Extraído de "Hildebrandt en sus trece"
Se ha dicho en repetidas ocasiones que el poeta arequipeño Alberto Hidalgo (1897-1967) hizo de la diatriba y del libelo un arte barroco de peruana estirpe. Este es el texto de su renuncia al Apra el año 1954. Hidalgo fue alguna vez agredido por "disciplinarios apristas" en una de sus visitas a Lima desde su autoexilio en Buenos Aires.
"El día 7 de julio último presenté mi renuncia a mi condición de miembro del Partido Aprista Peruano. La redacté en términos escuetos, pero creo que es mi deber hacer conocer al país las causas que la motivaron.
He militado en el aprismo desde el año 1930 en que, habiéndonos encontrado con Víctor R. Haya de la Torre, en Berlín, me invitó, dadas nuestras ideas y aspiraciones comunes -justicia social, antiimperialismo, defensa permanente de la libertad y la dignidad humanas, estimación de la llamada América Latina como una sola nación de veinte estados, revalidación del nacionalismo basado en la sangre, el destino y la cultura incaica, etc.- a incorporarme al movimiento iniciado por él con el nombre de APRA y el cual se aprestaba a dar su primera batalla electoral en los comicios de 1931, en los que el partido, por expresas indicaciones de Haya de la Torre, me proclamó su candidato a una de las diputaciones por Arequipa.
Alejado por segunda vez del Perú, a raíz de la derrota electoral que nos infligió el tristemente célebre comandante Luis Miguel Sánchez Cerro, continué, no obstante, dando todo mi apoyo a la agrupación con una lealtad y un desinterés ostensibles y sólo en 1947 regresé a la patria, mas no con fines políticos sino exclusivamente familiares. Pero mi arribo, también por orden de Haya de la Torre, fue aprovechado, debería decir usufructuado por el partido, el cual me tributó una recepción entusiasta, casi apoteósica, al menos en mi poco capitalizable condición de poeta, traducidos en los actos celebrados en mi honor y en la extensa y ditirámbica acogida que me brindó su prensa. Por aquellos días, el partido vivía horas aciagas. Pasaba contra él la acusación de haber organizado el asesinato del director de "La Prensa", señor Graña. Discretamente, traté de inquirir la verdad del asunto. Mas las averiguaciones que realicé entre los dirigentes que más confianza me merecían me hicieron pensar que el partido era víctima de una siniestra maniobra política. Se le adjudicaba -pensé- un crimen estúpido con el exclusivo propósito de destruir su notorio caudal mayoritario entre las clases media y popular. Quijotescamente, reafirmé en consecuencia mi adhesión a aquel y salí del país con ánimo de luchar con más decisión por su causa, que creía identificada con los intereses del Perú.
Más tarde sobrevino la revolución de Arequipa, encabezada por el general Odría. Desde su acenso al poder, el actual presidente de la República caracterizó su acción por dos hechos que necesariamente debían estimular mi fe en el partido de que formaba parte; la persecución despiadada a mis correligionarios y el desarrollo de una política contraria a mis principios. Con todo, debo admitir que a los pocos meses del régimen de Odría, las enormes resistencias provocadas por el APRA durante su paso por el gobierno al lado del inepto Bustamante y Rivero, unidas a la explotación que se hizo de la criminalidad que se le atribuía y al desbande de algunos de sus dirigentes y muchos de sus afiliados, determinaron una verdadera parálisis de la agrupación. El partido mermó sus fuerzas más o menos en un 90 por ciento, quedando reducido a los cuadros clandestinos directores, los exiliados y una mínima masa ciudadana. De esa atonía, de esa suerte de obliteración de los reflejos vitales, el APRA fue, sin embargo, levantándose, no por sus propias virtudes sino merced a un aliado insólito que la fortuna le deparó y con el que, oh ironía de las causas, jamás imaginó que podría contar: el régimen que había fincado su razón de ser precisamente en la necesidad de de destruirlo. Los errores de este, manifestados en el absurdo encarecimiento de las subsistencias y en la subordinación de las relaciones internacionales peruanas a las directivas de la Secretaría de Estado norteamericana, dieron lugar a que el pueblo, careciendo de otro partido en el cual pudiera colocar sus esperanzas, volviera los ojos en reincidencia a un movimiento que sólo se había probado a medias, era víctima de una confabulación para mancharlo de delincuencia y, si bien tenía malos elementos, se había proclamado antiyanqui y trataría de realizar una obra provechosa para sí mismo y para la patria.
