tranquila. No lo creo. Ni siquiera antes de la disolución del Parlamento hubo un indicio cabal de que el pueblo organizado fuera a ejercer una presión determinante. Hace mucho que las masas no hacen colapsar la resistencia física de los escudos. Y mientras nuestros vecinos hacen una despliegue creatividad y coraje, aquí no pasa nada. Para mí la razón es simple: en el Perú aun no se ha articulado bien un discurso contra el sistema y el statu quo. Han sido muchos años de desinformación, de usar el cuco del terrorismo para criminalizar a cualquiera que manifieste rabia. Una gran mayoría es económicamente conservadora: le teme a cualquier cosa que no sea la “tranquilidad” traída por Fujimori en los noventa. Muchos tienen hasta nostalgia, una añoranza extraña por el fujimorato (una buena época, salvo por los robos). El grito contra la corrupción es una voz de hartazgo, un cacheteo a los políticos, pero de ninguna manera un ánimo de reinicio que cuestione el fondo de las cosas.
Porque cuestionar el fondo de las cosas es de terrucos, resentidos y desadaptados.
Incluso nuestra masa “crítica” sigue viviendo en la primavera neoliberal de hace veinte años. Esos señores que se dicen progresistas, o incluso izquierdistas “modernos”, no se atrevieron a cuestionar en voz alta la constitución hasta ahorita nomás, que vieron que los chilenos lo hacían. Tampoco denunciaron la estafa de las AFPs —hasta que nuestros vecinos empezaron a hacerlo—. Son señores que tratan de mantenerse en el punto medio y quedar bien, y son incapaces, por ejemplo, de condenar el golpe de Estado en Bolivia, porque Evo es “chavista” (y hasta se burlan del “indígena” en el jet). Somos una sociedad donde los artistas hacen instalaciones de video financiados por Telefónica (en vez de proyectar videos provocadores en el edificio de Telefónica, como en Santiago); donde los escritores supuestamente librepensantes siguen teniendo a Vargas Llosa como faro moral —y hasta les dan las gracias a los bancos por el cariño auspiciador—, cuando hace años el Nobel es un estandarte de la derecha más rancia, un símbolo de la nueva opresión.
Sospecho que todo tiene que ver, al final, con una zona de confort de la que no salimos. Una fuerza mental que nos hace creer que nuestro futuro está asegurado. Que de algún modo estamos salvados. Para protestar de verdad se necesita tener la convicción de que nuestro porvenir corre peligro (por eso las protestas peruanas de verdad se dan contra las empresas mineras de mala praxis, que matan y enferman a comunidades enteras: allí se juegan la vida, allí mueren ciudadanos valientes). Pero en general, en el país —todavía— predomina la fe; démosle las gracias a la propaganda y a la Gestión de los horóscopos. No es un drama. Chile pasó por lo mismo: por años tuvieron a la población más dócil, la más creyente en mercado… y miren. El caso es, de momento, a nosotros esa fe nos paraliza.
Esta inacción envalentona a la derecha empresarial, y cada día se nota más. Las decisiones judiciales se revierten a su favor a paso acelerado. Usan su poder como anunciantes gordos para sentarse a declarar en las mesas de los periodistas de conversación (que les deben sumisión) Hace mes, el problema de los empresarios era pensar en un recambio para Keiko Fujimori. Me temo que hoy están convencidos de que Keiko sí es una opción. Que nunca debió dejar de serlo. Que están dispuestos a poner mucho dinero para sanearle su contabilidad: la lavandería soñada.
El mensaje que nos dan es: nos aliaremos con cualquiera que nos ayude a conjurar cualquier peligro chavista o rojo. Eso incluye a Keiko Fujimori pero también a los fanáticos del Evangelio. ¿Por qué no? Su seguridad ha crecido en estos días, y ello también tiene que ver con las resonancias regionales. Bolivia les ha dejado claro que cuando se les ocurra dar un golpe no habrá Grupo de Lima ni presión internacional que los detenga. Que no habrá organismos de derechos humanos para molestar cuando saquen un decreto supremo que permita para matar impunemente (cosa en la que, por cierto, ya han avanzado: las libertades legales de un policía peruano para matar en los conflictos mineros creció con García y Humala). Tampoco habrá ruido cuando, como en Chile, los uniformados se pongan creativos y encuentren esa nueva forma de lesa humanidad “light”: disparar a un ojo. Todo esto, que nos horroriza, a ellos los hace tomar nota. Hoy entienden bien que la derecha está en condiciones de hacer magia: que puede matar y mutilar como si viviéramos en 1950, y no pasará nada. Una de las razones del cisma entre la derecha y el fujmorismo fue el cese del apoyo de Washington al proyecto totalitario y torturador. Pero Washington —está visto— es flexible, comprende los nuevos tiempos; los nuevos temores.
Habrá que ver si logramos despertar. Habrá que ver si logramos tomarnos en serio, de una vez, la amenaza fascista.
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