Un gran filósofo postmodernista del siglo XX ha escrito lo siguiente: “si examinamos el realismo socialista, enfrentamos la siguiente decisión: o bien aceptamos la teoría pretextual constructivista, o bien concluimos que la verdad es capaz de ser verdadera, pero sólo si la premisa de la narrativa material es inválida. Por lo tanto, si la teoría pretextual se sostiene, las obras de Gaiman no son postmodernas. El sujeto es así contextualizado en un paradigma postcapitalista que incluye a la cultura como forma de paradoja”.
Si no habéis entendido la cita anterior, sois unos burros. O, al menos, eso quieren hacernos creer los postmodernistas. En realidad, la cita anterior no procede de ningún filósofo. Procede de un programa informático creado por el ingeniero Andrew Bulhak. Este programa construye al azar frases sin sentido, pero conservan una estructura sintáctica. Luego, Bulhak las decora un poco con términos sofisticados y nombres de los gurús postmodernistas y, ¡voilà!: da la impresión de generar un texto postmodernista de profundidad inalcanzable. El programa informático creado por Bulhak se llama “The Postmodernism Generator” (“El generador de postmodernismo” en inglés, lamentablemente aún nadie se ha animado a crear una versión en castellano), y puede consultarse en esta página web: http://www.elsewhere.org/pomo/
Obviamente, la intención de Bulhak es hacer una parodia del lenguaje empleado por los postmodernistas. Bulhak pretende denunciar que al escribir una montaña de disparates, y adornarlos con términos aparentemente muy sofisticados (“discurso contra-hegemónico”, “representación postfálica”, “subjetividad paracolonial”), cualquiera puede convertirse en un gurú postmodernista.
Si no quedamos muy convencidos de esto, consideremos este texto que sí es real, y procede de la feminista postmodernista Judith Butler:
“La movida desde una explicación postestructuralista en la cual se entiende que el capital estructura relaciones sociales en modos relativamente homólogos, a una visión de la hegemonía en la cual las relaciones de poder están sujetas a la repetición, convergencia y rearticulación, traídas por la cuestión de la temporalidad, al pensamiento de la estructura, y un giro marcado de una forma de teoría altuseriana que toma a las totalidades estructurales como objetos teóricos, hacia uno en el cual los pensamientos dentro de una posibilidad contingente de estructura, inaugura una concepción renovada de la hegemonía”.
Alguien podrá objetar que el texto es confuso porque sencillamente está mal traducido. Pero, para disipar esa duda, agrego el texto original en inglés, para que el lector que domine la lengua inglesa verifique por cuenta propia el disparate al cual nos enfrentamos:
“The move from a structuralist account in which capital is understood to structure social relations in relatively homologous ways to a view of hegemony in which power relations are subject to repetition, convergence, and rearticulation brought the question of temporality into the thinking of structure, and marked a shift from a form of Althusserian theory that takes structural totalities as theoretical objects to one in which the insights into the contingent possibility of structure inaugurate a renewed conception of hegemony”.
Casi todos los lenguajes comparten una estructura gramatical básica. Es cierto que existen diferencias gramaticales entre las lenguas (en inglés el adjetivo antecede al sustantivo, en castellano suele ser al revés, etc.), pero hay al menos una base de la cual parten todas las gramáticas. Según una muy probable teoría adelantada por el lingüista Noam Chomsky, ya contamos con una programación biológica que nos permite aprender las reglas gramaticales a una temprana edad. Una vez que el niño ha aprendido las reglas gramaticales del lenguaje en el cual está inscrito, tiene la capacidad de construir un número infinito de frases. El procedimiento es relativamente sencillo. Añadamos un artículo, sustantivo, verbo, otro sustantivo, y un adjetivo; hagamos coincidir los géneros y los números gramaticales, y con eso, habremos construido una frase gramaticalmente correcta. Así, por ejemplo: “El (artículo) postmodernismo (sustantivo) es (verbo) sendo (adjetivo) timo (sustantivo)”. Ahora bien, este procedimiento puede conducirnos a elaborar frases gramaticalmente correctas, pero sin sentido. En los años 20 del siglo XX, algunos artistas y críticos de arte inventaron el juego del “cadáver exquisito”. Éste consistía en reunir un grupo de personas, y asignarles a cada una que aportara un componente (una persona aportaría un artículo, otra un sustantivo, etc.) para construir una frase, sin conocer el aporte de los demás. Las frases construidas podrían ser gramaticalmente correctas, pero sin sentido. Una de las primeras frases que apareció fue “El cuerpo exquisito beberá el nuevo vino”, y de ahí procede el nombre de este juego.
