EL PERU. PUEBLO DE INDIOS
Un periodista yanqui ha afirmado, ante el escándalo de muchos, que el Perú es un pueblo de indios y que esa consideración ha influido en el ánimo del presidente Coolidge para negarle justicia en su controversia con Chile.
Y ha dicho bien el periodista yanqui. El Perú es un pueblo de indios. El Perú es el Inkario. Cuatrocientos años después de la conquista española. Dos tercios de su población pertenecen a las razas regnícolas: siguen hablando los idiomas vernaculares.
Para esos cuatro millones de peruanos, sigue siendo el Hombre Blanco un usurpador, un opresor, un ente extraño y extravagante.
El Hombre Blanco, en buena cuenta, no ha sustituido al indígena sino a una clase social inkaica. A los que mandaban, a los que dominaban. El Monarca Español heredó al Monarca Indio, le sucedió en el derecho de gobernar y en el de la propiedad de las tierras "del Inka”. La Iglesia se apoderó de las tierras "del sol". De muchas tierras públicas y privadas salió el repartimiento. Al curaca reemplazó el encomendero, el terranetiente, el gamonal. El Hombre Blanco sustituyó, pues, a los inkas, es decir, a la nobleza del imperio.
El pueblo siguió siendo netamente americano.
El Hombre Blanco construyó la Ciudad a la española, unas veces sobre las ruinas de la urbe inkaica, como el Cuzco, otras veces no: la ciudad salió de la nada, aunque la "mano de obra" fuera siempre india.
Lima, Arequipa, Trujillo, Piura, fueron surgiendo por mandato del español dominador, pero por esfuerzo del regnícola.
Mas, el Perú esencial, el Perú invariable no fue.
No pudo ser nunca sino indio. De un cabo a otro del territorio, erizado está el mapa de toponimias keswas, aymaras, mochicas, pukinas. Ciudades, aldeas, ventorros, haciendas, heredades, simples parcelas, montañas, ríos, valles, lagunas, todo está bautizado por la Raza.
En vano el esfuerzo de llamar Grau a Cotabambas o Espinar a los distritos altos de Kanas o Melgar a Ayaviri. En vano suavizar la ruda fonética de los ásperos apellidos o, absurdo descastamiento. traducirlos algunas veces al español. Los Kispes y los Waman, los Kondori y los Changanaki, los Ch’ekas y los Chok'ewanka están denunciando la verdad inmarcesible: el Perú es indio y lo será mientras haya cuatro millones de hombres que así lo sientan, y mientras haya una brizna de ambiente andino, saturado de las leyendas de cien siglos...
¡El Perú es indio!
Precisan cuántos siglos para darse cuenta de este hecho primordial. Ha sido necesaria una evolución profunda en el pensamiento para que haya quien se atreva a proclamarlo así. Que esta verdad como un rayo andino fuera capaz de rasgar la áspera atmósfera de engaño en que vivíamos.
Todos contribuyeron al galeotismo de apellidar al Perú pueblo moderno, pueblo blanco, pueblo europeo.
Inclusive los indios que lograban redimirse de su inferioridad social, negando su origen, aunque el rostro los desmintiera. Se tenía vergüenza de ser indio, como se tiene vergüenza de ser esclavo.
Era legítimo el anhelo del agricultor o del pastor indígena: que sus hijos adquirieran la posibilidad de no ser esclavos. Había que enriquecerlos, había que educarlos a la española, había que vestirlos como caballeros. Gutiérrez, Rodríguez o Meléndez apellidaría el hijo de Juan Waman y Petrona Kispe. Sería doctor y viviría en la ciudad, dueño de una casa y de una hacienda. Llegaría a diputado, a ministro, a vocal. Maldito si se acordara más de Juan Waman y Petrona Kispe. Si algunas veces los infelices intentaran llamarle “su hijo", qué ofensa para "el doctor"...
He aquí la tremenda tragedia silenciosa de que ha sido teatro el Perú durante cuatrocientos años, solo por negar esta verdad cardinal: que el Perú es un pueblo de indios.
Pero, aclamada la gran verdad, dignificado El Indio. señor de la tierra, creación del Ande, granítico símbolo de una cultura inmortal, los Kispe y los Waman tendrán a orgullo firmar así, ya no será un baldón para el doctor Crisanto Condori que sus viejos padres —que por él se sacrificaron— le sigan amando como a retoño de la raza, con el mismo candor que cuando Crisantucha pastaba las ovejita en el cerro del ayllu.
