Nos encontramos de nuevo con un fenómeno fuente de mucha actividad social: la huida de uno mismo. Ya sea uno un blanco norteamericano de clase media en los años cincuenta que aspira a ser negro o una persona de provincias del 2017 que quiere ser moderna, se trata de desembarazarse de los orígenes para transformar la identidad y convertirla en su contrario. Si la socialización primaria es aquella que realiza todo niño para integrarse en el mundo social al que pertenece, el moderneo es una socialización secundaria. En este caso, realizada con plena conciencia para pertenecer a un modelo elegido. Queremos desvincularnos de la identidad que nos ha tocado en suerte y construir una nueva más afín a nuestros intereses.
El hipsterismo original, por tanto, es un fenómeno asociado a la individualidad y a la creatividad. Como un poeta, el hipster realizaba asociaciones de ideas poco comunes, tenía costumbres diferentes y resultaba atractivo a muchos por su singularidad. Emanaba carisma. Sin embargo, tras el paso de los años y el pleno establecimiento de la cultura de masas, este tipo de movimientos negadores del statu quo han sido reabsorbidos por el sistema capitalista para ser integrados y explotados. Este es el proceso que Marcuse describía «como la habilidad del sistema para reinventar, reordenar, y transformarse a sí mismo, por la absorción y asimilación de las herramientas de disensión». Entre otros símbolos de disensión integrados por el sistema contamos con el peinado afro, originalmente una protesta afroamericana para realzar la belleza de lo «negro»; la transmutación gradual de hippies en yuppies; o la imagen del Ché Guevara capitalizada en camisetas y demás artículos. Así, a principios del siglo XXI el hipster se convierte en un producto de consumo. Individuos de todo tipo, género y orientación sexual aspiran a lograr la distinción adhiriéndose a formas de conducta y vestimenta ya estandarizadas por el mercado. Contradictoriamente, el moderno trata de singularizarse uniformando su conducta y apariencia, adaptándola a criterios colectivos. El hipster se convierte ahora en su contrario: no cuestiona el sistema de valores en el que vive inmerso, sino que pasa a formar parte de él con toda intención.
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Aunque los modernos no son todos pijos, actualmente existen muchos pijos que adoptan estéticas próximas al moderneo. Como dice una amiga mía: «¡Los pijos ya no existen!». Generalmente estos han abandonado sus formas de identificación tradicional para ser guays o modernos. Esto es menos común, sin embargo, entre las clases más altas, que tratan de preservar su identidad y visibilizar así sus privilegios tradicionales. Para estas personas, adoptar una estética globalizada supondría una pérdida más que un beneficio. Entre ellos persiste el uso de melenas leonadas, perlas, botas camperas, chaquetas de caza Barbour, grandes crucifijos y otros complementos similares. A pesar de ello, actualmente muchos miembros de las clases medias altas tienen cuentas de Instagram con imágenes estéticamente hipster, les gusta el rap, hacen algún que otro movimiento de «break dance» o se dedican ocasionalmente a ejercer de pinchadiscos (¡nada de escuchar a Hombres G!). También son cada vez más comunes en Madrid los pijo-progres de derechas. Muchos viven en Infanta Isabel y Chamberí. Un momento ideal para avistar a estos especímenes son los domingos en la terraza más soleada de la plaza de Olavide o las noches de fin de semana en la Calle Ponzano. Llevarán gafas de sol, fulares, tonos pardos, barba, a veces un gorrito de lana, y una cierta expresión facial de autocomplacencia distante.
IÑAKI DOMINGUEZ
Sociología del Moderneo
2017
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