–De no ser por mí, todavía estarías mora. Los inocentes que mueren sin sacramento se van al limbo y de ahí no salen más, me recordaba siempre mi Madrina. Otra en mi lugar te habría vendido. Es fácil colocar a las muchachas de ojos claros, dicen que los gringos las compran y se las llevan a su país, pero yo le hice una promesa a tu madre y si no la cumplo me voy a cocinar en las cacerolas del infierno.
Para ella los límites entre el bien y el mal eran muy precisos y estaba dispuesta a preservarme del vicio a fuerza de golpes, único método que conocía, porque así la habían educado. La idea de que el juego o la ternura fueran buenos para los niños es un descubrimiento moderno, a ella jamás se le pasó por la mente. Trató de enseñarme a trabajar apresurada, sin pérdida de tiempo en ensoñaciones, le molestaban el ánimo distraído y el paso lento, quería verme correr cuando recibía una orden. Tienes la cabeza llena de humo y las pantorrillas de arena, decía y me friccionaba las piernas con Emulsión de Scott un tónico baratísimo pero de gran prestigio, fabricado con aceite de hígado de bacalao, que según la propaganda era comparable a la piedra filosofal de la medicación reconstituyente.
El cerebro de la Madrina estaba algo trastocado a causa del ron. Creía en los santos católicos, en otros de origen africano y en varios más de su invención. En su cuarto había levantado un pequeño altar, donde se alineaban junto al agua bendita, los fetiches del vudú, la fotografía de su difunto padre y un busto que ella creía de San Cristóbal, pero después yo descubrí que era de Beethoven, aunque jamás la he sacado de su error, porque es el más milagroso de su altar. Hablaba todo el tiempo con sus deidades en un tono coloquial y altanero, pidiéndoles favores de poca monta, y más tarde, cuando se aficionó al teléfono, las llamaba al cielo, interpretando el zumbido del aparato como la respuesta en parábola de sus divinos interlocutores. De ese modo recibía instrucciones de la corte celestial, aun para los asuntos más triviales. Era devota de San Benito, un rubio guapo y parrandero a quien las mujeres no dejaban en paz, que se colocó en el humo del brasero para quedar chamuscado como un leño y sólo entonces pudo adorar a Dios y hacer sus prodigios tranquilo, sin esa cuelga de lujuriosas prendidas de su túnica. A él le rezaba para aliviar la borrachera. Era experta en tormentos y muertes horrorosas, conocía el fin de cuanto mártir y virgen figuraba en el santoral católico y estaba siempre lista para contármelo. Yo la escuchaba con morboso terror y cada vez solicitaba nuevos detalles. El suplicio de Santa Lucía era mi favorito, quería oírlo a cada rato con todos los pormenores: por qué Lucia rechazó al emperador enamorado de ella, cómo le arrancaron los ojos, si era cierto que esas pupilas lanzaron una mirada de luz desde la bandeja de plata donde reposaban como dos huevos solitarios, dejando ciego al emperador, mientras a ella le salían dos espléndidos ojos azules, mucho más bonitos que los originales.
La fe de mi pobre Madrina era inconmovible y ninguna desgracia posterior pudo abatirla. Hace poco, cuando vino por aquí el Papa, conseguí autorización para sacarla del sanatorio, porque habría sido una lástima que se perdiera al Pontífice con su hábito blanco y su cruz de oro, predicando sus convicciones indemostrables, en perfecto español o en dialecto de indios, según fuera la ocasión. Al verlo avanzar en su acuario de vidrio blindado por las calles recién pintadas, entre flores, vítores, banderines y guardaespaldas, mi Madrina, ya muy anciana, cayó de rodillas, persuadida de que el Profeta Elías andaba en viaje de turismo. Temí que la muchedumbre la aplastara y quise llevármela de allí, pero ella no se movió hasta que le compré un pelo del Papa como reliquia. En esos días mucha gente se volvió buena, algunos prometieron perdonar las deudas y no mencionar la lucha de clases o los anticonceptivos para no dar motivos de tristeza al Santo Padre, pero la verdad es que yo no me entusiasmé con el insigne visitante, porque no guardaba buenos recuerdos de la religión. Un domingo de mi niñez la Madrina me llevó a la parroquia y me arrodilló en una cabina de madera con cortinas, yo tenía los dedos torpes y no podía cruzarlos como me había enseñado. A través de una rejilla me llegó un aliento fuerte, dime tus pecados, me ordenó y al punto se me olvidaron todos los que había inventado, no supe qué responder, apurada traté de pensar en alguno, aunque fuera venial, pero ni el más insignificante acudió a mi mente.
–¿Te tocas el cuerpo con las manos?
–Sí…
–¿A menudo, hija?
–Todos los días.
–¡Todos los días! ¿Cuántas veces?
–No llevo la cuenta… muchas veces…
–¡Ésa es una ofensa gravísima a los ojos de Dios!
–No sabía, padre. ¿Y si me pongo guantes, también es pecado?
–¡Guantes! ¡Pero qué dices, insensata! ¿Te burlas de mí?
–No, no… murmuré aterrada, calculando que de todos modos sería bien difícil lavarme la cara, cepillarme los dientes o rascarme con guantes.
–Promete que no volverás a hacer eso. La pureza y la inocencia son las mejores virtudes de una niña. Rezarás quinientas Ave Marías de penitencia para que Dios te perdone.
–No puedo, padre, contesté porque sabía contar sólo hasta veinte.
–¡Cómo que no puedes! rugió el sacerdote y una lluvia de saliva atravesó el confesionario y me cayó encima.
Salí corriendo, pero la Madrina me cogió al vuelo y me retuvo por una oreja mientras hablaba con el cura sobre la conveniencia de ponerme a trabajar, antes que se me torciera aún más el carácter y se me acabara de ofuscar el alma.
ISABEL ALLENDE
Eva Luna
1987
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