Puesto que el concepto de «arte» se ha proyectado como categoría retrospectivamente sobre los iconos religiosos de la Edad Media, no es de extrañar que aquellos que se oponen al mismo se sitúen dentro de un «movimiento utopista» que, a su vez, pretende remontar su origen a las herejías medievales. A posteriori, es muy fácil reconocer una tradición ininterrumpida que emanaría de la secta del Espíritu Libre y que se diseminaría a través de los escritos de Winstanley, Coppe, Sade, Fourier, Lautremont, William Morris, Alfred Jarry hasta el Futurismo y Dadá; y después, por medio del Surrealismo, hasta el Letrismo y los diversos movimientos situacionistas, Fluxus, el Mail-art, el Punk, el Neoísmo y las diferentes modas anarquistas contemporáneas. Al adoptar esta hipótesis —sin preocuparnos sobre si tal perspectiva es «históricamente correcta»— convertimos dichos fragmentos en una historia dotada de sentido. Sea o no factualmente válida nuestra ficción, ésta nos ayuda igualmente a entender fenómenos totalmente dispares.
Mientras que las versiones medievales de este movimiento utopista se han interpretado tradicionalmente como expresión de un sentimiento religioso, cuando nos trasladamos al siglo XX, éste pasa a ser considerado como de naturaleza primordialmente artística. Tal categorización refleja el carácter reduccionista de las estrategias académicas, ya que la tradición utópica siempre ha buscado la integración de todas las actividades humanas. Los herejes de la Edad Media pretendían abolir el papel de la Iglesia e implantar el cielo en la tierra, en tanto que sus equivalentes del siglo XX han buscado acabar con la separación social enfrentándose simultáneamente a la política y a la cultura.
El giro discursivo que se produjo en esta tradición con el Futurismo fue consecuencia del desarrollo de la tecnología moderna y de los sistemas de transporte de masas. Con el fin de satisfacer las demandas ideológicas de sus amos, los historiadores han tratado tradicionalmente el Futurismo como un movimiento artístico más de los que tuvieron lugar con el cambio de siglo. Pero éste iba más allá de la pintura, la poesía y de la música, lanzándose a producir ropa y arquitectura «futuristas» y, lo que es tal vez más importante, a proyectar una política «futurista» sin solución de continuidad con el resto de las actividades «futuristas» dentro de un redescubierto concepto de «totalidad». («Vivimos ya en lo absoluto, porque hemos creado una velocidad eterna y omnipresente», Primer Manifiesto Futurista) Tachar la política futurista de fascista, tal como comúnmente se hace, es incorrecto. En sus inicios, el Futurismo estaba influido principalmente por los escritos de Proudhon, Bakunin, Nietzsche y, sobre todo, de George Sorel. («¡Que vengan los alegres incendiarios de dedos quemados! ¡Aquí están! ¡Aquí están! [...] ¡Venga! ¡Prended fuego a las estanterías de las bibliotecas! ¡Desviad los canales para inundar los museos! [...] ¡Oh, qué alegría ver los viejos y gloriosos lienzos arrastrados por esas aguas, descoloridos y hechos jirones! ¡Tomad vuestras piquetas, hachas y martillos y demoled, demoled sin piedad las venerables ciudades!»; Primer Manifiesto Futurista.)
En su momento álgido, Dadá daría a los utopistas una teoría y una práctica más coherentes que el Futurismo. Dadá se inició en Zúrich, pero se desarrollaría en Berlín. En el manifiesto ¿Qué es el Dadaísmo y qué hace en Alemania?, Richard Huelsenbeck exigía la «introducción del desempleo progresivo a través de la mecanización total de todos los campos de actividad» y el establecimiento de «un consejo asesor dadaísta para la remodelación de la vida en todas las ciudades de más de 50.000 habitantes». En su texto, incluido En "Avant Dada: una historia del Dadaísmo" (1920), Huelsenbeck dejaba clara la relación de su «versión» del utopismo con el «arte» al afirmar que «El dadaísta considera necesario alzarse contra el arte porque se ha puesto en evidencia su carácter fraudulento en tanto válvula de seguridad moral». Continuaba diciendo: «Dadá es el bolchevismo alemán. El burgués debe ser privado de la oportunidad de comprar el arte para su legitimación. El arte debería tirarse a la basura y Dadá luchará por ello con toda la vehemencia que le permite su limitada naturaleza».