Los surrealistas (pioneros del postmodernismo en las artes) se interesaron por este juego, y lo extendieron a las obras pictóricas. Así, empezaron a crear representaciones con imágenes procedentes de distintas esferas de la vida, aglutinadas en una sola obra. Dalí, por ejemplo, incorporaba relojes derretidos con paisajes y animales. De nuevo, la técnica pictórica de crear representaciones casi absurdas, resulta artísticamente loable. Pero, cuando esto se extiende a la ciencia y la filosofía, aparecen los problemas. Nadie objeta que Dalí mezcle paisajes con relojes derretidos, pero sí es muy objetable que los gurús postmodernistas mezclen sustantivos con adjetivos que, al final, construyen una frase sumamente disparatada. Noam Chomsky ha advertido que el hecho de que estemos en presencia de una frase gramaticalmente correcta no nos garantiza que ésta sea inteligible.
Un célebre ejemplo aportado por Chomsky es el siguiente: “las ideas incoloras verdes duermen furiosamente”. El común de la gente opina que una frase declarativa, o es falsa, o es verdadera. Pero, ejemplos como el de la frase de Chomsky revelan que, para que una frase sea verdadera o falsa, debe al menos ser inteligible y tener un sentido. El problema con “las ideas incoloras verdes duermen furiosamente” es que la frase sencillamente no tiene sentido. Por eso, una frase como “La Tierra es plana” es falsa, pero al menos sabemos lo que significa. Uno de los grandes problemas de los postmodernistas es que no estamos seguros si sus posturas son falsas o verdaderas, pues sencillamente dudamos de que lo que ellos defienden significa algo. Entre filósofos del lenguaje, hay mucha discusión respecto a cuál es el criterio que se debe seguir para saber si una frase tiene sentido.
Hacia mediados del siglo XX, filósofos muy serios asumieron que una frase sólo tiene sentido si cumple alguno de dos requisitos: 1) que sea falsa o verdadera en virtud de su propio significado (es decir, tautologías como “ningún soltero es casado” o contradicciones como “ningún triángulo tiene tres lados”); 2) que exista alguna manera de verificar el contenido de la frase. Así, si la frase no es verdadera o falsa en virtud de su propio contenido, o no hay manera de verificar mediante la experiencia si es verdadera o falsa, entonces esa frase no tiene sentido. Este criterio fue defendido por el movimiento que vino a llamarse el ‘positivismo lógico’, pero hoy cuenta con muchos críticos. Los filósofos contemporáneos suelen considerar que se trata de un criterio demasiado rígido. Frases como “robar es malo”, o “la libertad os hará libres” no son ni verdaderas ni falsas en virtud de su propio significado, ni tampoco parece posible verificarlas mediante la experiencia, pero con todo, postular que no tienen sentido sería ir demasiado lejos. Además, la misma frase según la cual una frase tiene sentido sólo si es verdadera o falsa en virtud de su significado, o si tiene algún medio de verificación empírico; no es ni verdadera ni falsa en virtud de su propio significado, ni tampoco existe posibilidad de verificarla empíricamente. En otras palabras, los positivistas lógicos asumían un criterio de significado que, al aplicarlo a su propia exigencia, la dejaban sin sentido. Frente a estas dificultades, los filósofos han suavizado un poco más el criterio de significado de una frase, y han convenido en que, para que una frase tenga sentido, debe cumplir tres requisitos básicos. En primer lugar, debe representar algún estado de cosas imaginable. Al declarar algo sobre el mundo, debe haber alguna manera de imaginarlo. Si, por ejemplo, enunciamos “Juan llegó antes que Roberto; Roberto llegó antes que Luis, y Luis llegó antes que Juan”, esa frase carecerá de sentido, pues no hay manera posible de que eso ocurra; ni siquiera podemos imaginarlo. Si enunciamos “la posición de los astros determina nuestro destino”, tenemos al menos una manera de imaginarnos esto. Esa frase es evidentemente falsa, pero al menos tiene sentido, en tanto sí podemos imaginarnos un mundo en el cual los astros determinen nuestro destino. En segundo lugar, una frase con sentido no debe expresar conceptos contradictorios. Al enunciar “las ideas verdes incoloras…” estamos en presencia de una frase sin sentido, pues una cosa no puede ser verde e incolora al mismo tiempo. Y, en tercer lugar, una frase con sentido no debe contener errores categoriales. Un error categorial ocurre cuando se predica una cosa de algo que, por definición, no puede tener. Cuando decimos que “las ideas incoloras verdes duermen furiosamente” cometemos tres errores categoriales. No podemos predicar el color de las ideas, precisamente porque, en tanto son objetos abstractos, las ideas no tienen color. Tampoco podemos sostener que las ideas duermen, precisamente, porque son objetos abstractos; sólo los seres vivos duermen. Y, tampoco podemos sostener que alguien (o algo, en todo caso) duerme furiosamente, pues la furia no se manifiesta en el sueño.