Hay que medir y sopesar la trascendencia de este descubrimiento sensacional, de esta invención feliz de que el Perú es un pueblo de indios. Significa este hecho la rehabilitación de la mayoría de los pobladores del país. Significa su emancipación verdadera de la esclavitud en que yace. Significa —sobre todo y ante todo — que ha nacido la conciencia nacional, que ya el Perú no es un pueblo caótico y sin rumbo.
Sabiéndose el Perú un pueblo de indios, está trazada la ruta que debe seguir. La gran luz que proyecta su propia verdad no ha de menester de extrañas y débiles linternas.
COSTA Y SIERRA
En una sociología freudiana, estas dos regiones del Perú representarían dos sexos. Feminidad la costa, masculinismo la sierra. Ya en el tiempo precolombino se habían marcado los contrastes: gentes amigas de la holganza, de la vida muelle, de los placeres viciosos, eran las del litoral, en tanto que las andinas se distinguían por la rudeza de sus costumbres, su frugalidad y su espíritu bélico. Bien lo hacía notar el fraile Las Casas, en su apologética historia.
En el periodo de la conquista, las hazañas de los bravos aventureros se realizaban entre los riscos y los peñascales de las tierras altas; del Cuzco salían todas las expediciones, ya al Tucumán. ya a los desiertos de Atacama.
Existieron dos coloniajes: el coloniaje de Lima, pleno de sibaritismos y refinamientos, con un acentuado perfume versallesco —la Perricholi su símbolo— y el coloniaje del Cuzco, austero hasta la adustez, varonil y laborioso. La colonia costera tiene su tradicionista y la crónica cortesana de Ricardo Palma. La colonia serrana no está historiada.
El peninsular absorbió el barroquismo chimú-naska: tras de las montañas fue americanizado virilmente el hijo de Castilla. En las sierras, lo indio se impone: a las orillas del mar, lo español.
Este "eterno femenino" de Lima tiene sus mejores páginas en la historia republicana, desde los albores de la vida libre.
San Martín se adormeció en sus brazos con laxitud capuana, en tanto que Bolívar se vigorizaba en los fríos climas de los campos serraniegos. En el Cuzco, el Libertador se postró ante el solio de los Inkas: en Lima, el Libertador era servido de rodillas. Lima fue dos veces violada por el invasor extranjero, y su feminidad se exacerbó siempre en su diplomacia versátil; ningún vencedor osó acercarse al Cuzco, y su masculinidad se dejó sentir en la enhiesta actitud bélica que le hizo —todo tiempo— temible.
Lima y la costa representan el aduar convertido en urbe, frente a la soledad parámica de sus arenales.
El Cuzco y la sierra son la naturaleza, el ruralismo, lo perenne, lo indesarraigable. Nada extraño que Lima sea extranjerista —¡hispanófila!— imitadora de los exotismos, europeizada, y el Cuzco, vernáculo, nacionalista, castizo, con un rancio orgullo de legitima prosapia americana.
Lima se regocija cuando el huésped hiperboliza su feminidad: "No hay mujer más bella en el mundo que la limeña". Al Cuzco le es grato el reconocimiento de su virilidad y de su altivez. Lima tiene la nostalgia de sus virreyes donjuanescos, y el Cuzco la de sus austeros reyes, los Hijos del Sol. Qué extraño que en Lima se pronuncie a cada instante el ditirambo a la Madre España, con tierna emoción filial —servil—, y en el Cuzco no haya amenguado la hispanofobia de cuatro siglos, viéndose en cada peninsular al verdugo de la raza.
Teatro de la historia incaica es la sierra. En cada vallecito. en cada repliegue andino, en las planicies cordilleranas, allí se desenvuelve el proceso histórico del Perú.
La sierra es la nacionalidad.
El Perú vive fuera de sí, extraño a su ser íntimo y verdadero, porque la sierra está supeditada por la costa, uncida a Lima. Sólo de este modo se explica que haya República Unitaria Central, que predomine lo que no es autóctono, que gobierne y dicte las leyes una minoría extravagante sin ningún vínculo ni afinidad con el Pueblo del Perú, con la raza que creó la cultura por el esfuerzo milenario.
La monstruosa planta urbana crecerá en el litoral: extenderá sus tentáculos hasta el mar. Otra vez quien sabe Chan Chan y Cajamarquilla reunirán en su seno millones de ciudadanos. Y la civilización producirá sus frutos podridos, y su flor de decadencia lucirá con los más lindos colores y el perverso aroma exquisito embriagará.
Pero un día bajarán los hombres andinos como huestes tamerlánicas Los bárbaros —para este Bajo Imperio— están al otro lado de la cordillera. Ellos practicarán la necesaria avulsión.
"Tempestad en los Andes"
1927
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