Desgraciadamente, estas ilusiones no podían convertirse en realidad. En cuanto salió de su encierro en la embajada colombiana, Haya de la Torre empezó a formular declaraciones demostrativas de que era cierta una sospecha que se había ido formalizando en la conciencia de numerosos afiliados: la de que su propio jefe, de antiguo apóstol del antiimperialismo norteamericano, se había transformado en encubierto agente suyo. Para oponerse a este brusco cambio de frente, algunos organismos partidarios, empezando por el primero en jerarquía de todos ellos, el Comité Coordinador de los Desterrados Apristas, con sede en Santiago de Chile, así como, en forma personal, no pocos miembros de la agrupación, entre ellos yo mismo uno de los primeros, comunicamos a Haya de la Torre una total discrepancia con esa posición, por lo cual, ante el temor de que la disidencia pudiera convertirse en cisma, Haya de la Torre convocó a una reunión el 19 del pasado junio en la ciudad de Montevideo, aparentemente con el objeto de retomar contacto con los compañeros, pero en realidad con el único fin de ablandar al susodicho comité coordinador cuyos principales miembros, Manuel Seaone y Luis Barrios Llona, han profesado, paralelamente conmigo, una absoluta rigidez y una recia intransigencia para que sean mantenidos los principios básicos del partido. Invalidado dicho pretexto, la conferencia de Montevideo tenía que ser, según ha sido, un completo fracaso. Teniendo indicios seguros de que Haya de la Torre ha tomado posiciones ya definitivas y se ha comprometido con los yanquis en sus siniestros planes para estrangular la independencia de Latinoamérica, Seaone y Barrios hicieron a Haya el formidable desaire, a pesar de reiterados requerimientos telefónicos y telegráficos, de no acudir a la cita, y más tarde, el 6 de julio, coincidiendo conmigo, renunciaron a su condición de apristas.
Más he aquí llegado el momento de expresar el motivo principal de mi dimisión. En los primeros meses del año actual tuve la desgracia (¡cuánto hubiese dado por seguir ignorando la verdad!) de recibir confidencias, o más bien demostraciones de jactancia, de torpe jactancia, según las cuales sería verdad que los crímenes atribuidos al aprismo fueron en efecto cometidos con el asentimiento en unos casos, la complacencia en otros y por orden o inspiración del jefe de partido en unos más.
Llegó así a mis oídos que el asesinato del director de "La Prensa", señor Graña, no fue cometido por Pretell, a quien la justicia ha condenado como autor somático del mismo. Cuando se vio que ya era imposible soldar la amistad del gobierno de Bustamante y Rivero con el APRA, en la casa de Haya habría tenido lugar una reunión de íntimos en la que se habló sobre la conveniencia de eliminar al presidente, a lo cual el doctor Luis Alberto Sánchez habría retrucado diciendo que eso sería inadecuado, pues cerraría definitivamente el acceso del jefe de poder, ya que unánimente el país, recordando la forma en que se produjo la extirpación de Sánchez Cerro, culparía al APRA de este segundo homicidio presidencial. Lo más "político", según el jesuítico Sánchez, sería emprender un acto de intimidación baleando al director de "La Prensa", señor Graña, que venía combatiendo con énfasis a la agrupación; Bustamante y Rivero, asustado, metería violín en bolsa y se sometería a los dictados apristas, sin que, por otra parte, nadie pudiese inculpar al APRA, ya que no hubiera sido lógico suponer que un partido de tanta importancia como este hubiera tenido interés en eliminar a una figura de tan secundarias proyecciones en la política nacional como era el señor Graña. Este temperamento se habría impuesto finalmente y acto seguido se dio la gente a la tarea de señalar al hombre más apto para cometer el crimen. La elección habría recaído en un sujeto apellidado Chaney o Chane o algo por el estilo, quien allá por la fecha en que estas versiones llegaron a mis oídos se hallaba cumpliendo una condena por un delito totalmente ajeno al crimen de Graña, y quizás está en prisión ahora mismo. Así pues, el doctor Luis Alberto Sánchez habría sido el asesino intelectual de Graña y el tal Chane o Chaney su ejecutor material. Todo ello, además de ser horrendo en sí mismo, comporta otra abominable iniquidad: la de que Haya de la Torre, Sánchez y sus compinches, sólo por el afán de despistar a la justicia, estén permitiendo hasta hoy que un inocente como Pretell purgue una falta por él no cometida.
