De todas las grandes dotes espirituales de Nietzsche, ninguna está ligada de modo tan profundo e inflexible con el conjunto intelectual de su organismo como su genio religioso. ¡Otra época cualquiera, otro período cultural, seguro que no habrían permitido que ese hijo de párroco se convirtiera en pensador! Sin embargo, bajo las influencias de nuestro tiempo, su espíritu religioso adoptó la dirección del conocimiento y satisfizo aquello que instintivamente anhelaba con más apremio -como la expresión más natural de su salud- solo de forma patológica: esto es, lo logró únicamente por medio de un replegarse hacia sí mismo en vez de acudir a un poder vital incomprensible y existente en el exterior. Así, alcanzó precisamente lo contrario de aquello a lo que aspiraba: no una unidad superior de su ser, sino su más íntima división; no la fusión de todas las emociones e instintos en un individuo unitario, sino su partición en un "dividuo". Alcanzó desde luego, una salud, pero con los medios de la ilusión; una afirmación de sí mismo y una elevación de sí mismo reales, pero por medio de un constante herirse a sí mismo.
Por eso residen en el poderoso instinto religioso -fuente de la que en Nietzsche nace todo el conocimiento-, insolubles, amarrados en un nudo, el propio sacrificio y la propia apoteosis, la crueldad de la propia destrucción y la plenitud de la propia deificación, lacerante padecimiento y victoriosa curación, ardiente embriaguez y gélida lucidez. Aquí sentimos la estrecha ligazón de los opuestos que perpetuamente se determinan; sentimos la exuberante y voluntaria caída de las fuerzas excitadas y tensadas al máximo en el caos, lo oscuro y lo espantoso; y después, surgir de todo ello un impulso hacia lo luminoso y sensible, el impulso de una voluntad que "se libera de la opresión de la plenitud y de la sobreabundancia, del sufrimiento de los opuestos que se hallan en su interior"... un caos que quisiera engendrar un dios, que debe engendrarlo.
"En el hombre se reúnen criatura y creador; en el hombre hay materia, fragmento, exuberancia, barro, desechos, estupidez, caos: pero en el hombre se halla también el creador, el escultor, la dureza del martillo, la divinidad contempladora y el séptimo día..." (Más allá del bien y del mal - Af. 225). Y aquí se muestra que el sufrimiento constante y la constante deificación de sí mismo se determinan recíprocamente, puesto que cada uno de ellos engendra una y otra vez a su contrario. Así lo interpretó Nietzsche en la historia del rey Vicvamitra, "quien, después de mil años de martirizarse a sí mismo, adquirió tal sentimiento de poder y tal confianza en su propia persona que se propuso construir un nuevo Cielo: (...). Todo aquel que alguna vez construyó un "nuevo Cielo", antes halló la fuerza necesaria para ello en su propio infierno..." (La genealogía de la moral III, Af. 10). Otro pasaje donde evoca otra vez la leyenda se halla en Aurora (Af. 113), y sucede directamente a la descripción de aquellos sufridores sedientos de poder que, como el objeto más digno de su ansia violentadora, se eligieron a sí mismos: "El triunfo del asceta sobre sí mismo, su mirada dirigida hacia el interior, que ve al hombre dividido en sufridor y espectador, y que a partir de ahí solo mira hacia el mundo exterior para recoger la leña con que alimentar la propia pira; esta es la última tragedia del instinto de distinción en el que no queda ya más que una persona que se carboniza a sí misma." Este apartado, que contiene la descripción de todos los ascetas que ha habido hasta la fecha y sus motivos, termina con una observación: "¿De verdad el movimiento circular hacia la distinción habrá llegado realmente a su fin y se ha cerrado con el asceta? ¿No podría ese círculo ser recorrido por segunda vez desde el principio manteniendo el férreo ánimo fundamental del asceta y a la vez el del dios compasivo?"
En Humano, demasiado humano (I, Af. 137), Nietzsche dice al respecto: "Existe una obstinación en contra de sí mismo a cuyas manifestaciones más sublimes pertenecen algunas formas de la ascética. Ciertos hombres tienen, desde luego, una necesidad tan grande de ejercitar su violencia y ansia de dominio que (...) finalmente acaban por tiranizar ciertas partes de su propio ser (,..). Esta destrucción de su ser, esta burla hacia su propia naturaleza, este sperne se sperni [desprecio a ser despreciado] del que tanto uso han hecho las religiones es propiamente un grado muy elevado de la vanidad. (...) El hombre siente un verdadero placer en violentarse a sí mismo mediante aspiraciones desmesuradas y en deificar después en su alma a este algo exigente y tiránico." Y en el aforismo 138: "En definitiva, lo que al hombre le importa es la descarga de su emoción; entonces, a fin de aliviar su tensión, junta todas las lanzas del enemigo y las hunde en su pecho." Y en el 142: "Flagela la deificación de sí mismo con desprecio de sí y crueldad, le regocija la salvaje tumultuosidad de sus deseos, (...) sabe tender una trampa a sus pasiones; por ejemplo, ese extremo deseo de dominio, de modo que, de pronto, se torna sumamente humilde y, mediante la violencia del contraste, su alma acosada se exaspera; (...) se trata, en definitiva, de una especie rara de goce, ese al que aspira, pero tal vez solo sea ese placer en el que se anudan todos los demás. Novalis, una gran autoridad en cuestiones de santidad por experiencia e instinto, expresó en cierta ocasión todo este misterio con suma ingenuidad: 'Sorprende bastante que los hombres no se hayan dado cuenta hace ya mucho tiempo de la asociación y el parentesco íntimo existente entre voluptuosidad, religión y crueldad.'"
De hecho, un estudio profundo de Nietzsche será, en sus rasgos principales, un estudio psicológico-religioso, y solo en la medida en que se aclare este ámbito de la psicología de la religión arrojará también destellos de claridad sobre el significado de su ser, de sus sufrimientos y de su modo de beatificarse a sí mismo. En cierto modo, toda la evolución de Nietzsche proviene de su pérdida de fe religiosa, esto es, de la "emoción por la muerte de Dios"; esta tremenda emoción que resuena hasta en la última obra que Nietzsche escribió ya en el umbral de la locura, en la cuarta parte de su Así habló Zaratustra: "La posibilidad de hallar un sustituto para 'el Dios perdido' en las diversas formas de la deificación de sí mismo", tal es la historia de su espíritu, de sus obras, de su enfermedad. Es la historia de la "inclinación religiosa en el pensador", que sigue siendo poderoso incluso después de que el Dios al que se dirigía fuera destruido y al que pueden aplicarse las palabras de Nietzsche (Humano, demasiado humano I, Af. 223): "El sol se ha puesto, pero el cielo de nuestra vida todavía arde y refulge gracias a él, aunque ya no podamos verlo."...
LOU ANDREAS SALOMÉ
Friedrich Nietzsche en sus obras
No hay comentarios.:
Publicar un comentario