Algunos maestros de la literatura han sabido explotar esto, y deliberadamente han buscado producir textos sin sentido. James Joyce, Lewis Carroll y Ramón Gómez de la Serna, entre otros, destacan por haber desarrollado esta técnica. Presumiblemente, su intención es similar a la de Dalí y tantos otros en el arte pictórico: formar imágenes incoherentes, con el fin de explotar nuestra sensibilidad estética. No hay nada que objetar al uso literario del sinsentido y el absurdo. Pero, debemos hacernos eco del romano Plinio el Viejo: ¡zapatero, a su zapato! El uso del sinsentido y el absurdo debe, a lo sumo, quedarse en las artes. Cuando los gurús postmodernistas tratan de imitar este sinsentido, y hacer pasar frases ininteligibles como declaraciones serias sobre el mundo, ahí aparecen los problemas.
Por ejemplo, el gran filósofo argentino Mario Bunge (quien ha publicado un título en la serie “¡Vaya timo!”) ha denunciado muchas veces que en la obra de Martin Heidegger (una de las vacas sagradas del postmodernismo) aparecen frases como “la nada nadea” y “el tiempo es la maduración de la temporalidad”. ¿Qué significa eso? Bunge responde: ¡absolutamente nada! Y, por eso, Heidegger merece todo nuestro reproche como un gran charlatán. Si Heidegger se presentase como poeta, y no como filósofo, quizás Bunge no lo reprocharía. El problema, de nuevo, es transgredir los límites y asumir sinsentidos en áreas en las que claramente no es lícito hacerlo. Pues bien, muchos de los escritos de los postmodernistas incurren en estos vicios, y como consecuencia, enuncian frases sin sentido.
Para apreciar la magnitud de este fenómeno, consideremos brevemente un muy triste episodio en la historia académica reciente. El físico norteamericano Alan Sokal venía trabajando con los conceptos elementales de su disciplina (masa, energía, etc.). Pero, empezó a leer algunos libros de autores postmodernistas, y descubrió que estos textos están poblados de conceptos de la física y la matemática mal aplicados a las ciencias sociales. De la misma manera en que “ideas incoloras verdes duermen furiosamente” es un sinsentido, en tanto las ideas no duermen, y si son incoloras, no pueden ser verdes, Sokal empezó a descubrir que los postmodernistas hablaban de “microfísica del poder”, o “el falo como número imaginario”, incurriendo en claros errores categoriales.
Preocupado por el abuso del lenguaje científico en boca de los charlatanes postmodernistas, Sokal decidió jugar una broma pesada. Escribió un artículo deliberadamente disparatado, en el cual se intentaba argumentar, con frases rimbombantes y algunas carentes de sentido, que la gravedad cuántica no existe en realidad, sino que es una mera construcción social (con esto, Sokal también pretendía atacar el constructivismo social, sobre el cual volveremos en el capítulo 5). Sokal envió el artículo a la revista Social Text (predilecta entre gurús del postmodernismo). La evaluación del artículo fue positiva (presumiblemente, bajo el sistema de doble ciego: el autor no sabe quiénes son los jueces, y viceversa), y el artículo fue publicado. Inmediatamente, Sokal reveló que todo se trataba de un una broma. Su intención había sido demostrar que cualquiera que escriba frases disparatadas con adornos de conceptos procedentes de las ciencias naturales, y cite a grandes gurús del postmodernismo, tiene oportunidad de hacerse renombre en la academia. Sokal envió un nuevo artículo a la misma revista, Social Text, en el cual explicaba las razones de su acometido, y denunciaba la tendencia postmodernista a escribir tratados ininteligibles. Los editores de esa revista, en vez de admitir su error, se negaron a publicar el nuevo artículo de Sokal. Decepcionado, Sokal tuvo que publicar su segundo artículo en otra revista, y eventualmente, publicó (en colaboración con Jean Bricmont) un libro en el cual detalladamente denunciaba los más emblemáticos disparates ininteligibles de los grandes gurús postmodernistas.
