España no existía aún ni como nación ni como identidad nacional en el siglo XVI y los pueblos de la península ibérica (tierra de los hebreos) solo se habían conglomerado forzadamente bajo la hegemonía guerrera castellana y aragonesa, cuando conquistó América. Construyó su identidad nacional a lo largo de un período muy largo de conflictos, intrigas, guerras, persecuciones, despojos, conversiones y reconversiones religiosas. Se sucedieron las utopías – proyectos de los reyes católicos para unificar el país y el proyecto – utopía de Carlos V de integrarla a un imperio cristiano universal. Nada de eso fue logrado completamente. Todo se hizo al costo de sepultar en el subconsciente colectivo sus componentes árabes, judíos y africanos. Para ser una personalidad cultural, España negaba su origen árabe, el aporte judío y la presencia mudéjar; y los americanos heredamos los genes culturales y psicológicos de esa autonegación y discriminación incorporándolos a nuestra manera de ser nacional.
Aun así, apenas terminado el despojo de musulmanes de origen árabe y bereber (llamaban así al origen “bárbaro” no identificado), judíos, comunidades libres y disidentes, acalladas las protestas en nombre de la unificación cristiana, los peninsulares tuvieron que aceptar, luego de ser aplastadas en sangre sus protestas, a otro grupo dominante: la Casa de Austria. Su economía quedó subordinada a Flandes, su política a Viena y su religión a Roma. No fuimos explotados por un imperio sino por la provincia de un imperio.
La potencia dominante no fue España sino la Austria de los Habsburgo y los aprovechadores finales fueron sus banqueros. Otra ironía de la historia: en gran parte judíos. Los feroces saqueadores que vinieron a estas tierras no fueron españoles sino castellanos y extremeños pobres, africanos traídos a la fuerza, moriscos, todos excluidos en su país de origen que pronto tuvieron que ceder el paso a burocracias subordinadas a Valladolid y Viena. Apenas ellos pusieron el pie en América, sus señores hicieron a un lado en el uso del botín americano a sus aliados aragoneses y catalanes, comerciantes y cultos.
No somos, en consecuencia, hijos de España sino de un problema que los pueblos de la península ibérica lograron resolver solo en parte por medio de la violencia, la represión y la autorepresión, cientos de años después del saqueo de América; este problema se mantuvo latente en el paso de los Austrias a los Borbones, la invasión napoleónica, las cortes de Cádiz y la guerra civil entre republicanos y falangistas. Somos hijos de un problema cultural, étnico e histórico, no de una identidad.
Los tres siglos de Virreinato reflejaron las tensiones entre las tribus dominantes de la pequeña Europa en medio de los cuales la Casa de Austria debía mantener sus áreas de influencia. Allí no hubo guerras entre países sino entre clanes cuyos jefes justificaban sus intereses detrás de coartadas religiosas. La gloria guerrera y palaciega fue la cobertura de la traición y el crimen.
Pero aquellos conflictos no se trasladaron aquí en forma de otros conflictos similares; sino como una cultura encarcelada y reprimida respecto de los competidores comerciales ingleses y de los enemigos religiosos protestantes, masones y librepensadores. Se creó así una cultura de hipocresía y media voz que persiste hasta hoy en nuestros países.
CADA IDENTIDAD EUROPEA FUE LA PROYECCIÓN DE UN CLAN porque cada Estado en formación era propiedad de una familia. La pregunta es: si esto era así ¿qué hizo considerar bárbaros a los africanos y americanos que practicaban las mismas costumbres aunque en dimensión menor a los europeos? Hay dos respuestas. En primer lugar está el discurso de los vencedores que siempre oculta o distorsiona el de los vencidos. En segundo lugar, el poder del lenguaje escrito y del arte que ayudaron a llenar de solemnidad las peores historias de sangre santificándolas e inyectándoles gloria. Si bien las vidas de Enrique VIII, Alejandro VI, Juana la Loca y otros pErsonajes fueeron tragedias humanas, Shakespeare, Velásquez y otros artistas los rodearon de colores, formas y poesía. Lo mismo había hecho antes Virgilio con los césares. ¿Por qué existieron estos artistas en Europa y no en otras partes del mundo? En Europa fue un arte de representación financiado por los grupos dominantes para su solaz pero también para su afirmación ante el resto de la sociedad. ¿Cómo imaginarse a Velásquez sin la corte de Carlos V, a Miguel Ángel sin los Medici? La combinación de una necesidad de legitimación, ciertos avances técnicos como el óleo y el fresco y el financiamiento de reyes y banqueros produjeron el Renacimiento, tanto como el mercado burgués produjo el arte del siglo XX. Estos factores no existían en otras partes del mundo, existían otros que dieron lugar a otras expresiones artísticas que no se universalizaron como la cultura europea porque no hubo barcos asiáticos dando vueltas por el mundo.
LA UNIDAD HISPANA NO EXISTIÓ, FUE LA DOMINACIÓN DE LOS CASTELLANOS SOBRE LOS PUEBLOS DE LA PENÍNSULA IBÉRICA. El milagro de unidad hispana al que alude Víctor Andrés Belaunde en su ya citada «Peruanidad», no existió porque tenía que excluir a los árabes, los judíos, los bereberes a causa del factor religioso; y porque debía rivalizar con los otros clanes y las otras tribus europeas. Y mantener reprimidas a sus propias nacionalidades vascas, gallegas, catalanas, andaluzas. No hubo unidad sino exclusión.
HÉCTOR BÉJAR
Historia del Perú para descontentos
2020
No hay comentarios.:
Publicar un comentario