Esta práctica del homicidio como medio de acción política no habría sido nueva en el APRA sino antigua y sistemática: no habría sido fruto de una inmediata reacción -quizás no justificable, pero sí explicable- ante la impotencia para luchar contra factores adversos, sino el efecto de una concepción criminal de la política al servicio de individuos ansiosos de conquistar el poder, aunque fuese valiéndose del terror y de la muerte. Ya varios años antes, Haya de la Torre habría dado a sus secuaces la orden de liquidar a toda persona que se atravesase en el camino de sus ambiciones. Y así, cobardemente, habría sido ultimado el comandante Morales Bermúdez, en un acceso del más estúpido apresuramiento, pues hasta se había perdido un posible aliado valioso.
De cualquier modo es sintomático la circunstancia de que, desde ese día, el organizador de ese crimen, y no sé si también su ejecutor material, se convirtió en protegido y amigo íntimo de Haya de la Torre y luego, hasta el momento en que fuera detenido por su supuesta participación en el asesinato del director de "La Prensa", señor Graña, en diputado y uno de los más infalibles árbitros de las decisiones partidarias. Tal personaje sería Alfredo Tello, cuya intervención en el crimen Graña, por el cual se halla en la cárcel, parece no haber sido probada, como que se dice que fue ajeno a él.
Una conducta parecida habría observado Haya de la Torre en cuanto se refiere a Armando Blanco del Campo o Armando Villanueva del Campo, pues no sé cuál de los patronímicos es el auténtico. El propio Haya sostuvo en una ocasión que el primero es el válido, pues el progenitor de su amigo se lo habría cambiado para que no se hallase en tan abierta contradicción con su pigmento. Este individuo, de vivacidad no escasa aunque ignorante, intrigante y servil y de una audacia y peligrosidad poco comunes, ocupó en el partido una posición harto subalterna hasta el día en que se habría ofrecido para segar la vida del ciudadano Marcial Rossi Corsi, quien habría estado jugando vilmente al doble papel de aprista y agente confidencial de la policía para enterarse de las actividades revolucionarias del grupo. A causa de esta occisión de Rossi Corsi, que habría sido organizada y acaso ejecutada directamente por Villanueva del Campo, este habría ascendido rápidamente en las filas partidarias.
Tal proceder de Villanueva del Campo no sería un acto casual o de comisión momentánea, sino delator de una suerte de propensión delictuosa, según podrá inferirse de lo siguiente. Confieso lealmente que, enemigo del actual gobierno peruano, participé hace algún tiempo en cierta tentativa para derribarlo. En dicha oportunidad, un alto oficial de nuestro ejército nos ofreció su apoyo, bajo condiciones no del todo favorables a la aspiración personal de Haya de la Torre; Villanueva del Campo, entonces secretario general del Comité Coordinador, se mostró ante mí y otro compañero partidario de que se llevase adelante el pacto con el oficial aludido, al que, en cuanto la revolución triunfase, se le sacaría de en medio por la expeditiva vía de la occisión, atribuyéndola luego a los adversarios, si no se podía representar la comedia de que "había muerto gloriosamente en acción de armas". Fue en vista de tal antecedente y otro similar que, en una memorable asamblea de compañeros residentes en Buenos Aires, efectuada en mayo de este año, al mostrar yo públicamente a Villanueva del Campo su falta de honestidad política y sus travesuras personales, le dije clara y terminantemente, ante la estupefacción de los presentes, que él venía tratando desde hacía tiempo de "habituarse al asesinato". Todos los oyentes quedaron absortos y Villanueva del Campo se limitó a hundirse en su asiento, a resbalarse casi hasta el suelo, a pesar de su notorio cinismo, lívido como un muerto y sin atreverse a esbozar la más ligera refutación, porque sabía justamente de cuál pie cojeaba..."
(Continuará)
Ve a la parte 2 acá
ALBERTO HIDALGO
(1897-1967)
Más tarde sobrevino la revolución de Arequipa, encabezada por el general Odría. Desde su acenso al poder, el actual presidente de la República caracterizó su acción por dos hechos que necesariamente debían estimular mi fe en el partido de que formaba parte; la persecución despiadada a mis correligionarios y el desarrollo de una política contraria a mis principios. Con todo, debo admitir que a los pocos meses del régimen de Odría, las enormes resistencias provocadas por el APRA durante su paso por el gobierno al lado del inepto Bustamante y Rivero, unidas a la explotación que se hizo de la criminalidad que se le atribuía y al desbande de algunos de sus dirigentes y muchos de sus afiliados, determinaron una verdadera parálisis de la agrupación. El partido mermó sus fuerzas más o menos en un 90 por ciento, quedando reducido a los cuadros clandestinos directores, los exiliados y una mínima masa ciudadana. De esa atonía, de esa suerte de obliteración de los reflejos vitales, el APRA fue, sin embargo, levantándose, no por sus propias virtudes sino merced a un aliado insólito que la fortuna le deparó y con el que, oh ironía de las causas, jamás imaginó que podría contar: el régimen que había fincado su razón de ser precisamente en la necesidad de de destruirlo. Los errores de este, manifestados en el absurdo encarecimiento de las subsistencias y en la subordinación de las relaciones internacionales peruanas a las directivas de la Secretaría de Estado norteamericana, dieron lugar a que el pueblo, careciendo de otro partido en el cual pudiera colocar sus esperanzas, volviera los ojos en reincidencia a un movimiento que sólo se había probado a medias, era víctima de una confabulación para mancharlo de delincuencia y, si bien tenía malos elementos, se había proclamado antiyanqui y trataría de realizar una obra provechosa para sí mismo y para la patria.