Por esta hazaña, Sokal merece el Premio Nóbel. Por supuesto, exagero. Pero, al menos, Sokal sí merece grandes elogios como el intelectual que ha hecho despertar a una generación, y ha propuesto llamar al pan “pan”, y al vino “vino”. Es muy conocido el cuento de Hans Christian Andersen que narra la historia de un emperador que iba sin ropas, todos sus súbditos creían que en realidad llevaba ropas invisibles, pero un niño no tardó en señalar que el emperador iba desnudo. Pues bien, Sokal ha emulado a ese niño: en el mundo académico, mucha gente cree que el lenguaje postmodernista es muy difícil, Sokal ha sido lo suficientemente valiente como para señalar que ese lenguaje no es difícil, sencillamente no tiene sentido. Incluso, ha habido desencuentros a la hora de conceder distinciones académicas a los representantes del postmodernismo, precisamente debido a la obscuridad del lenguaje con que éstos escriben.
En 1992, la prestigiosísima Universidad de Cambridge decidió conceder un doctorado honoris causa a Jacques Derrida, quizás el postmodernista más emblemático. Oxford y Cambridge son las universidades que han visto surgir a los lógicos más refinados y analíticos de los últimos siglos; y como se sabe, una de las funciones de la lógica es aclarar el pensamiento mediante un óptimo uso del lenguaje. Conceder un doctorado honorario en esa universidad a un hombre que escribe deliberadamente escribe sin claridad, es una bofetada a la muy respetable tradición analítica inglesa. Las protestas no se hicieron esperar, y diecinueve profesores de Cambridge emitieron cartas de protestas en contra de la concesión del doctorado a Derrida. Por regla general, este tipo de controversia tiene matices políticos. Cundo el profesorado de alguna universidad protesta la entrega de algún doctorado honoris causa, suele ser porque el potencial doctor defiende ideas controvertidas, o tiene simpatías políticas cuestionables. En mi país (Venezuela), por ejemplo, una universidad negó el doctorado honoris causa a Jorge Luis Borges porque éste había sido simpatizante de las dictaduras argentinas. Pero, es importante señalar que las protestas en contra del doctorado de Derrida no se debieron propiamente al contenido de sus ideas o a sus simpatías políticas, sino sencillamente a la falta de claridad en su obra. Al final, la cuestión se sometió a referéndum entre el profesorado de Cambridge. Lamentablemente, ganó en votos la opción por conceder el doctorado a Derrida. Pero, lo mismo que Sokal, estos académicos de Cambridge fueron lo suficientemente valientes como para denunciar que el emperador va desnudo: detrás de toda la palabrería postmodernista, no hay nada.
El postmodernismo es fundamentalmente oscurantista. El término ‘oscurantismo’ suele reservarse para el periodo medieval durante el cual deliberadamente se desestimuló la búsqueda del conocimiento, a fin de alejar a los seres humanos del empleo de la razón, y volcarlos hacia la fe. Pero, en términos más generales, ‘oscurantismo’ también sirve para hacer referencia a autores que deliberadamente escriben con la intención de que no se les entienda.
El postmodernismo ha cultivado la idea de que los buenos filósofos son aquellos a quienes no se les entiende nada. Entre menos inteligibles, supuestamente más complejos y profundos son. Por supuesto, esto se trata de un viejo truco. Para disimular la ignorancia de un tema, o la evidente falsedad de algunas doctrinas, una estrategia lamentablemente eficaz es arropar el discurso con términos sumamente confusos, y construir frases que carecen de sentido. Cuando un interlocutor exprese desacuerdo frente a una opinión postmodernista, o sencillamente la considere un disparate, el postmodernista siempre podrá sostener que su obra es muy compleja, y que los críticos no lo han comprendido bien. De hecho, el filósofo John Searle considera que Derrida y algunos otros postmodernistas practican una forma de ‘oscurantismo terrorista’. Primero, Derrida y compañía escriben frases ininteligibles; ésa es la parte oscurantista. Luego, cuando se critica su obra, responden diciendo: “Ud. no me ha entendido; Ud. es un idiota”. Ésa es la parte terrorista. Y, muy a menudo, el postmodernista arremete contra sus críticos, señalando que éstos forman parte del viejo sistema tiránico.
