La distancia desde Ciudad de México hasta Cuernavaca, la capital del estado de Morelos, es de menos de 80 km; pero en 1914 ese viaje lo llevaba a uno de un universo social a otro. La capital federal estaba controlada entonces por una burguesía liberal de terratenientes, hombres de negocios y políticos, mientras que Cuernavaca estaba controlada por los zapatistas.
En Cuernavaca todos los varones vestían la camisola blanca, sarape, sombrero charro y huaraches (sandalias) típicos de los peones mexicanos; todos se parecían entre sí y era imposible decir quiénes eran los jefes y quiénes no. Todos hablaban el lenguaje sencillo del pueblo. Prácticamente todos eran indios o mestizos, y muy pocos sabían leer o escribir.
Los ricos habían huido de aquella ciudad controlada por los campesinos revolucionarios, cuyo líder era un modesto granjero convertido en comandante guerrillero llamado Emiliano Zapata.
Zapata personificaba la revolución de los campesinos mexicanos. Nunca llegó a superar del todo la ingenuidad y rusticidad del pueblo. Odiaba la ciudad y desconfiaba de los hombres vestidos con trajes y zapatos. De la elite de políticos que gobernaba México, dijo en una ocasión: «¡Solo son unos hijos de la chingada!». Por eso rehuía Ciudad de México, la política nacional y los intentos de sobornarlo con ofertas de altos puestos en la administración.
Personalmente incorruptible, seguía leal al cabo de una década de revolución a la causa de los campesinos, por lo que los pobres del sur de México lo idolatraban. Cuando le preguntaron a una anciana de un pueblecito aislado qué pensaba de él, respondió: «Nosotros, los pobres indios de las montañas, iríamos atados a la cola del caballo del jefe Zapata».
La piedra de toque de la política de Zapata y de la reforma agraria que emprendió era el Plan de Ayala de 1911; la sexta cláusula exigía la devolución de los campos, bosques y vías fluviales que los ricos habían arrebatado a los pueblos; la séptima, la expropiación de un tercio de los latifundios y que fueran distribuidos entre los campesinos sin tierra; y la octava, la nacionalización de todas las propiedades de los contrarrevolucionarios y que dos terceras partes de lo obtenido en su subasta sirviera para pagar pensiones de guerra e indemnizaciones a los pobres.
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El principal jefe guerrillero en el norte era el antiguo bandolero Pancho Villa. Un bandolero era alguien fuera de la ley que robaba a los ricos y contaba con el apoyo de la gente humilde de la que provenía. En periodos de crisis el bandolerismo podía crecer hasta convertirse en un movimiento campesino revolucionario, transformando una figura como Pancho Villa en un líder nacional.
Pero Villa era políticamente simple y un tanto oportunista. Aunque nunca rompió con los campesinos del norte de México, tampoco les proporcionó un liderazgo revolucionario claro y coherente.
En el sur fue Emiliano Zapata quien se convirtió en el principal jefe guerrillero. Siendo él mismo un pequeño granjero, estaba más firmemente enraizado en el pueblo que Villa, y su política era un reflejo más fiel de las aspiraciones de los campesinos pobres que deseaban tierra, agua y seguridad.
La resistencia de Villa, Zapata y otros jefes populares paralizó el aparato estatal en gran parte del México rural, dejando a sus fuerzas de policía y sus soldados aislados en las principales ciudades, mientras que el campo circundante quedaba en manos de los rebeldes.
La historia se repitió así a un nivel más alto. Madero fue asesinado el 22 de febrero de 1913 por uno de sus generales, Victoriano Huerta, pero otro político liberal, Venustiano Carranza, formó rápidamente un ejército «constitucionalista» para renovar la alianza con el campesinado y reanudar la lucha contra la dictadura.
Tras la Convención de Aguascalientes Pancho Villa y Emiliano Zapata entraron en Ciudad de México el 6 de diciembre de 1914 al frente de un ejército de 60,000 campesinos armados, mientras Carranza y sus seguidores se trasladaban a Veracruz; pero en lugar de tomar el poder estatal, Villa y Zapata se lo devolvieron a la burguesía liberal.
La encarnación por Zapata de la revolución social agraria de los pueblos mexicanos era demasiado completa. Odiaba a los ricos y a los liberales, tras su larga experiencia de mentiras y traiciones. El Plan de Ayala, que exudaba amargura, denunciaba a Madero por su intento de «acallar y ahogar en sangre con la fuerza bruta de las bayonetas a los pueblos que piden, solicitan o demandan de él el cumplimiento de las promesas de la revolución». Aun así, en diciembre de 1914, en su momento de mayor poder, Zapata entregó la autoridad estatal a los constitucionalistas de Carranza, los sucesores liberales de Madero, y prefirió retirarse a Morelos y actuar como guardián de la reforma agraria local.
Incapaz de imaginar, y menos aún de construir, un estado democrático de obreros y campesinos, Zapata permitió que el espacio que él y sus seguidores habían ocupado en la cúspide de la sociedad mexicana volviera a ser ocupado por los enemigos de clase del pueblo. Al cabo de poco tiempo, cuando se completaron los preparativos y se juzgó que había llegado el momento adecuado, esos enemigos iban a contraatacar para erradicar el peligroso ejemplo del zapatismo: revolución desde abajo por la gente humilde del campo.
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El propio Zapata había muerto ya; el 10 de abril de 1919 cayó en una trampa y al entrar en una hacienda los soldados escondidos en las azoteas abrieron fuego contra él; el coronel al mando fue ascendido a general y recibió un premio en metálico de 50.000 pesos en monedas de oro «por haber cumplido satisfactoriamente la difícil misión que le fue encomendada». El comandante militar del gobierno en Morelos proclamó: «Tras la desaparición de Zapata, el zapatismo ha muerto. Zapata era simplemente un bandido».
NEIL FAULKNER
De los neandertales a los neoliberales
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