Desgraciadamente, estas ilusiones no podían convertirse en realidad. En cuanto salió de su encierro en la embajada colombiana, Haya de la Torre empezó a formular declaraciones demostrativas de que era cierta una sospecha que se había ido formalizando en la conciencia de numerosos afiliados: la de que su propio jefe, de antiguo apóstol del antiimperialismo norteamericano, se había transformado en encubierto agente suyo. Para oponerse a este brusco cambio de frente, algunos organismos partidarios, empezando por el primero en jerarquía de todos ellos, el Comité Coordinador de los Desterrados Apristas, con sede en Santiago de Chile, así como, en forma personal, no pocos miembros de la agrupación, entre ellos yo mismo uno de los primeros, comunicamos a Haya de la Torre una total discrepancia con esa posición, por lo cual, ante el temor de que la disidencia pudiera convertirse en cisma, Haya de la Torre convocó a una reunión el 19 del pasado junio en la ciudad de Montevideo, aparentemente con el objeto de retomar contacto con los compañeros, pero en realidad con el único fin de ablandar al susodicho comité coordinador cuyos principales miembros, Manuel Seaone y Luis Barrios Llona, han profesado, paralelamente conmigo, una absoluta rigidez y una recia intransigencia para que sean mantenidos los principios básicos del partido. Invalidado dicho pretexto, la conferencia de Montevideo tenía que ser, según ha sido, un completo fracaso. Teniendo indicios seguros de que Haya de la Torre ha tomado posiciones ya definitivas y se ha comprometido con los yanquis en sus siniestros planes para estrangular la independencia de Latinoamérica, Seaone y Barrios hicieron a Haya el formidable desaire, a pesar de reiterados requerimientos telefónicos y telegráficos, de no acudir a la cita, y más tarde, el 6 de julio, coincidiendo conmigo, renunciaron a su condición de apristas.
Más he aquí llegado el momento de expresar el motivo principal de mi dimisión. En los primeros meses del año actual tuve la desgracia (¡cuánto hubiese dado por seguir ignorando la verdad!) de recibir confidencias, o más bien demostraciones de jactancia, de torpe jactancia, según las cuales sería verdad que los crímenes atribuidos al aprismo fueron en efecto cometidos con el asentimiento en unos casos, la complacencia en otros y por orden o inspiración del jefe de partido en unos más.
Llegó así a mis oídos que el asesinato del director de "La Prensa", señor Graña, no fue cometido por Pretell, a quien la justicia ha condenado como autor somático del mismo. Cuando se vio que ya era imposible soldar la amistad del gobierno de Bustamante y Rivero con el APRA, en la casa de Haya habría tenido lugar una reunión de íntimos en la que se habló sobre la conveniencia de eliminar al presidente, a lo cual el doctor Luis Alberto Sánchez habría retrucado diciendo que eso sería inadecuado, pues cerraría definitivamente el acceso del jefe de poder, ya que unánimente el país, recordando la forma en que se produjo la extirpación de Sánchez Cerro, culparía al APRA de este segundo homicidio presidencial. Lo más "político", según el jesuítico Sánchez, sería emprender un acto de intimidación baleando al director de "La Prensa", señor Graña, que venía combatiendo con énfasis a la agrupación; Bustamante y Rivero, asustado, metería violín en bolsa y se sometería a los dictados apristas, sin que, por otra parte, nadie pudiese inculpar al APRA, ya que no hubiera sido lógico suponer que un partido de tanta importancia como este hubiera tenido interés en eliminar a una figura de tan secundarias proyecciones en la política nacional como era el señor Graña. Este temperamento se habría impuesto finalmente y acto seguido se dio la gente a la tarea de señalar al hombre más apto para cometer el crimen. La elección habría recaído en un sujeto apellidado Chaney o Chane o algo por el estilo, quien allá por la fecha en que estas versiones llegaron a mis oídos se hallaba cumpliendo una condena por un delito totalmente ajeno al crimen de Graña, y quizás está en prisión ahora mismo. Así pues, el doctor Luis Alberto Sánchez habría sido el asesino intelectual de Graña y el tal Chane o Chaney su ejecutor material. Todo ello, además de ser horrendo en sí mismo, comporta otra abominable iniquidad: la de que Haya de la Torre, Sánchez y sus compinches, sólo por el afán de despistar a la justicia, estén permitiendo hasta hoy que un inocente como Pretell purgue una falta por él no cometida.