Por supuesto, es necesario ser prudentes a la hora de acusar a los postmodernistas de ser oscurantistas. Es posible que los textos oscurantistas de los postmodernistas sean simplemente marginales, y no representen el núcleo de sus obras. Mucha gente inteligente ha escrito alguna estupidez en su vida, pero sería profundamente injusto aprovechar ese desliz para rechazar sus obras a plenitud. Hay frases ininteligibles en las obras de Aristóteles, Kant, Hume, Hobbes, y muchos otros. Con todo, es bastante obvio que ése no es el caso con los postmodernistas. El grueso de las personas que ha leído algún libro postmodernista termina tremendamente confundido, en buena medida porque los sinsentidos postmodernistas no son marginales. No he deseado aburrir al lector con demasiadas citas postmodernistas carentes de sentido, pero podría hacerlo perfectamente.
Más importante aún, podría objetarse que necesitamos abrir nuestra mente a un lenguaje más poético. Lo que a muchos de nosotros puede resultar meros sinsentidos, en realidad podría servir como estrategia retórica para persuadir con mayor alcance a la audiencia. El uso de tropos literarios tiene una importante función retórica; a saber, adornar y enriquecer el texto a fin de conectar al lector y mantenerlo atento para persuadirlo. En ocasiones, el uso de tropos literarios conduce claramente a conceptos contradictorios y errores categoriales. Pero, mucho más que confundir, estos tropos literarios apelan al lector inteligente que sabe apreciar su función retórica. A lo largo de este libro, me he permitido emplear alguna metáfora. Por ejemplo, he hablado de “montaña de disparates”. Si nos adherimos al criterio de sentido estricto, hablar de “montaña de disparates” es un error categorial (una montaña está hecha de tierra, no de conceptos abstractos), y en ese sentido, la frase “montaña de disparates” sería en sí misma un disparate. Pero, por supuesto, se trata de una metáfora (apela a la semejanza entre el alto número de disparates, y el tamaño voluminoso de las montañas) que enriquece mi estilo y mantiene más atento al lector (o, al menos, ¡eso espero!).
Ahora bien, si para mí es lícito emplear metáforas, ¿por qué no es lícito para el postmodernista hacerlo también? Si yo puedo hablar de “montañas de disparates”, ¿por qué el postmodernista no puede hablar de “microfísica del poder”, o del “logocentrismo fálico”? En primer lugar, vale advertir que algunos filósofos han desaconsejado el uso de metáforas en el discurso filosófico, precisamente por su potencial para confundir, y porque aparentemente expresan sinsentidos. Leibniz, por ejemplo, tuvo la esperanza de que algún día los filósofos formulasen un ‘lenguaje universal’ con reglas lógicas muy claras, de manera tal que reflejase el mundo sin ambigüedades (y, por supuesto, es de presumir que la metáfora no tiene cabida en este proyecto, pues siempre hay el riesgo de que se interpreten de modo distinto a la intención inicial de quien formule la metáfora). Un objetivo similar se plantearon los positivistas lógicos del siglo XX. Quizás esta pretensión sea demasiado rígida. Después de todo, el lenguaje ordinario (es decir, el que empleamos a diario con todos sus tropos literarios) cumple una función. Una comunicación desprovista de metáforas es aburrida, y difícilmente los seres humanos estemos dispuestos a entablarla. Pero, la metáfora debe ser un recurso auxiliar, un complemento a la función esencial del lenguaje, la cual consiste en la representación del mundo. El problema aparece cuando se emplea la metáfora, no como medio auxiliar en la comunicación, sino para confundir deliberadamente. Sokal y Bricmont enfatizan que “por lo general, una metáfora se emplea para aclarar un concepto no familiar, relacionándolo con un concepto más familiar, no al revés”. Cuando hablo de “montaña de disparates”, obviamente pretendo aclarar que los postmodernistas escriben muchas cosas sin sentido. Pero, cuando un postmodernista habla de “microfísica del poder”, quedamos muy lejos de entender qué quiere decir con esto.
De hecho, varios postmodernistas han reconocido que su intención deliberada es no hacerse entender. En varios rincones de su obra, Derrida deja entrever esto (aunque, en realidad, puesto que su lenguaje es tan obscuro, ni siquiera estamos seguros de ello). Roland Barthes, otro gurú postmodernista, atacaba deliberadamente a la claridad como una ‘ideología burguesa’: a su juicio, la valoración de la claridad en la prosa apenas surgió en el siglo XVII, la misma época que vio nacer a la burguesía. Contra Barthes, podemos argumentar que si bien esto puede ser verdadero, el hecho de que la valoración de la claridad coincidiera con el nacimiento de la burguesía no implica que la clase obrera deba emplear un lenguaje ininteligible. La estrategia más eficaz para derrotar al capitalismo no es pronunciar disparates; antes bien, es mucho más eficaz emplear razones argumentativas para persuadir a la gente a que se suma a la revolución.