En un texto posterior, "Dadá vive" (1936), Huelsenbeck nos da pistas de por qué los historiadores han considerado a Dadá como un mero movimiento artístico. Nos dice: «En París, Tzara eliminó del Dadaísmo su ingrediente creativo e intentó competir con otros movimientos artísticos [...] Dadá es eterno, es un pathos revolucionario enfrentado al racionalismo del arte burgués. En sí mismo no es un movimiento artístico. Citando al canciller alemán, el elemento revolucionario de Dadá fue siempre más importante que el constructivo. Tzara no inventó el Dadaísmo, ni siquiera lo llegó a entender realmente. Bajo su influencia, Dadá se convirtió en París en algo de uso privado para unos pocos hasta convertirse sus acciones en algo casi snob».
El Dadá parisino acabó denominándose Surrealismo. Bajo este título se convirtió en la expresión más degenerada de la tradición utopista en los años inmediatamente anteriores a la guerra. Mientras que el Dadá berlinés rechazaba tanto el arte como el trabajo (temas posteriormente recogidos por la Internacional Situacionista), los surrealistas abrazaron la pintura, el ocultismo, el freudianismo y muchos otros tipos de mistificación burguesa. De hecho, si el Surrealismo se considerara como un movimiento por derecho propio, en vez de una degeneración de Dadá, debería ponerse en tela de juicio cualquier tipo de relación entre él y la tradición utopista que aquí estudiamos.
Los rasgos esenciales del utopismo del siglo XX toman su forma de estos movimientos de la época de pre-guerra. Los partisanos de esta tradición no sólo pretendían la fusión del arte y la vida, sino la integración de todas las actividades humanas. Criticaban la segregación social y proponían la totalidad. A partir de los años 20 en adelante, los utopistas tomaron conciencia de pertenecer a una tradición que se remontaba a Dadá y al Futurismo, y fueron conscientes de que en siglos anteriores «creencias» similares se habían manifestado bajo la forma de herejías religiosas. El elemento de autogestión (samizdat) presente en esta tradición le permite permanecer —al menos parcialmente— autónoma de las instituciones culturales y comerciales de la sociedad reinante. Por esta razón, el Neo-Dadá neoyorkino y el nouveaux realisme que se organizó en torno a la crítica y al mundo de las galerías no puede considerarse como parte de esta tradición, a pesar de que los «historiadores» del arte a menudo los tratan como derivaciones históricas de Dadá. Ni siquiera el Grupo Zero, que empleó la autogestión y la organización de sus propias exposiciones, puede considerarse como utopista en tanto que sus actividades se limitan a lo artístico.
Durante el siglo XX, aquellos que se han adherido a los principios de la utopía han trabajado a caballo entre el «arte», la «política», la «arquitectura», el «urbanismo» y el resto de especialidades que surgen de la separación disciplinar. Los utopistas buscan «crear» un mundo «nuevo» donde tales especializaciones no existan.
Doy por asumido a lo largo del texto que el lector entiende que, aunque los movimientos aquí descritos se posicionan en contra del capitalismo consumista, emergen de sociedades basadas en dicha organización y que, por ello, no escapan enteramente a la lógica del mercado. Esto es particularmente evidente en la obsesión que muchos de ellos manifiestan por el concepto de innovación, reflejo perfecto de la «lógica del desecho» inherente a una sociedad basada en una obsolescencia planificada. Sin embargo, los movimientos de que me ocupo no siempre fracasan en su intento de romper con la ideología de la sociedad dominante, y aunque a menudo se ocupan de los mismos temas que la cultura seria, lo hacen desde una perspectiva diferente.
Asalto a la cultura. Movimientos utópicos desde el letrismo a la class war.
STEWART HOME
2002
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