Esta práctica del homicidio como medio de acción política no habría sido nueva en el APRA sino antigua y sistemática: no habría sido fruto de una inmediata reacción -quizás no justificable, pero sí explicable- ante la impotencia para luchar contra factores adversos, sino el efecto de una concepción criminal de la política al servicio de individuos ansiosos de conquistar el poder, aunque fuese valiéndose del terror y de la muerte. Ya varios años antes, Haya de la Torre habría dado a sus secuaces la orden de liquidar a toda persona que se atravesase en el camino de sus ambiciones. Y así, cobardemente, habría sido ultimado el comandante Morales Bermúdez, en un acceso del más estúpido apresuramiento, pues hasta se había perdido un posible aliado valioso.
De cualquier modo es sintomático la circunstancia de que, desde ese día, el organizador de ese crimen, y no sé si también su ejecutor material, se convirtió en protegido y amigo íntimo de Haya de la Torre y luego, hasta el momento en que fuera detenido por su supuesta participación en el asesinato del director de "La Prensa", señor Graña, en diputado y uno de los más infalibles árbitros de las decisiones partidarias. Tal personaje sería Alfredo Tello, cuya intervención en el crimen Graña, por el cual se halla en la cárcel, parece no haber sido probada, como que se dice que fue ajeno a él.
Una conducta parecida habría observado Haya de la Torre en cuanto se refiere a Armando Blanco del Campo o Armando Villanueva del Campo, pues no sé cuál de los patronímicos es el auténtico. El propio Haya sostuvo en una ocasión que el primero es el válido, pues el progenitor de su amigo se lo habría cambiado para que no se hallase en tan abierta contradicción con su pigmento. Este individuo, de vivacidad no escasa aunque ignorante, intrigante y servil y de una audacia y peligrosidad poco comunes, ocupó en el partido una posición harto subalterna hasta el día en que se habría ofrecido para segar la vida del ciudadano Marcial Rossi Corsi, quien habría estado jugando vilmente al doble papel de aprista y agente confidencial de la policía para enterarse de las actividades revolucionarias del grupo. A causa de esta occisión de Rossi Corsi, que habría sido organizada y acaso ejecutada directamente por Villanueva del Campo, este habría ascendido rápidamente en las filas partidarias.
Tal proceder de Villanueva del Campo no sería un acto casual o de comisión momentánea, sino delator de una suerte de propensión delictuosa, según podrá inferirse de lo siguiente. Confieso lealmente que, enemigo del actual gobierno peruano, participé hace algún tiempo en cierta tentativa para derribarlo. En dicha oportunidad, un alto oficial de nuestro ejército nos ofreció su apoyo, bajo condiciones no del todo favorables a la aspiración personal de Haya de la Torre; Villanueva del Campo, entonces secretario general del Comité Coordinador, se mostró ante mí y otro compañero partidario de que se llevase adelante el pacto con el oficial aludido, al que, en cuanto la revolución triunfase, se le sacaría de en medio por la expeditiva vía de la occisión, atribuyéndola luego a los adversarios, si no se podía representar la comedia de que "había muerto gloriosamente en acción de armas". Fue en vista de tal antecedente y otro similar que, en una memorable asamblea de compañeros residentes en Buenos Aires, efectuada en mayo de este año, al mostrar yo públicamente a Villanueva del Campo su falta de honestidad política y sus travesuras personales, le dije clara y terminantemente, ante la estupefacción de los presentes, que él venía tratando desde hacía tiempo de "habituarse al asesinato". Todos los oyentes quedaron absortos y Villanueva del Campo se limitó a hundirse en su asiento, a resbalarse casi hasta el suelo, a pesar de su notorio cinismo, lívido como un muerto y sin atreverse a esbozar la más ligera refutación, porque sabía justamente de cuál pie cojeaba..."
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ALBERTO HIDALGO
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