Jacques Lacan tiene merecida fama como uno de los autores más ininteligibles del siglo XX, pero eso no parecía avergonzarlo. De hecho, lo asumía sin tapujos, en frases como ésta: “entre menos entiendan, mejor escuchan”. No es de extrañar que Lacan terminara por defender que el falo es idéntico a la raíz cuadrada de menos uno. ¿No habéis entendido lo del falo? Lacan estaría muy contento en saber que quedasteis perplejos. Este ejemplo de Lacan es muy emblemático de algo que Sokal y Bricmont denuncian en el oscurantismo postmodernista: los postmodernistas suelen emplear jerga procedente de las ciencias duras (física, matemática, etc.). Pero, muchas veces, la extensión de estos conceptos a los temas tratados por los postmodernistas termina por ser disparatada. Por ejemplo, algunos postmodernistas han querido señalar que, a partir de Einstein, debemos aceptar que todo es relativo. Así como Einstein postuló que el tiempo es relativo, también debemos aceptar que todas nuestras creencias son relativas y que, por ende, la verdad no existe. Esto, por supuesto, implica abusar a la ciencia, y termina por conducir a absurdos. Quien defiende esto, confunde ‘relatividad’ (un respetable concepto en la física) con ‘relativismo’ (una muy cuestionable doctrina en filosofía, sobre la cual volveremos en el próximo capítulo). Lo mismo ha intentado hacerse con el teorema de Godel o el principio de incertidumbre de Heisenberg (demasiado complejos como para reseñarlos acá) para intentar sostener que no podemos tener ninguna certeza sobre el mundo.
Quizás el oscurantismo de los postmodernistas se deba a simple pereza y vanidad. Estos grandes gurús prefieren pasar su tiempo en las manifestaciones anti-sistema gritando consignas, en vez de sentarse a trabajar arduamente en bibliotecas y laboratorios. Y, al hablar sin que nadie les entienda, logran congregar a seguidores que creen que dicen cosas muy profundas. De nuevo, todo esto es un viejo truco. Pero, quizás el oscurantismo postmodernista sea también un corolario de la reacción en contra de la racionalidad. La mayoría de los filósofos nos advierten que no es posible pensar en pleno sentido, si no contamos con un lenguaje. Los animales pueden llegar a razonar algunas cosas, pero la diferencia abismal entre las facultades cognitivas de humanos y animales se debe fundamentalmente al hecho de que nosotros, a diferencia de los animales, tenemos lenguaje. De hecho, entre científicos y filósofos ha resultado común definir al pensamiento como una conversación interna. Por ende, para pensar correctamente, debemos emplear un lenguaje suficientemente claro. El lenguaje es precisamente el instrumento que nos permite ordenar nuestros pensamientos. Cualquier proyecto que pretenda expandir la racionalidad a todas las esferas de la vida debe empezar por abogar a favor del empleo de un lenguaje claro. Anteriormente he mencionado que incluso, algunos filósofos analíticos del siglo XX apreciaron desventajas en el uso del lenguaje ordinario (a saber, el que empleamos diariamente), pues frecuentemente conduce a equívocos. Si enuncio, “voy al hipódromo y al zoológico; espérame allá”, ¿dónde quiero que me esperen; en el zoológico o en el hipódromo? Ambigüedades como éstas han dado pie a pensar que, para alcanzar a plenitud la racionalidad, quizás sea necesario formular un lenguaje con una estructura lógica que refleje el mundo y no permita confusiones.
Ahora bien, quien se opone al predominio de la razón, obviamente empezará por oponerse a la claridad del lenguaje. Y, ése es precisamente un punto de partida para los postmodernistas. Los ilustrados y sus herederos intelectuales han confiado en la capacidad del lenguaje para reflejar el mundo, como plataforma para promover el predominio de la racionalidad. Los postmodernistas, por su parte, han preferido sostener que el lenguaje nunca podrá reflejar el mundo, y muchos deliberadamente buscan confundir para ratificar su postura frente a las pretensiones del lenguaje como representación clara del mundo.
GABRIEL ANDRADE
El postmodernismo ¡vaya timo!
No hay comentarios.:
Publicar un comentario