Minaretes, palmeras, montañas, selva… Un río indolente en el que saltan peces malignos, amplios parques llenos de maleza donde chicos se tumban en la yerba, juegan crípticos juegos. Ni una sola puerta cerrada en toda la Ciudad. Cualquiera puede entrar en tu habitación en cualquier momento. El Jefe de Policía es un chino que se escarba los dientes y oye las denuncias presentadas por algún lunático. De vez en cuando, el chino se saca el palillo de la boca y observa la punta. Progres de suaves rostros bronceados recostados en los marcos de las puertas hacen girar sus llaveros, una cabeza reducida colgada de una cadena de oro, rostros inexpresivos, con la calma ciega de un insecto.
Detrás de ellos, a través de puertas abiertas, mesas y reservados y barras, y cocinas y baños, largas hileras de camas metálicas con parejas copulando, retículas de un millar de hamacas, yonquis poniéndose el torniquete para un chute, fumadores de opio, fumadores de hashish, gente comiendo hablando bañándose en medio de una nube de humo y vapor.
Mesas de juego donde se hacen apuestas increíbles. De vez en cuando, un jugador se levanta con un grito de desesperación: un viejo le ha ganado su juventud o se ha convertido en latah de su adversario. Pero hay apuestas más altas que la juventud o el latah, juegos en los que sólo dos jugadores en todo el mundo saben cuál es la apuesta.
Las casas de la Ciudad están todas juntas. Casas de tierra —mongoles de las montañas, entornados los ojos por el humo, en el umbral—, casas de bambú y de teca, casas de adobe, de piedra, de ladrillo rojo, casas del Pacífico Sur, casas de maoríes, casas en árboles y en gabarras de río, casas de madera de treinta metros de largo que acogen tribus enteras, chabolas de cartón y chapa de bidones vacíos donde unos viejos sentados entre andrajos cuecen su aguardiente casero, grandes vigas de hierro oxidado se elevan a más de cincuenta metros por encima de ciénagas y basureros con peligrosos tabiques levantados sobre plataformas de varios niveles y hamacas que se columpian en el vacío.
Expediciones con propósitos desconocidos parten hacia lugares desconocidos. Llegan extranjeros sobre balsas de cajas de cartón atadas con cuerdas podridas, surgen tambaleantes de la selva con ojos hinchados, cerrados por picaduras de insectos, bajan por los senderos de las montañas con los pies destrozados, sangrantes, por los ventosos arrabales polvorientos de la ciudad, donde la gente defeca en fila junto a paredes de adobe y buitres pelean por unas cabezas de pescado. Se dejan caer sobre parques en paracaídas remendados… Un policía borracho los acompaña a registrarse en un amplio urinario público. Los papeles con los datos se ponen en unos clavos para que sirvan de papel higiénico.
Olores de cocinas de todos los países del mundo flotan sobre la Ciudad, una bruma de opio, hashish, el humo rojo, resinoso de la ayahuasca, olor a jungla y agua salada y a río putrefacto y excremento seco y sudor y órganos genitales.
Flautas de alta montaña, jazz y bebop, instrumentos mongoles de una sola cuerda, xilófonos gitanos, tambores africanos, gaitas arábigas…
Epidemias de violencia visitan la ciudad, y en las calles, buitres se comen los muertos abandonados. Albinos que parpadean bajo el sol. Chicos masturbándose lánguidamente sentados en árboles. Individuos devorados por enfermedades desconocidas observan a los transeúntes con ojos malignos de entendidos.
En el Mercado de la Ciudad está el Café de Reunión. Practicantes de oficios inimaginables ya desaparecidos garabatean en etrusco, adictos a drogas todavía no sintetizadas, traficantes de harmalina rebajada, droga reducida a puro hábito que ofrece una precaria serenidad vegetal, líquidos para inducir el latah; titónicos sueros de la vida eterna, estraperlistas de la Tercera Guerra Mundial, escisores de sensibilidad telepática, osteópatas del espíritu, investigadores de infracciones denunciadas por suaves ajedrecistas paranoicos, repartidores de autos de procesamiento fragmentarios y escritos en taquigrafía hebefrénica acusando de inconcebibles mutilaciones del espíritu, burócratas de oficinas espectrales, agentes de estados policía sin constituir, una tortillera enana que ha perfeccionado la operación bang-utot, erección pulmonar que asfixia al enemigo mientras duerme, vendedores de orgones envasados y máquinas de relajar, corredores de sueños y recuerdos exquisitos probados en las células sensibilizadas de la carencia de droga y permutadas por voluntad en bruto, médicos experimentados en el tratamiento de enfermedades latentes en el polvo negro de ciudades en ruinas, acumulando virulencia en la sangre blanca de gusanos sin ojos que avanzan lentamente hacia la superficie y su vehículo humano, enfermedades de las profundidades del océano y de la estratosfera, enfermedades de los laboratorios y la guerra atómica… Un lugar donde el pasado desconocido y el futuro que se anuncia confluyen en una vibración silenciosa… Entidades larvarias en espera de un Ser Vivo…
WILLIAM BURROUGHS
El almuerzo desnudo
(1959)
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